EL SANTO ABANDONO (Dom Vital Lehodey)

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Message  Javier Dim 26 Aoû 2018, 1:23 pm

Durante los sucesos es necesario ante todo someterse. En
el Santo Abandono llámase esta adhesión confiada y filial y
amorosa al beneplácito de Dios. Quizá haya que luchar un
tanto para elevarse a esta altura y mantenerse en ella; mas,
aun cuando la sumisión fuese tan pronta y fácil como plena y
afectuosa, y por sencillamente que nuestra voluntad se
someta a la de Dios, siempre hay en esto un acto o
disposición voluntaria. En el Santo Abandono la caridad es la
que está en ejercicio y la que pone en juego otras virtudes. Y
así dice Bossuet: «Es una mezcla y un compuesto de actos de
fe perfectísima, de esperanza entera y confiada, de amor
purísimo y fidelísimo».
Si aun después de someterse a la
decisión final, se juzga oportuno pedir a Dios desde el
principio que aleje este cáliz, como hay derecho a hacerlo,
esto constituye de la misma manera un acto o una serie de
actos.

Después de los sucesos se pueden temer consecuencias
desagradables para los demás o para nosotros mismos en lo
temporal o en lo espiritual, como sucede en las calamidades
públicas, en la persecución, en la ruina de la fortuna, en las
calumnias, etc. Si está en nuestra mano apartar estas
eventualidades o atenuarlas, haremos lo que de nosotros
dependa, sin aguardar una acción directa de la Providencia,
porque Dios habitualmente se reserva obrar por estas causas
segundas, y puede ser que precisamente cuente con nosotros
en esta circunstancia, lo que con frecuencia nos impondrá
deberes que cumplir.

Después de los sucesos, por ser manifestaciones del
beneplácito divino, hay que hacer brotar también de ellos los
frutos que Dios mismo espera para su gloria y para bien
nuestro: si acontecimientos felices, el agradecimiento, la
confianza, el amor; si desgraciados, la penitencia, la
paciencia, la abnegación, la humildad, etc.; cualquiera que sea
el resultado, un acrecentamiento en la vida de la gracia, y por
consiguiente un aumento de la gloria eterna.

La voluntad de Dios significada no pierde por esto sus
derechos, y salvo las excepciones y legítimas dispensas, es
necesario continuar guardándola; los deberes que ella nos
impone forman la trama de nuestra vida espiritual, el fondo
sobre el que el santo abandono viene a aplicar la riqueza y
variedad de sus bordados. Además esta amorosa y filial
conformidad no impide la iniciativa para la práctica de las
virtudes: las Reglas y la Providencia le ofrecen de suyo cada
día mil ocasiones; y, ¿quién nos impide provocar otras
muchas, sobre todo en nuestro trato íntimo con Dios? A la
verdad que no somos sobradamente ricos para desdeñar este
medio de subir de virtud en virtud: el salario de nuestra tarea
ordinaria, por opulento que se le suponga, no debe hacernos
despreciar el magnífico acrecentamiento de beneficios que
puede merecernos dicha actitud.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mar 28 Aoû 2018, 1:42 pm

Henos así bien lejos de una pura pasividad, en que Dios lo
haría todo y el alma se limitaría a recibir. En otra parte diremos
que esta pasividad se encuentra en diverso grado en las vías
místicas, en cuyo caso es preciso secundar la acción divina y
guardarse de ir en contra. Pero aun en estos caminos místicos
la mera pasividad es excepción muy rara. Por poco que se
haya entendido la economía del plan divino y por poca
experiencia que se tenga de las almas, se ha de convenir en
que el abandono no es una espera ociosa, ni un olvido de la
prudencia, ni una perezosa inercia. El alma conserva en él
plena actividad para cuanto se refiere a la voluntad de Dios
significada; y en cuanto a los acontecimientos que dependen
del divino beneplácito, prevé todo cuanto puede prever, hace
cuanto de ella depende. Mas, en los cuidados que ella toma,
confórmase con la voluntad de Dios, se adapta a los
movimientos de la gracia, obra bajo la dependencia y sumisión
a la Providencia. Siendo Dios dueño de conceder el éxito o de
rehusarlo, el alma acepta previa y amorosamente cuanto El
decida, y por lo mismo se mantiene gozosa y tranquila antes y
después del suceso. Fuera, pues, la indolente pasividad de los
quietistas, que desdeña los esfuerzos metódicos, aminora el
espíritu de iniciativa y debilita la santa energía del alma.

Los quietistas pretenden apoyarse en San Francisco de
Sales, pero falsamente. Preciso fuera para eso, entrecortar
acá y allá en los escritos del piadoso Doctor palabras y frases,
aislarlas del contexto y alterar su sentido.

No podemos citarlo íntegramente. Nos compara a la
Santísima Virgen, dirigiéndose al templo unas veces en los
brazos de sus padres, otras andando por sus propios pies:
«Así -dice-, la divina bondad quiere conducirnos por nuestro
camino, pero quiere que también nosotros demos nuestros
pasos, es decir, que hagamos de nuestra parte lo que
podamos con su gracia».
Como rompe a andar un niño
cuando su madre le pone en el suelo para que camine, y se
deja llevar cuando lo quiere traer en sus brazos, «no de otra
manera el alma que ama el divino beneplácito se deja llevar y,
sin embargo, camina haciendo con mucho cuidado cuanto se
refiere a la voluntad de Dios significada».
Este hombre tan
lleno del santo abandono escribía a Santa Juana de Chantal,
que no lo estaba menos: «Nuestra Señora no ama sino los
lugares ahondados por la humildad, ennoblecidos por la
simplicidad, dilatados por la caridad; estáse muy a gusto al pie
del pesebre y de la cruz... Caminemos por estos hondos valles
de las humildes y pequeñas virtudes; allí veremos la caridad
que brilla entre los afectos, entre los lirios de la pureza y entre
las violetas de la mortificación. De mí sé decir que amo sobre
manera estas tres virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza
del espíritu, la sencillez de la vida... No estamos en este
mundo sino para recibir y llevar al dulce Jesús, en la lengua,
anunciándolo al mundo; en los brazos, practicando buenas
obras; sobre las espaldas, soportando su yugo, sus
sequedades, sus esterilidades.»
¿Es éste el lenguaje de una
indolente pasividad? ¿No es más bien la plena actividad
espiritual?

«Yo -decía Santa Teresa del Niño Jesús- desearía un
ascensor que me elevase hasta Jesús; pues soy muy
pequeñita para trepar por la ruda escalera de la perfección. El
ascensor que ha de levantarme hasta el cielo son vuestros
brazos, ¡oh Jesús! »

Mas no se apresuren los quietistas a celebrar su triunfo.
Expresión es ésta de amor, de confianza y sobre todo de
humildad, pues la santa no se propone en manera alguna
permanecer en una indolente pasividad, hasta que el Señor
venga a tomarla y conducirla en sus brazos; antes bien,
trabaja con una grande actividad. «Por eso -añade- no tengo
yo necesidad de crecer, es necesario que permanezca y me
haga cada vez más pequeña.»
Y de hecho ella se labrará con
la gracia una humildad que se desconoce en medio de los
dones, una obediencia de niño, un abandono maravilloso en
medio de las pruebas, la caridad de un ángel de paz y como
remate de todo, un amor incomparable para Dios, pero un
amor «que sabe sacar partido de todo», un amor que,
creyendo por su humildad no poder hacer nada grande, no
quiere «dejar escapar ningún sacrificio, ninguna mirada,
ninguna palabra, y quiere aprovecharse de las menores
acciones y hacerlas por amor padecer por amor y hasta
alegrarse por amor».


