EL SANTO ABANDONO (Dom Vital Lehodey)

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Message  Javier Lun 11 Fév 2019, 8:24 am

San Alfonso ensalza indudablemente la perfecta
conformidad con la voluntad divina, y con todo, presenta sus
argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que la
vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa Teresa
le parecía que sufrir era la única razón de la existencia: Señor,
o morir o padecer.
No puede soportar por más tiempo el
suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con ánimo
varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del
mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su
amiga María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba
a Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el
ardor con que deseaba el cielo: «Yo, respondió aquélla, lo
deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro
puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria,
pero en el cielo nada podré ofrecerle.»
Según el venerable P.
la Puente «estos dos deseos tan diferentes descansan sobre
sólidos fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más
preferible, porque daba más a la gracia, única que puede
inspirar el amor de la cruz».
San Francisco de Sales, en su
última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear,
nada pedir, nada rehusar.
Instábasele a que rezase la oración
de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy necesario a tu
pueblo, no rehúso el trabajo»
, y con humildad profunda
responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que
soy del todo inútil».
San Felipe de Neri dijo lo mismo en
parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas
palabras del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el
cuidado de vivir bien, y el de mi muerte lo dejo a Dios».
En
una palabra, todos los santos han practicado el perfecto
abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida, otros
prefirieron no tener ningún deseo.

Por dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una
elección y a formar peticiones en consecuencia, puesto que se
trata de asuntos cuya decisión se ha reservado Dios. De igual
modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de
nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a
Dios nuestros deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo
todo según su beneplácito, en conformidad con sus intereses,
que son también los nuestros.

Mas hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los
Sacramentos en pleno conocimiento, y de tener en nuestros
últimos momentos las oraciones de la Comunidad; pues
entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas
ayudas que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos
realmente dispuestos, esta petición, por justa que sea, ha de
quedar subordinada al beneplácito divino. Nuestro Padre San
Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia, escribía a
sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que
mi vida entera transcurra en el dolor y mis años en los
gemidos? Valdría más morir, pero morir en medio de mis
hermanos, de mis hijos, de mis amados. La muerte en estas
condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello
vuestra bondad, Señor; concededme este consuelo antes que
abandone para siempre este mundo. No soy digno de llevar el
nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar los
ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de
acompañar con sus plegarias a su alma al reposo de los
bienaventurados, si Vos la juzgáis digna de él, y de enterrar
sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes
compartió la pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en
vuestros ojos, deseo de todo corazón alcanzar por las
oraciones y méritos de mis hermanos. Sin embargo, hágase
vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir para
mí.»
Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente
abrupta, resbaló y fue rodando hasta el valle. Sus compañeras
la preguntaron si no había temido morir sin Sacramentos, y la
santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de los
auxilios de la Religión en mi última hora, pero aún deseo
mucho más lo que Dios quiere, persuadida como estoy de que
la mejor disposición que se puede tener para morir bien es
someterse a la voluntad de Dios.»


Finalmente, lo esencial es una santa muerte preparada por
una vida santa, ya que de esto depende la eternidad. He aquí
lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de manera
absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia, sea
nuestro cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso
para la eternidad el tiempo que Ella nos deja; y cuando
nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única preocupación
conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya
en la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más
humillantes, pues nada es más capaz de hacerla santa y
apacible.


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Message  Javier Mar 12 Fév 2019, 9:26 am

Artículo 4º.- La desigual distribución de los dones naturales

Es necesario que cada cual esté contento con los dones y
talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se
entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta
inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos
en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez
o la enfermedad. Este aviso es de utilidad general; pues los
más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les
obligan a practicar la resignación y la humildad. Y será tanto
más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí
ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a
compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son
otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos
sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo,
una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta
de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el
desaliento.


Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo
lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los
talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha
colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles,
más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos
dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o
de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un
miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una
inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal
o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa
de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las
tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese
de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan
bueno y rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a
otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor
dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún
menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera
merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su
bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este
orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos
humildemente los bienes que el Señor se ha dignado
concedernos.


En la distribución de los talentos naturales no está Dios
obligado a conformarse a nuestros falsos principios de
igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de
sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros
menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada
cual reciba según la misión que determina confiarle.
«Un
obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en
relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera
Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad
con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y
la medida de gloria que de ellos quiere sacar.»
A cada uno
exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana
impone; nos destina además un empleo particular en su casa:
a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular,
en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los
dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de
nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es
procurar su gloria santificándonos. Como El, nosotros no
hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia,
sino medios de glorificarle por nuestra santificación.


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Message  Javier Mer 13 Fév 2019, 5:53 am

Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más
talento, con una salud más robusta, con un exterior más
agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para
quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han
sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de
vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos
a precipitarse en mil infamias? ¿ Cuántos, por el contrario,
deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de
hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien
formados, se hubieran condenado? No es necesario tener
hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una
cosa es necesaria: salvar el alma».
Tal vez se nos ocurra la
idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para
desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales
pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con
razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos
y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni
memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la
medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no
se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues
en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria
prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en
todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un
glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para
alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.»

Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada
de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que
envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta
trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros si tuviésemos
mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay
partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y
entregarnos a El?

¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales
y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con
intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos
hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la
hermosura, que el Espíritu Santo llama llana y engañosa.
Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos
dones que parecen particularmente preciosos y deseables,
como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio
recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues, legitimo
pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus
oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el
piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no
quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»
; según
él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos
debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual
es».


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Message  Javier Jeu 14 Fév 2019, 5:54 am

En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos
faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado,
porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere
dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco,
dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso
presentar el capital junto con los intereses. El recompensado
con mayor magnificencia no siempre será el que posea más
dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos.

Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros
talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de
Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino
para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus
miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en
las manos de sus señores»
, así hemos de tener los ojos de
nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo
que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque
su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y
sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su
modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores
dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios,
es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un
instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun
insignificante, Dios hará maravillas.
«Creedme -decía San
Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres
instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige
ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la
ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para
confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con
una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos
de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de
una mujer?»
Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de
conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre
mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente
humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con
más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan
absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese
modesto obrero.

¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su
santificación? Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el
más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente.

¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en
todo género de dones, dilapidar la vida presente y
comprometer su eternidad; mientras que otros con menos
talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios,
porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El?
Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro
Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de
costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este
pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos
cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno
sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo
salvaros muchas almas». «¡Qué!, preguntaba el
bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un
ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí,
hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede
amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.»
Y
el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y
comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid,
mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro
Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray
Buenaventura y los más hábiles teólogos.»


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Message  Javier Ven 15 Fév 2019, 4:47 am

Artículo 5º.- Los empleos

El que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en
armonía con sus gustos y aptitudes, y ha de seguir en todo las
reglas de la prudencia cristiana. En nuestros Monasterios no
podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la
obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto
de la Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo
espiritual. En esto habrá, pues, materia de abandono y
convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de
Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si
no es el hacer del mejor modo posible la voluntad de Dios;
nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque
esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros
buscando los empleos, o de faltar a la obediencia
rehusándolos.

¿No será más prudente no desear ni pedir nada, sino
conservarnos en santa indiferencia, a causa de la
incertidumbre en que nos hallamos? No sabemos, en efecto,
si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para
nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo
particular. En este último caso nos libramos de muchos
peligros y responsabilidades, tenemos completa libertad para
entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las
dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este
pequeño reino que está dentro de nosotros. Mas esto no es
pura holganza, sino rudo trabajo. ¿Tendremos siempre la
paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante
energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas,
a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que no nos
incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de
sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos. Los
cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de
renunciamiento y de cuidados y de humillaciones. Su mismo
nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada para
los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación
por el sacrificio. Los empleos espirituales tienen además una
inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir
con frecuencia el pan de la palabra, de estar en trato diario
con almas excelentes y de obrar siempre bien para predicar
con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas
responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes
beneficios, seremos nosotros quienes primeramente
rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer
que se absorba uno en lo temporal con detrimento de lo
espiritual, que se descuide de sí ocupándose de los otros, que
tome pretexto de su cargo para olvidar los deberes de
Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un medio
de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? En una
palabra, éstas y otras parecidas consideraciones han de
hacernos muy circunspectos en nuestros deseos,
inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío,
¿será más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo
pase por los cargos o que permanezca sin empleo? Yo lo
ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi
confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a
nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.»