¿Habrá necesidad de añadir que todas las almas
verdaderamente santas, en vez de esperar que Dios las lleve
y cargue con ellas y con su tarea, se dan mil mañas para
aumentar su actividad espiritual y sacar de todos los
acontecimientos su propia ganancia? Ejemplo palpable y
evidente de esto lo tenemos en la vida de Sor Isabel de la
Trinidad.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 29 Aoû 2018, 12:44 pm

9. LA SENSACIÓN DEL SUFRIMIENTO EN EL ABANDONO

La sensación de las penas y sufrimientos es cosa que, más
o menos, forzosamente ha de existir en la simple resignación y
aun en el perfecto abandono. En efecto, nuestras facultades
orgánicas no pueden dejar de ser impresionadas del mal
sensible, como tampoco se quedarán nuestras facultades
superiores sin su parte de fatiga, que de gana o por fuerza
habrán de padecer y sentir. Porque es cierto que estamos en
un estado de decadencia donde coexisten el atractivo del fruto
prohibido y la aversión al deber penoso, y como consecuencia,
la tirantez y el dolor de la lucha. Supongamos que nos exige
Dios el sacrificio de un gusto o el padecimiento de una
tribulación por amor suyo; en seguida se verá que, no
obstante la adhesión total y resuelta de nuestra voluntad al
querer divino, es muy posible que la parte inferior sienta las
amarguras del sacrificio. Lo cual ha de ocurrir a cada paso;
pues Dios, ocupado por completo en purificarnos, en
despegarnos y enriquecernos quiere en especial curar nuestro
orgullo por las humillaciones y nuestra sensualidad por las
privaciones y el dolor; y, pues el mal es tenaz, el remedio
habrá de aplicársenos por mucho tiempo y a menudo.

Es cierto que podremos contar con la unción de la gracia y
con la virtud adquirida, las cuales suavizarán y reforzarán,
respectivamente, el dolor y la voluntad, como con razón lo
proclama San Agustín cuando dice que «donde reina el amor
no hay dolor, y que de haberlo, se ama».
Cabe, pues, que
subsista al trabajo en la sensibilidad: a pesar de las más altas
disposiciones de la voluntad. Empero, no hay regla fija, y tan
pronto nos embriagará la abundancia de los consuelos y nos
transportará la fuerza del amor y se perderá entre las alegrías
la sensibilidad del dolor, como se velará y empañará el gozo, y
se desvanecerá la paz al retirarse a la parte superior del alma
la generosidad, indicio del verdadero amor: con lo que el
desasosiego, el tedio, el hastío invadirán el alma y la reducirán
a mortal tristeza. A veces también, después de sobrellevar las
más rudas pruebas con serenidad admirable, túrbase uno de
buenas a primeras por un quítame allá esas pajas. ¿Cómo
así? Era que estaba la copa rebosante y una sola gotita bastó
para hacerla desbordar, o bien que Dios, deseoso de
conservarnos humildes cuando hemos conseguido
importantes victorias, hace que conozcamos luego nuestra
flaqueza en una simple escaramuza. Como quiera que sea, el
acatamiento filial es fruto de la virtud, no de la insensibilidad;
toda vez que el paraíso no puede ser permanente aquí abajo,
ni aun para los santos.

Asimismo decía el piadoso Obispo de Ginebra a sus hijas:
«No reparemos en lo que sentimos o dejamos de sentir, como
tampoco creamos que en lo tocante a las virtudes de
indiferencia y abandono no vamos a tener nunca deseos
contrarios a los de la voluntad de Dios, o que nuestra
naturaleza jamás va a experimentar repugnancias en los
sucesos del divino beneplácito; porque es cosa que muy bien
pudiera acontecer. Dichas virtudes tienen su asiento en la
región superior del alma y por lo regular, nada entiende en
ellas la inferior; por lo que no hay que andarse en
contemplaciones, y sin atender a lo que quiere hemos de
abrazarnos y unirnos a la voluntad divina, mal que nos pese.»

Por otra parte, el piadoso Doctor ha considerado siempre
como una quimera la imaginaria insensibilidad de los que no
quieren sufrir el ser hombres; preciso es pagar primero tributo
a esta parte inferior y después dar lo que se le debe a la
superior, donde asienta como en su trono el espíritu de fe, que
nos ha de consolar en nuestras aflicciones y por nuestras
aflicciones.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Ven 31 Aoû 2018, 12:46 pm

Así lo practicaba él mismo: «Me encamino-escribía- a esta
bendita visita, en la que veo a cada instante cruces de todo
género.»

"Mi carne se estremece, pero mi corazón las adora... Sí, yo
os saludo, grandes y pequeñas cruces, y beso vuestros pies,
como indigno de ser honrado con vuestra sombra».
A la
muerte de su madre y de su joven hermana experimenta,
según él mismo confiesa, «un grandísimo sentimiento por la
separación, mas un sentimiento, al par que vivo, tranquilo...; el
beneplácito divino
-añade- es siempre santo y las
disposiciones suyas amabilísimas»
; en fin, el Santo Doctor
abrazará sin cesar el partido de la divina Providencia. Pero, si
en sus grandes pruebas ha reportado brillantes victorias, en
cambio, un asunto sin importancia le hizo perder el sosiego
hasta el punto de pasar dos horas de insomnio; reíase de su
debilidad, y no dejaba de ver que era una inquietud pueril y,
con todo, le era imposible desentenderse de ella. «Dios quería
-dice- darme a entender que si los grandes embates no me
turban, no soy yo quien esto hace, sino la gracia de mi
Salvador.»

Juana de Chantal es una santa que sobresale por su
energía de espíritu y por el santo abandono, y no obstante,
necesita que su piadoso director la sostenga sin cesar y la
conforte repetidas veces en medio de sus penas interiores.
Muestra a la muerte de los suyos el más intenso dolor.
Cuando pierde a su hija mayor, tiene el valor de asistirla
piadosamente hasta el último suspiro; después desmaya y,
vuelta en sí, permanece largas horas aplanada. A la muerte de
San Francisco de Sales no cesa de llorar hasta el día
siguiente; sin embargo, «si supiera que sus lágrimas habían
de ser desagradables a Dios, no derramaría ni una sola».

Hacíase violencia hasta el extremo de enfermar, por
detenerlas; y por obediencia dejábalas correr de nuevo. «
¡Recio es el golpe! -dice-, mas ¡ qué dulce y qué paternal la
mano que lo ha dado!; la beso y la quiero con toda mi alma,
inclinando la cabeza y rindiendo todo mi corazón bajo su
santísima voluntad que adoro y reverencio con todas mis
fuerzas.»

Así pudiéramos ir citando multitud de ejemplos, mas
dejemos a los servidores y vengamos al Maestro.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Dim 02 Sep 2018, 1:08 pm

Desde su entrada en el mundo, Nuestro Señor se ofrece a
su eterno Padre para ser la víctima universal. Su vida entera
será cruz y martirio. Apenas aparecen en El lágrimas
suficientes para mostrar la ternura de su corazón, indignación
suficiente para inspirar a los culpables un temor saludable. Por
lo demás, siempre conserva una maravillosa serenidad, ansía
el bautismo de sangre en que ha de lavar al mundo. Mas he
aquí que ha llegado el momento y relegando las alegrías de la
visión beatífica a la parte superior de su alma, entrega
voluntariamente a todas sus facultades, su cuerpo mismo a la
más terrible agonía, y por libre elección, se abandona al
miedo, al tedio, al disgusto; su alma está triste hasta la
muerte. Contempla la montaña de nuestros pecados, a su
Padre indignamente desconocido, a las almas que corren al
abismo, las torturas e ingratitud que le esperan, y queda
sumergido en un océano de amargura. Por tres veces implora
la compasión de su Padre. «Si es posible, pase de mí este
cáliz.»
Acepta que un ángel del cielo venga a confortarle, un
sudor de sangre le inunda, y entonces ora con más intensidad:
«Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.»

Ante tan inaudito espectáculo, el hombre de fe tímida
quédase turbado y perplejo, pero el verdadero fiel adora,
admira, agradece. Nuestro Señor, en efecto, ¿podrá hacer
nada más útil a las almas, a título de Salvador, de Consolador
y de Maestro?

Como Salvador, convenía que tomara todas nuestras
debilidades y hasta nuestros mayores abatimientos, a
excepción del pecado. Ahora bien, ¿podía haber para todo un
Dios humillación comparable a ésta? Por eso la eligió con
entera voluntad.

Como Consolador, era bueno que conociese todos
nuestros dolores. Si se hubiera manifestado inaccesible al
temor, a la repugnancia, a nuestros disgustos, ¿hubiéramos
osado manifestarle nuestras miserias? Se hizo
voluntariamente semejante a nosotros, como un padre se
hace niño con sus hijos. Esta humilde condescendencia nos
afirma, nos anima y pone el bálsamo sobre nuestras llagas. Al
mismo tiempo, el exceso de su dolor y de sus abatimientos
voluntarios traspasa al alma generosa y hace nacer en ella el
deseo, y por decirlo así, la necesidad de devolver sufrimiento
por sufrimiento a este incomparable Amigo. «Una noche
-decía sor Isabel de la Trinidad- mis dolores eran
abrumadores, sentí que la naturaleza me dominaba, pero
mirando a Jesús en la agonía, le ofrecía aquellos dolores para
consolarle y me sentí fortificada. Así lo hago siempre en mi
vida; a cada prueba, grande o pequeña, miro lo que Nuestro
Señor ha sufrido de análogo, a fin de perder mi sufrimiento en
el suyo y perderme yo misma en El.»
Santa Teresa del Niño
Jesús dice a su vez: «Cuando el divino Salvador pide el
sacrificio de todo cuanto hay en el mundo de más amado, es
imposible, sin una muy particular gracia, no exclamar junto con
El en el huerto de la Agonía: "Padre mío, aleja de mí este
cáliz." Pero añadamos en seguida: "Que se haga tu voluntad y
no la mía. Muy consolador es pensar que Jesús, el Dios
Fuerte, ha pasado por todas nuestras debilidades, que ha
temblado a la vista de ese cáliz amargo que en otro tiempo
había deseado con tanto ardor».
Siempre habrán horas de
turbación, entonces diremos también nosotros, me esforzaré
por imitar la generosidad de Nuestro Señor, repitiendo:
«Padre, líbrame de esta hora terrible» y sobreponiéndonos en
seguida a este momentáneo temor, volveremos a decir: «Mas
no, que para esto he venido al mundo.»


CONTINUARÁ...

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Message  Javier Lun 03 Sep 2018, 11:52 am

Como Maestro, Nuestro Señor nos ofrece aquí tres
preciosas enseñanzas: 1ª No es falta, ni siquiera imperfección,
experimentar el sentimiento del padecer, el tedio, las
repugnancias y los disgustos, con tal que no cesemos de decir
con voluntad resuelta: Que se haga, no como yo quiera, sino
como Vos queréis. Nuestro Señor no es ni menos perfecto ni
menos grande en el Huerto de Getsemaní que sobre el Tabor,
o a la derecha de su Padre; pensar de otra manera sería una
blasfemia; por lo mismo, no es cosa sin importancia que el
alma, desprovista de todo socorro sensible, en medio de la
turbación y de las contrariedades, permanezca tan
constantemente fiel a la voluntad de Dios.

2ª No es falta ni siquiera imperfección quejarse a Dios con
amorosa sumisión, a la manera que un niño lastimado se
refugia junto a su madre y le muestra su herida y su pena.«El
amor permite quejarse y decir todas las lamentaciones de Job
y de Jeremías, mas a condición de que la santa aquiescencia
se conserve siempre en el fondo del alma, en la parte superior
del alma.»
Así se expresa el dulce Obispo de Ginebra, mas
nos condena también cuando no cesamos de lamentamos, ni
hallamos, al parecer, personas a quienes quejamos y contar
por menudo nuestros dolores. No de otra manera habla San
Alfonso: «sin duda es más perfecto en las enfermedades no
quejarse de los dolores que se experimentan; sin embargo,
cuando nos afligen con vehemencia no es falta comunicarlos a
nuestros amigos, ni aun pedir a Nuestro Señor que nos libre
de ellos. No trato aquí sino de grandes dolores, pues de lo
contrario hacen muy mal esas personas que se lamentan cada
vez que sienten alguna pena o la más leve molestia».
Estos
Santos Doctores admiten, pues, como legítimas, las quejas
moderadas y sumisas; sólo condenan el exceso.

3ª No es falta, ni siquiera imperfección, pedir a Dios en las
grandes pruebas que, si es posible, aleje de nosotros el cáliz
del sufrimiento y hasta pedírselo con cierta insistencia, puesto
que lo ha hecho Nuestro Señor; mas, «después que hayáis
suplicado al Padre que os consuele, si a El no le place
hacerlo, dirigid vuestros esfuerzos a realizar la obra de vuestra
salvación sobre la cruz, como si jamás hubierais de descender
de ella. Contemplad a Nuestro Señor en el Huerto de los
Olivos después de haber pedido a su Padre el consuelo y
conociendo que no se lo quería conceder, no piensa ya en él,
ni se inquieta, no lo busca ya más, como si nunca lo hubiera
procurado, y valerosamente ejecuta la obra de la Redención».
Esta es la dirección que San Francisco de Sales daba a Santa
Juana de Chantal.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mar 04 Sep 2018, 1:24 pm

10. EL ABANDONO Y EL VOTO DE VÍCTIMA

Antes de comparar estas dos cosas, conviene repetir en
pocas palabras la idea del Santo Abandono. Es una
conformidad con el beneplácito divino, pero una conformidad
nacida del amor y llevada a un alto grado. No por
insensibilidad, sino por virtud el alma se establece en una
santa indiferencia para todo lo que no es Dios y su adorable
voluntad. Antes del acontecimiento que ha de mostrar al divino
beneplácito mantiénese en simple y general espera,
cumpliendo fielmente la voluntad de Dios significada.
Condúcese con prudencia en las cosas en que le pertenece
decidir, pero en las que dependen del divino beneplácito, por
más que tenga derecho a formular deseos y peticiones,
prefiere en general dejar a su Padre celestial el cuidado de
querer y de disponerlo todo a su gusto; ¡ tan grande es la
confianza que en El tiene y tan grandes las ansias de no hacer
sino la voluntad divina! Apenas le ha manifestado por un
acontecimiento esta voluntad, confórmase con amor, no al
modo de una máquina que se deja mover, sino empleando
cuanto tiene de inteligencia y de voluntad para adaptarse y
uniformarse con el divino beneplácito y sacar de él todo el
provecho posible. Su amor y la sinceridad del abandono no la
impiden sentir las penas, pero no se agita por eso; bástale
poder cumplir la voluntad de Dios. He aquí, en conjunto, el
santo abandono tal cual lo hemos descrito siguiendo la
doctrina de San Francisco de Sales, que podría resumirse en
la fórmula siguiente: «Dios mío, no quiero en el mundo otra
cosa que a Vos y a vuestra santísima voluntad. Mi mayor
deseo es crecer en amor y en todas las virtudes, y por eso
deseo cumplir fielmente vuestra santa voluntad significada.
Para cuanto de Vos depende y no de mí, me pongo confiado
en vuestras manos y dispuesto estaré a cuanto queráis en
simple y filial espera. Nada deseo, nada os pido y nada
rehúso. No temo al dolor, puesto que Vos lo acondicionaréis a
mi debilidad; la única cosa que deseo es dejarme conducir a
vuestro gusto y conformarme con amor a vuestro
beneplácito.»