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Message  Javier Sam 16 Fév 2019, 5:04 am

¿Quiere esto decir que esté prohibido concebir un deseo y
formularlo filialmente? Seguramente que no; pues siendo una
petición delicada, ha de mirarse con atención. Como San
Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir,
elegid siempre los cargos menos agradables».
San Francisco
de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la elección, los
empleos más deseables serían los más abyectos, los más
penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que
humillarse por Dios. »
Aun en este caso, el deseo parece muy
sospechoso a nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura,
dice, si después de haber deseado los empleos humildes
tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las abyecciones
que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los
disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad?".
En
resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el
deseo de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con
mayor razón si son honrosos. «En Cuanto a aquellos -dice el
P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más
altos, pareciéndoles que en aquéllos harían más fruto en las
almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de
pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor
bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de
sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más
honroso y más conforme a su gusto e inclinación, por eso lo
desean... Y si yo fuese humilde antes querría que el otro
hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará mejor
que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.»

Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que será
mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las
manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una
cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos
su divina voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en
religión, en donde la obediencia es la que da valor a todos
nuestros ejercicios.»
Estemos dispuestos a recibir los cargos
que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los
recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no
fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la verdad
como lo siento».
No es posible dar a Dios testimonio más
brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de
nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus
manos»
; yo vivo tranquilo en este pensamiento y no deseo
preocuparme de otra cosa.

Cuando el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado.
Ya no se contenta El con declararnos su beneplácito por los
acontecimientos, nos significa también su voluntad por boca
de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros
derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído
con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la
Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en
nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que
hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados
compromisos el de aceptar que el Superior disponga de
nosotros según nuestras santas leyes? Que nos deje en
nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite,
siempre cumple con su misión, y nosotros hemos de ser fieles
a nuestros compromisos. Ora, consulta, reflexiona y decide en
conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras
Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer.
De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores;
y por tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos
sus motivos de obrar. Por otra parte, deber suyo es, no menos
que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las
almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su
gracia a nuestra disposición, porque no cabe abandono de su
parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos y
repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos
quiere.

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Message  Javier Dim 17 Fév 2019, 6:00 am

No tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto
que sea; pues ninguno hay vil y despreciable sino el orgullo y
la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del Altísimo;
los menores trabajos son de un precio inestimable a sus ojos,
cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La
Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos
Serafines, porque ha realzado con las más santas
disposiciones las ocupaciones más sencillas.
Por otra parte, la
Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo:
necesita una cabeza y precisa también pies y manos; ¿con
qué derecho querríamos ser cabeza más bien que pies, y ojos
más bien que manos? Desde el momento que nosotros
despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos
falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos
precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le
servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para
huir el orgullo del espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no
es darle el testimonio más brillante de nuestro amor y de
nuestra abnegación?

No tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos
parezca superior a nuestros méritos. ¡Extraña humildad la que
paralizaría la obediencia y nos haría olvidar nuestros
compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de
nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad
de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer.

Sin duda, motivo para temer tendríamos si nosotros
buscáramos los cargos y se nos confiaran a fuerza de
nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios quien
nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como
hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que
sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres
instrumentos. Los talentos son preciosos cuando están unidos
a la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea
flexible y dócil, es decir, humilde y obediente, fuera de que
Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre lo mejor
que se pueda, y con eso se da por satisfecho.


En fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los
empleos, alegando con sobrada facilidad el peligro que en
ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San
Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a
causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al
entrar en religión se asume la obligación de prestar al
Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de
pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y
entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y
la administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el
beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.»


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Message  Javier Lun 18 Fév 2019, 10:53 am

En una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de
nosotros según sus miras, atender al empleo que haya tenido
a bien imponernos, recibirlo humildemente sin replicar
palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen
nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras
naturales inclinaciones, o también peligrosos para nuestra
salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces nada
más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas
circunstancias que pueden serles desconocidas, lo que ha de
hacerse con toda humildad, dulzura y sumisión que la Regla
prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de nuestros
respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su
mandato con amor, juzgando que esto nos es más útil,
dispuestos por otra parte a vigilar cuidadosamente sobre
nosotros, confiando en la ayuda de la gracia»
, y fieles en dar
cuenta exacta de nuestro proceder.