Es evidente que esta manera de considerar el abandono
no ofrece peligro alguno y nada tiene de presumida, ya que no
es otra cosa que una sumisión filial, llena de confianza y de
amor; y bien se podría aconsejar como ideal a toda alma
adelantada.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Sam 08 Sep 2018, 5:35 am

¿No parecerá en nuestros días demasiado pasiva esta
simple actitud, a un mundo apasionado por la actividad y por
las obras de abnegación cristiana? Lo cierto es que se
propaga la práctica de ir más lejos en el abandono. En lugar
de dejar a Dios el cuidado de todas las cosas, y sin esperar en
paz que El escoja a su gusto, las almas toman la iniciativa, se
ofrecen, se consagran y se entregan. Algunos no quieren
entender el abandono si no es con estos arranques. Pero
estos ofrecimientos deben ser examinados más de cerca.
Supongamos que un alma se dirige sencillamente a Dios, y sin
pedirle el sufrimiento, le dice que está dispuesta con su gracia
a todo lo que El quiera y que lo abrazará con gusto. Esto casi
se acerca al abandono, tal como lo hemos descrito, y se
podría aconsejar a toda alma adelantada, como nota distintiva
de humildad. Mas supongamos también que esa misma alma
dice a Dios: «no temáis enviarme el dolor, lo deseo, casi lo
pido, Vos colmaréis mis votos secretos otorgándomelo».

Esta oblación, si ya no es la ofrenda como víctima, se le acerca
mucho, empero nunca será el abandono de San Francisco de
Sales. No se puede permitir sino con prudencia, es decir, a las
almas que han hecho suficientemente sus pruebas. No se la
puede aconsejar a todas, diremos al tratar de las víctimas. Se
ha de convencer a los confiados de sí mismos y no
sólidamente formados, que antes de dirigir tan altos sus
deseos, deben ejercitarse en hacer bien la voluntad de Dios
significada y en santificar sus cruces diarias. San Pedro se
ofreció a sufrir y aun morir con su Maestro; y aunque su amor
y su sinceridad eran indudables, no por eso dejó de ser
presuntuoso, como bien claramente lo probaron los hechos.

Tenemos, por último, la ofrenda de sí mismo como víctima,
o sea, el voto de víctima. Como no tenemos el designio de
hacer aquí la exposición completa, doctrinal y práctica de esta
materia tan compleja y delicada, diremos tan sólo lo suficiente
para mostrar de una manera precisa en dónde termina el
abandono y cuándo empieza otro camino. Los lectores
deseosos de conocer más a fondo esta materia, podrán
consultar los autores que de la misma tratan ex profeso,
especialmente M. Ch. Sauvé, en su excelente opúsculo, quizá
un tanto severo en sus restricciones, acerca de la noción,
estado y voto de víctimas.

La ofrenda puede hacerse con intenciones y bajo diversas
formas. Gemma Galgani y Sor Isabel de la Trinidad se
ofrecieron como víctimas por los pecadores. Santa Teresa del
Niño Jesús, como víctima de holocausto al amor
misericordioso; otras se ofrecen a la justicia, a la santidad, al
amor de Dios, y con frecuencia lo hacen como víctima de
expiación, para reparar la gloria divina ultrajada, para librar las
almas del Purgatorio, para atraer la misericordia divina sobre
la Santa Iglesia, sobre la patria, sobre el sacerdocio y
comunidades religiosas, sobre una familia o sobre un alma.

El fundamento de esta ofrenda es la Comunión de los
Santos, especialmente la reversibilidad de las satisfacciones
del justo en provecho del culpable. Es también el misterio de
la redención por medio del sufrimiento, pues habiendo
escogido Nuestro Señor este camino para salvar al mundo,
continúa escogiéndolo para hacer llegar a nosotros el precio
de su Sangre. Por su infinita bondad, se digna de asociar
almas escogidas a su obra de salvación, y no pudiendo sufrir
en su humanidad glorificada, se asocia, valga la palabra,
«humanidades de añadidura», en las cuales pueda continuar
salvando a las almas por el sufrimiento.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Lun 10 Sep 2018, 12:55 pm

En el transcurso de los siglos, particularmente en horas
turbulentas, no han faltado las victimas. En nuestra
desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual ola
de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche
sombría, hemos visto multiplicarse las víctimas y aun las
fundadoras de comunidades de víctimas. Si hemos de dar
crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene
necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas
que expíen con sus sufrimientos y tribulaciones por los
pecadores y los ingratos... «El está padeciendo y no encuentra
bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la
vía del padecimiento.»
Estas revelaciones son
indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo
que constituye una garantía más fuerte y fuera de toda duda
es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX sugería a un
Superior General de Orden la idea de invitar a las almas
generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación.

León XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta
«sobre todo a los fieles que viven en los Monasterios a
esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio de la
oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de
sí mismos».
San Pío X alabó muy mucho «la Asociación
Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de sus
miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados
como víctimas de expiación, especialmente por las almas
consagradas, en estos desdichados tiempos en que la
penitencia es tan necesaria»
; y enriqueció con numerosas
indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».

Es, en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo
amor de Dios y del prójimo.

Mas, según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy
grande y empresa bien ardua»
No queremos con ello
desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano
Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la
indiscreción. Las almas que hacen profesión en una
Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la
imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los
límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus
fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace
con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se
hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué
punto Dios usará los derechos que se le confieren. Con
seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a
una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que
llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una
religiosa, ocho días antes de su muerte, después de
prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le
apenaba el haberse ofrecido como víctima».
Santa Teresa del
Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No
me arrepiento de haberme entregado al amor.»
¿Sucederá lo
mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado,
reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor
gracias especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto
más nos hayamos apresurado a entregarnos, tanto menos
tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y nuestros
desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El
verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y
no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las
almas reparadoras son víctimas con la gran Víctima del
Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la
facilidad un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a
los derechos divinos y se le ofrecen como víctimas, se adivina
que no sospechan la seriedad con que suele tomar estas
cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de
derechos que Dios ejerce sobre nosotros antes de la
autorización que nuestra libertad le da acerca de ellos. ¡Feliz
mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente con grandes
trabajos y con particulares inmolaciones.»
La prueba de este
hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 12 Sep 2018, 9:23 am

Esto supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre
dicho ofrecimiento y el abandono:

1ª El simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto
depende de la Providencia y no de nosotros, mantiénese en
una santa indiferencia y espera el beneplácito divino, a modo
de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el
contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de
su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a
enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.

2ª El abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni
ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el
cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer.
Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin
un llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta
de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para
disponer de nosotros?

3ª El alma que se abandona a la acción divina puede
contar con la gracia: la que se adelanta, a excepción siempre
del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura de tener a
Dios consigo?

Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el
abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu
de víctimas. Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y
la mortificación voluntaria. Esta intención en nada recarga
nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una
nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su
fecundidad. Por el contrario, la prudencia y la humildad
quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un
llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este
caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas,
soportando con paciencia las pruebas ordinarias y dándose a
la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la iniciativa de
pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los
que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en
todos los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la
prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos pudieran
resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian
demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que
haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando
se deja a Dios el cuidado de escoger, porque entonces es
Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno
adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mar 18 Sep 2018, 12:17 pm

Por otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir
el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes,
¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y
abandono perfectos? Los votos, la Regla, las disposiciones de
la Providencia es el camino más seguro que lleva a la
perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre
maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las
perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta
transformación progresiva mediante las observancias es ya
una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no
basta a nuestra generosidad, la Regla nos invita, contando
con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda,
abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y
tan vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo
abandono, toda alma interior halla mil ocasiones de ponerlo en
práctica; un religioso lo necesitará con frecuencia en la
Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño
de su cargo. Es necesario comenzar por dar buena cogida a
las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a
nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo aumentar el
número y la pesadez.

Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de
victimas no tienen necesidad, generalmente hablando, de
solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de encontrarlo en la
vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación voluntaria
y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no
tiene el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio
halla en él abundante alimento, mientras que la prudencia y la
humildad se encuentran quizá allí con mayor seguridad. Bien
entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a
ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y
bajo la inspección de los representantes de Dios y que ante
todo se muestre celosa por sus deberes diarios, no se le
puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues obedece al
llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las
que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.

El Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se
trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo
es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada
y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de
Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las
voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio
muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario
sino en las almas avanzadas que viven principalmente de ese
puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento, y la
caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular
a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en
primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza,
terminando por el amor que es principio formal del Santo
Abandono.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Jeu 20 Sep 2018, 8:14 am

2. Fundamentos del Santo Abandono

1. EL DESASIMIENTO

La condición previa de una perfecta conformidad es el
perfecto desasimiento. Porque si nuestra voluntad tiene
intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no
se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la
de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia,
habrá violencias y desgarramientos inevitables y estaremos
muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y más
distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos
razones: 1ª El Santo Abandono es una total unión, una
especie de conformidad de nuestra voluntad con la de Dios,
hasta el punto de estar nosotros dispuestos de antemano a
todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga.
Antes del acontecimiento es una espera tranquila y confiada;
después del acontecimiento es la sumisión amorosa y filial.
Por aquí se verá qué profundo desasimiento supone. Y 2ª,
este desasimiento ha de ser tan universal como profundo,
porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con
buena salud, en las consolaciones o en las pruebas de la
piedad, estimados o despreciados, amados u odiados? Siendo
Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para disponer
de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probamos en
los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la
opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un
modo imprevisto. Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si
ha de conservarse en disposición de recibir todos los quereres
divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros
de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y
amigos, desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus
propios quereres, de la ciencia, de las consolaciones,
desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas
estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por
completo desprendida, no buscando sino a Dios y su
santísima voluntad.

De esta suerte, el beneplácito divino, que podrá
manifestarse hasta de un modo imprevisto y bajo cualquier
forma, será recibido sin dificultad y de todo corazón. El que
desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande
aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su
nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de
la cruz. En esto deberá ejercitarse lo más que pueda con
perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio al
perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre.
Porque dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería
sin la mortificación tratar de conseguir la indiferencia, puesto
que por la sola mortificación o por la mortificación sobre todo,
puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.»
Mas con no
menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la
dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el
desprecio voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores;
aún es más difícil juntar a esto el desprecio de la reputación y
toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer caso alguno
de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más
dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los
dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales,
las virtudes, la gracia, en fin, y la gloria.»
Así, pues, el camino
que conduce al Santo Abandono es largo y muy penoso. He
aquí por qué sean tan escasas las almas que llegan a estas
alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los
grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple
resignación. Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo
que éste vale. Dios no pide sino que llenemos con sus dones
los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante el
vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la
feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco
de Sales: «Cuando se le preguntaba dónde había encontrado
a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me
encontré a mí mismo, perdí a Dios.»


CONTINUARÁ...

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Message  Javier Ven 21 Sep 2018, 11:16 am

Mas, entre todas las formas de renunciamiento, séanos
permitido señalar dos de las más difíciles, a la vez que de las
más indispensables: la obediencia y la humildad. ¿No son el
aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad el
postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el
supremo obstáculo a los progresos y a la paz del alma?
Cuando todo lo demás se ha sacrificado, incluso los bienes
exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta
frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la
voluntad propia. Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de
ser completa, hacer un llamamiento a la obediencia y a la
humildad, dos virtudes hermanas que no quieren estar
separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo
perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer
siempre y en todo, a abrazar la paciencia acallando a la
naturaleza en las cosas duras, en las contrariedades y
humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho
en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo
cuanto se le ordena como un obrero malo e indigno, y llega
hasta llamarse y sinceramente creerse en lo intimo de su
corazón el último y más vil de todos.

Las almas bien cimentadas en la obediencia y en la
humildad, evitarán por este medio muchos tropiezos que
provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento
llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán
insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una
buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto
abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados
como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia
infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas
el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta
dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún
todo lo que he merecido, y si no temieran su debilidad,
añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo
satisfaga vuestra Justicia.»


O bien, considerando las malas inclinaciones que les
quedan, y viendo que cosa de tan poca monta basta para
turbarías, sienten una urgente necesidad de sufrir y de ser
humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a
sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando
sino en la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma
Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado...
sosegaos, sosegaos y volved a mí.»
O con otra alma
generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos
interiores, lo que es una verdadera tortura, es la ofensa
inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»


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Message  Javier Lun 24 Sep 2018, 7:50 am

A pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas,
llenas de luz, se consideran muy indignas de comparecer ante
la infinita Santidad, y en su ardiente deseo de agradarla
aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas. De aquí
se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al
Santo Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la
obediencia y en la humildad, se rodea por esta causa de
dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada para
darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los
hombres, a menos de sentir que la tiene bien merecida y que
la necesita el alma, adopta la posición de quien no es
comprendido, toma modales de víctima, la rehuye o se enoja,
llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen
pruebas. A este propósito, se podría decir que la humildad es
tan necesaria al alma colmada de gracias como el agua lo es
a la flor. Para que se desarrolle y se conserve fresca y
hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la
humildad y que se bañe continuamente en esta agua
bienhechora. Si tan sólo tuviera los ardores del sol, pronto se
secaría, se marchitaría y caería al fin.

Santa Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de
infancia espiritual todo amor y confianza, tomando, como no
podía menos, por base la humildad. Su práctica y sus
lecciones pueden resumirse en estas palabras: amar a Dios y
ofrecerle muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus
brazos como un niño, y en este obedecer como un niño ser
humilde como un niño. Se hace con este fin la sirvienta de sus
hermanas, se esfuerza por obedecer a todas sin distinción, y
no abriga otro temor que el de conservar su voluntad. Se
propone no elevarse por el orgullo, sino permanecer siempre
pequeña por la humildad, tan pequeña que nadie piense en
ella, que todas la puedan poner bajo los pies y que el divino
Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a si
misma, qué humildad, sobre todo, se necesita para llegar a
esto! No es de extrañar que Dios glorifique a un alma tan
humilde y tan generosa, haciéndola la gran taumaturga de
nuestros días.

Monseñor Gay, hablando de esta infancia espiritual había
dicho: «¡Qué perfecta es! Lo es más que el amor de los
sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser
sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de
los pecados capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la
esencia del veneno que la antigua serpiente ha inoculado en
el mundo. El espíritu de infancia lo mata más eficazmente que
el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si
mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse
allí grande y admirarse a si mismo; si es verdaderamente niño
el amor propio se desespera... Prensad este fruto de la santa
infancia, no extraeréis otra cosa que el abandono. Un niño se
entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia.
¿Qué sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende
saber, entender o poder? Es un ser al que se domina por
completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata y cuántas y
qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los
que se guían por sus propias luces?»


CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 10 Oct 2018, 11:59 am

2. LA FE EN LA PROVIDENCIA

«El justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo
Abandono, es necesario que esté penetrado de una fe viva y
arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la medida que el
hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el
alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en
que, bien limpia y rica ya en virtudes, vive principalmente del
amor y de la intimidad con Dios, es cuando llega a ser
especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces las
sombras menos densas y a través del velo se transparentan
sus claridades; Dios oculto siempre, deja, sin embargo,
adivinar su presencia haciendo a las veces sentir con mucha
viveza su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata con el
Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe
viva, el abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse
a él de un modo habitual.

Nada sucede en este mundo sin orden o permisión de
Dios; todo cuanto existe ha sido creado por El, y todo lo
creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su fin. En
tanto que rige los astros y preside las revoluciones de la tierra,
concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de
los insectos que pululan en el aire y al de los millones de
átomos contenidos en la gota de agua. Ni la hoja del árbol se
agita, ni la brizna de hierba muere, ni el grano de arena es
transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con solicitud
sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues
nosotros valemos más que una bandada de pájaros, menos
podrá olvidar a sus hijos de la tierra. Al padre de familia, a la
vigilante solicitud de las madres pasarán inadvertidos mil
detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita, posee el
secreto de ordenar los incidentes de poca monta como los
acontecimientos de mayor importancia. Y tanto es así, que
todos nuestros cabellos están contados y ni uno solo cae de
nuestra cabeza sin el permiso de Nuestro Padre que está en
los cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante que la
caída de uno de nuestros cabellos? Dios, sin embargo, piensa
en ello. Con cuánta más razón pensará Dios en mí y proveerá
a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un
trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se
ofrecen ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o
cumplir tal deber necesito su gracia, si en mi camino hacia la
eternidad tengo necesidad del pan cotidiano del alma y del
cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un
acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte,
a punto de exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos,
me veo perdido.»
De suerte que yo, que no soy sino un átomo
insignificante del mundo, ocupo día y noche, sin cesar y en
todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre que
está en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de
consuelo!

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Jeu 11 Oct 2018, 2:44 pm

Mas si la Providencia combina por si misma sus designios
sobre mí, confía su ejecución, por lo menos en gran parte, a
las causas segundas. Emplea el sol, el viento, la lluvia; pone
en movimiento el cielo y la tierra, los elementos insensibles y
las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen
acción sobre mí, sino en cuanto la reciben de El, he de Ver en
cada una de ellas un receptáculo de la Providencia y el
instrumento de sus designios. Por consiguiente, «en el frío que
me encoge yo descubriré la Providencia; en el calor que me
dilata, la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío
lejos o cerca del puerto, la Providencia; en el éxito que me
anima, la Providencia; en la prueba de la adversidad, la
Providencia; en este hombre que me aflige, la Providencia; en
este otro que me causa placer, la Providencia; en esta
enfermedad, en esta curación, en este curso que toman los
negocios públicos, en estas persecuciones, en estos triunfos,
la Providencia, siempre la Providencia».
Nada más justo que
ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué tranquila y
santificante es esta manera de pensar y obrar!

Nuestro Padre celestial es en verdad un Dios escondido. Al
modo que ha velado su palabra bajo la letra de las Sagradas
Escrituras y que Jesucristo oculta su presencia bajo las
especies eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer
invisible para proporcionarnos el mérito de creer, nos oculta su
acción bajo las criaturas. He aquí una enfermedad que nos
invade. ¿Cuál es su causa? En apariencia es un capricho del
aire, es el rigor de la estación; en realidad es Dios quien ha
ordenado a estos elementos que nos pongan enfermos. Aun
así Dios persiste entre sombras y nosotros no hemos visto su
rostro. Sin embargo, la enfermedad seguirá su curso, unas
veces se agravará y otras cederá a los remedios. ¿Quién es el
autor de esta agravación o de esta curación? Nosotros
decimos que el médico, su habilidad o su imprudencia. ¡Tal
vez! Mas lo cierto es que Dios está por encima de las causas
segundas, y que El es, en definitiva, el que causa la curación o
la muerte. Sí, mas nosotros no lo vemos, y ese nuestro Dios
continúa sin mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al
Agente supremo cuanto es mayor la claridad con que se
muestran las causas segundas.

Mediante una fe viva, se miran las criaturas no en sí
mismas, sino en la causa primera de la que reciben toda su
acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla, las
reúne, las pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos
caminos».
Se entrevé al Espíritu Santo sirviéndose de los
hombres y de las cosas para escribir en las almas un
Evangelio viviente. Este libro no será del todo comprendido
sino en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan
confuso, tan ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con
la firme persuasión de que «todo tiene sus movimientos, sus
medidas, sus relaciones en esta divina obra»
, hemos de
inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada
Escritura adoramos al Dios oculto y nos abandonamos a su
Providencia. Mas si es débil nuestra fe, ¿cómo ver a Dios en
las desgracias que nos hieren y principalmente a través de la
malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala
fortuna, y se rechaza.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Sam 13 Oct 2018, 7:45 am

El acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor
aún es «la Providencia de incógnito», pero para los corazones
maleados que quisieran prescindir de la sumisión de la oración
y del reconocimiento, es la laicización de la Providencia.
«Nada sucede en nuestra vida por movimientos al acaso,
sabedlo bien, todo cuanto acontece contra nuestra voluntad no
sucede sino en conformidad con la voluntad de Dios, según su
Providencia y el orden que El tenía determinado, el
consentimiento que El da y las leyes que ha establecido.»
Así
habla San Agustín.

«Hay algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas
son fortuitos e inesperados solamente para nosotros..., en
realidad son un designio de la Providencia soberana, que
ordena y reduce todas las cosas a su servicio.» «Dios, al guiar
a sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y
vienen cada cual en su camino. La fatalidad quiere que unos
encuentren en su camino la ocasión de hacer fortuna y otros
causas de pérdidas y de minas; fatalidad es ciertamente para
el hombre que no ha visto todas las combinaciones, mas para
Dios, que ha determinado hasta ese punto las circunstancias,
todo ha sido providencial.»


En las desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios.
«Yo soy el Señor, nos dice por boca de Isaías, yo soy el Señor
y no hay otro; yo soy el que formó la luz y creó las tinieblas,
que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho antes
por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que
hiere y el que sana» «El Señor quita y da la vida, se dice
también en el cántico de Ana, madre de Samuel; conduce a la
tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al rico, abate y
levanta». ¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del
Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y
la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios»


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Message  Javier Dim 14 Oct 2018, 12:59 pm

Yo, podrá decir alguno, admito esto en cuanto a la
enfermedad y a la muerte, al frío y al calor y mil parecidos
accidentes producidos por causas desprovistas de libertad,
pues estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por
el contrario, le resiste; cuando alguien habla mal de mí, me
arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿cómo podré yo
ver en ese mal proceder la mano de Dios, puesto que, muy
lejos de aprobarlo, lo prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino
a voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. En vano
se atrincheran tras este razonamiento para no abandonarse a
la Providencia, ya que Dios mismo se ha explicado acerca del
particular y hemos de creer, fiados de su palabra infalible, que
El obra en esta clase de acontecimientos no menos que en los
otros; nada sucede en ellos sino por su voluntad.

Cuando quiere castigar a los culpables, escoge los
instrumentos que bien le parece, los hombres o los demonios.
Peca David, y en la casa del príncipe y entre sus hijos es
donde Dios suscitará los instrumentos de su justicia. Cada vez
que los israelitas se endurecían en el mal, el Señor les
manifestaba que había escogido a los pueblos vecinos, ya al
uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante un terrible
castigo. Asur, en particular, será la vara del furor divino y su
mano el instrumento de la indignación de Dios. Nuestro Señor
predice la destrucción de Jerusalén deicida e impenitente: Tito
será indudablemente el brazo de Dios para derribarla de arriba
abajo y no dejar en ella piedra sobre piedra. Más tarde, Atila
podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca con
obstinación, el Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu
malo, enviado por el Señor, le domina y agita.

Para probar a los justos y a los santos, Dios emplea la
malicia del demonio y la perversidad de los malvados. Job
pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en la miseria y dice:
« El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo que
le era agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ».
No dijo
-según acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo
dio y el diablo me lo quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor
me lo quitó; todo se ha hecho como agrada al Señor y no al
demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os hieran,
porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión
de Dios»
Los hermanos de José, al venderle, cometen la más
negra iniquidad; mas él lo atribuye todo a la Providencia, y así
lo manifiesta repetidas veces: «Por vuestra salud me ha
enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros formasteis
malos designios contra mí, mas no me encuentro aquí por
vuestra voluntad, sino por la de Dios, a la que no podemos
resistir».


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Message  Javier Mar 16 Oct 2018, 1:07 pm

Cuando Semeí perseguía con sus maldiciones a David
fugitivo y le tiraba piedras, el santo Rey sólo quiso ver en esto
la acción de la Providencia, y calma la indignación de sus
siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado
maldecirme»
, es decir, le ha elegido para castigarme.

En la Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas
que le entrega, Pilatos que le condena, los verdugos que le
atormentan, los demonios que excitan a todos estos
desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este
terrible crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha
combinado todo, no siendo ellos sino los ejecutores de sus
designios. Nuestro Señor lo declara formalmente: « Ese cáliz
lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder alguno si no
lo hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la
Pasión, la hora dada por el cielo al poder de las tinieblas».

San Pedro lo afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los
gentiles y el pueblo de Israel se ha coligado en esta ciudad
contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para dar
cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría».
Así, pues,
la Pasión es obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible
dudar; allí está la voluntad de Dios, esa voluntad tan luminosa
que se oculta en esta noche profunda; esta voluntad
invencible es el alma de esta total derrota; esta voluntad tan
justa, tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en
este castigo sin medida y del todo inmerecido por aquel a
quien se inflige; en una palabra, esta voluntad tres veces
santa permanece en el fondo de este prodigio de iniquidad.
Vivimos en esta creencia..., y después nos parece un exceso
reconocer la voluntad de Dios, no digo en los males de la
Santa Iglesia o en las calamidades públicas, sino en las
pérdidas particulares, en esas humillaciones, esas
decepciones, esos contratiempos, esos pequeños males, esas
nonadas que llamamos nuestras cruces y que son nuestras
pruebas habituales.»


Y, ¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el
pecado hay dos elementos: material y formal. Lo material no
es sino el ejercicio natural de nuestras facultades y Dios
concurre a él como a todos nuestros actos. Este concurso es
de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos
reducidos a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente
otorgarnos la libertad prácticamente nos la quitaría. Empero el
mérito o la falta es lo formal del acto; y en el pecado, lo formal
es el defecto voluntario de conformidad del acto con la
voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su
ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado
preceptos, hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia,
solicita al alma para conducirla a su deber; ha hecho, pues,
todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al extremo
de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por Dios, el
hombre, abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su
voluntad a la de Dios; Dios, por tanto, no ha prestado su
concurso sino a lo material del acto. No hay cooperación al
pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que
no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta
permisión sea una autorización, pues El detesta la falta y se
reserva el castigarla en tiempo oportuno. Mas entretanto, cabe
en sus designios hacer servir el mal para el bien de sus
elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los
hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra
suerte se muestra un padre que, queriendo corregir a su hijo,
toma la primera vara que le viene a mano y después la arroja
al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe sanguijuelas
a su enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre
y, sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo,
porque el médico ha sabido limitar su número y localizar su
acción.

Así, pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier
ocasión el alma se remonte hacia Dios. «Si el justo es
perseguido es porque Dios lo quiere; si un cristiano por seguir
su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también; si el
impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión
divina. ¿Qué me sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios
quiera.»
Nuestras pérdidas, nuestras aflicciones, nuestras
humillaciones jamás debemos atribuirlas al demonio ni a los
hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los
hombres pueden ser su causa inmediata, y aunque tal suceda
por una falta inexcusable, Dios aborrece la falta, pero quiere la
prueba que de ella resulta para nosotros.

« Convengamos que si en medio de tantos accidentes de
todo género de que está llena la vida humana, supiéramos
reconocer esa voluntad de Dios, no obligaríamos a nuestros
ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco
respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras
injustas, tantos descorazonamientos injuriosos a Dios, y
desgraciadamente, tantas desesperaciones que a veces nos
exponen a perdernos.»


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Message  Javier Mer 17 Oct 2018, 7:32 am

3. CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA

«La voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de
suerte que por regla general sólo se fía de sí mismo y teme
siempre, por lo que atañe a si propio, del poder y de la
voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna,
honor, reputación, salud, la vida misma jamás se deposita en
manos de otro, a menos de tener una gran confianza en él.
Para el ejercicio de la caridad y del Santo Abandono, es, pues,
necesaria una plena confianza en Dios.»
De donde se deduce
que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo
habitual fuera de la vida unitiva, porque sólo en ella la
confianza en Dios llega a su plenitud.

«La sabiduría del hombre es muy limitada en sus
horizontes; su voluntad es débil, mudable y sujeta a mil
desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener
confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos,
incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que
se haga su voluntad y no la nuestra, porque su voluntad es
buena, buena en sí misma, benéfica para nosotros, buena
como lo es Dios y forzosamente benéfica».


¿Quién es aquel que vela sobre nosotros con amor y que
dispone de nosotros por su Providencia? Es el Dios bueno. Es
bueno de manera tal, que es la bondad por esencia y la
caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino
Dios».
Santos ha habido que han participado
maravillosamente de esta bondad divina, y, sin embargo, los
mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo,
un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es
el océano de bondad, una bondad inagotable y sin límites.
Después que haya derramado sobre nosotros beneficios casi
innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su
expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad
hasta lo infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto
más da, más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido,
amado y servido, al menos por los corazones nobles. Es
bueno para todos: «hace brillar su sol sobre los buenos y los
malos, hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores».

No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras faltas
opone «la multitud de sus misericordias» para conquistarnos a
fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es
infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, «en su
misma vida no olvida la misericordia».


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Message  Javier Jeu 18 Oct 2018, 5:57 am

Este Dios tan bueno es «nuestro Padre que está en los
cielos».
Como estima tanto este título de Dios bueno y nos
recuerda hasta la saciedad sus misericordias, por lo mismo le
gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan
santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos
tenido miedo de El; para ganarse nuestra confianza y nuestro
afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que El es
nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El deriva
toda paternidad en el cielo y en la tierra»
, y ninguno es padre
como nuestro Padre de los Cielos. El es Padre por
abnegación, madre por la ternura. En la tierra nada hay
comparable al corazón de una madre por el olvido de sí, el
afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta
confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa
infinitamente para nosotros a la mejor de las madres. «¿Puede
una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de sus
entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de
vosotros» «El que ha amado al mundo hasta el extremo de
darle su Hijo unigénito»
, ¿qué nos podrá negar? Sabe mejor
que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el
alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no
haber suplicado bastante, y no dará una piedra a su hijo que le
pide pan. Si es preciso que se muestre severo para impedir
que corramos a nuestra perdición, su corazón es quien arma
su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno,
enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la
herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no
dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.

Es nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que
un hermano, más que un amigo incomparable, es el médico
de nuestras almas, nuestro Salvador por voluntad propia. Ha
venido a «salvar el mundo de sus pecados», curar las
dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida más
abundante»
, «encender sobre la tierra el fuego del cielo».
Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta misión, he
aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El no sentir interés por
nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo
surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el
altar, todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de
amor. «¡Nos ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le
hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener
confianza, si no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos
perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras
almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una,
ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado
por adherirse sólo a El. Tiene sus delicias en verlas cerca de
su tabernáculo y vivir con ellas en la más dulce intimidad.

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Message  Javier Ven 19 Oct 2018, 10:03 am

«Cuando os hallareis en la aflicción -dice el P. de la
Colombière-, considerad que el autor de ella es Aquel mismo
que ha querido pasar toda su vida en los dolores, para con
ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está
siempre a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos
nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros
altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel
que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la
Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a
nosotros. -Mas me hiere cruelmente, deja caer su pesada
mano sobre mí. -¿Qué podéis temer de una mano que ha sido
agujereada, que se ha dejado atar a la cruz por nosotros? -Me
parece andar por un camino erizado de espinas. -Pero si no
hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes
que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el mismo
camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros?
¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con
su sangre? -Me ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero
recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta.
Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con
rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una
urgente necesidad?».


Siendo como es bueno y santo, no obra sobre nosotros
sino con los fines más nobles y beneficiosos. «Su objeto es y
será indefectiblemente uno»
: la gloria de Dios. «El Señor ha
hecho todas las cosas para sí mismo»
, nos dice la Escritura, y
no hemos de lamentamos por esto, pues esta gloria no es otra
cosa que la alegría de darnos la eterna felicidad... Teniendo el
universo por fin la glorificación de Dios mediante la
beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan
secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra,
es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la Salvación.
Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones,
están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la
Iglesia... Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras
al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se
identifica con la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos
de concluir que en un tercer plano, el término invariable de las
evoluciones y revoluciones de aquí abajo, no es otro que la
llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así, que
tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos
por la salvación de un grupo de elegidos... ¿No es cosa loable
ver a Dios gobernar al mundo con el único fin de hacer seres
felices y regocijarse en ellos?

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Message  Javier Sam 20 Oct 2018, 6:53 am

La voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las
almas.

No existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera
del universo, se le pueda sorprender ocupado en otra cosa.
He aquí la razón de todos estos acontecimientos grandes y
pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las
familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy
enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me
proporciona este encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me
hace chocar contra esta piedra y me entrega a esta tentación.
Todos estos procedimientos los determina su amor, su deseo
de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no
debiéramos dejarnos hacer y corresponder si
comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto
más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal
bondad un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en
efecto, el fin particular de cada alma, el grado de gloria a que
la destina en el cielo, la medida de santidad que la tiene
preparada. Para llegar al término y a la perfección sabe qué
caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar, qué
humillaciones ha de sufrir. En estos mil acontecimientos de
que estará formada la trama de su existencia, la Providencia
es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del lado
de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría,
gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente
poderoso, puede todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en
su poder la vida y la muerte, conduce a las puertas del
sepulcro y saca de él. Hay en nosotros sombras y claridades,
tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males; todo
viene de El, no hay absolutamente nada de que su voluntad
no sea dueña soberana. Hace todo según su libre consejo, y si
una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda
oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus
designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni
profundidad de consejos.

Bien es verdad que dispone de los seres racionales
respetando su libre albedrío. Pueden, pues, oponer su
voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en
realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son
conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al
determinar sus planes; halla en los recursos infinitos de su
omnipotente Sabiduría la mayor facilidad para cambiar los
obstáculos en medios, a fin de hacer servir a nuestro bien las
maquinaciones que el infierno y los hombres traman para
perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en Isaías,
permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en todas las
cosas».
Obrad como queráis, es necesario que la voluntad de
Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro libre albedrío,
reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos
los medios que podáis emplear para eludir sus designios, El
sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos mismos.
«Entonces, ¿qué podemos temer?, ¿qué no debemos esperar
siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y
en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los
medios convenientes a este fin y tan moderado para
aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para ordenar,
tan prudente para ejecutar?»


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Message  Javier Lun 22 Oct 2018, 6:43 am

RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES

«Los pensamientos de Dios no son nuestros
pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la tierra, los
caminos del Señor superan a los nuestros».
De ahí surgen un
sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el
hombre que no sea muy rico en fe y abnegación. Señalaremos
cuatro.

1º La Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar
a nuestra fe, y nosotros querríamos ver. Dios se oculta tras las
causas segundas, y cuanto más se muestran éstas más se
oculta El. Sin El nada podrían aquéllas; ni aun existirían; lo
sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta El,
cometemos la injusticia de pararnos en el hecho exterior,
agradable o molesto, más o menos envuelto en el misterio.
Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos
por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de
tener una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi
osaríamos pedirle explicaciones. ¿Acaso un niño se inquieta
por saber adónde le conduce su madre, por que escoge este
camino en vez del otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo
incluso a confiar su salud, su vida, la integridad de sus
miembros al médico, al cirujano? Es un hombre como
nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su
abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos
tener infinitamente más confianza en Dios, médico
omnipotente, Salvador incomparable? Al menos, cuando todo
es sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde
andamos, quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos
siquiera darnos cuenta que la gracia es quien obra y que todo
va bien! Pero ordinariamente no se dará uno cuenta del
trabajo del divino decorador antes de que esté terminado. Dios
quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos
en El, con corazón tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera
causa de la pena!

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Message  Javier Sam 27 Oct 2018, 9:26 am

2º La Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya
sobre el fin que se propone, ya sobre los medios destinados a
su consecución. En tanto no nos hayamos despojado por
completo del amor desordenado a las cosas de la tierra,
querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él
por camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que
está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los
suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior,
etc., y que se saboree tan poco la humillación, las
contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas.
Las consolaciones y el éxito se nos presentan más o menos
como la recompensa de la virtud, la sequedad y la adversidad
como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con
frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios,
por el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra,
sino hacer que lo merezcamos tan perfecto como sea posible.
Si el pecador se obstina en perderse, es necesario que reciba
en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien. En
cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo
esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se
hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena la prueba con este fin!
No escuchando sino a su austero y sapientísimo amor, Dios
trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de
hacernos reinar con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por
lo demás las bienaventuranzas anunciadas por el divino
Maestro? Así, la cruz será el presente que El ofrecerá a sus
amigos con más gusto. «Considera mi vida toda llena de
sufrimientos
-dijo a Santa Teresa-, persuádete que aquel es
más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la
medida de su amor es también la medida de las cruces que
envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que
deseando para vosotros lo que deseé para mí mismo?»

Lenguaje divino y sapientísimo, mas, ¡qué pocos lo entienden!
Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.

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