Terminemos con una observación capital del P. Rodríguez:
«Lo que Dios mira y estima en nosotros en esta vida, no es el
personaje que representamos en esta vida, no es el personaje
que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de
predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen
cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor
hace bien su oficio y representa mejor su personaje que el
predicador o que el superior el suyo, será más estimado
delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie
tenga deseo de otro personaje ni de otro talento, sino procure
cada uno representar bien el personaje que le han dado, y
emplear bien el talento que ha recibido»
, de suerte que
glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. Tendréis, pues,
vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la
regularidad común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo
a la luz de la Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros
en una estricta obediencia y humildad, y de aprovecharos de
los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la
virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de
los beneficios.

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Message  Javier Mar 19 Fév 2019, 10:38 am

Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad

Algunos empleos espirituales o temporales, traen consigo
el trabajo, la fatiga y los cuidados; no es uno dueño de sí
mismo, expuesto como se halla continuamente a ser
interrumpido por el primero que se presenta durante el trabajo,
la oración, las piadosas lecturas. Otros cargos, por el
contrario, sólo exigen una atención relativa y no imponen
apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio, con
mayor razón, cuando no se tiene ningún empleo.

El reposo y la tranquilidad facilitan en gran manera la
observancia regular y la vida interior, nos colocan en
circunstancias favorables para cultivar a nuestras anchas
nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso
del día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan
desordenadamente, que con dificultad renunciáramos a ello
cuando se ponga por medio obligaciones del cargo y bien
común. Este amor del reposo y de la tranquilidad, tan legítimo
en si, llega en tal caso a ser excesivo; degenera en vulgar
egoísmo, y no conoce el desinterés ni el sacrificio, y por lo
mismo que apaga la llama de la verdadera caridad, nos hace
inútiles para nosotros y para los demás.

El trabajo y los cuidados, las continuas molestias de ciertos
cargos, nos proporcionan una inagotable mina de sacrificio y
de abnegación; es un perfecto calvario para quien desea morir
a si mismo, es una continua inmolación en provecho de todos.
Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los negocios
y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco
nuestras acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es
fácil purificar la intención, elevar con frecuencia el alma a Dios
y conservarse suficientemente recogido. Nadie ha estado más
ocupado que San Bernardo, Santa Teresa, San Alfonso y
tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar, en medio de
tantos trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros
de valor tan inestimable, para consagrarse durante tanto
tiempo a la oración y ser perfectísimos contemplativos: sin
embargo, lo hicieron.

¿Qué querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en
la agitación o en la tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues,
prudente establecernos en una santa indiferencia y estar
dispuestos a todo cuanto El quiera. Nosotros, como miembros
de una Orden contemplativa, tenemos desde luego derecho a
desear la calma y la tranquilidad, a fin de vivir con más
facilidad en la intimidad del divino Maestro. San Pedro juzgaba
con razón que estaba bien en el Tabor; no deseaba
abandonarlo, sino vivir cerca siempre de su dulce Salvador y
bajo la misma tienda. No dejó, sin embargo, de añadir, y
nosotros hemos de hacerlo también con él: «Señor, si
quieres.»
Mas, ¿lo querrá? El Tabor no se encuentra aquí
abajo de un modo permanente. Necesitamos el Calvario y la
crucifixión, y no tenemos el derecho de elegir nuestras cruces
y de impedir a Dios que nos imponga otras. Si ha preferido
imponernos aquellas que abundan en tal o cual cargo,
aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y el más
amante de los Padres, y ésta es la prueba que necesitábamos
para hacer morir en nosotros la naturaleza; pues otra cruz,
elegida por nosotros, no respondería seguramente como ésta
a nuestras necesidades.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 20 Fév 2019, 6:44 am

En esto hay una mezcla de beneplácito divino y voluntad
significada. En cuanto de nosotros dependa y lo podamos
hacer sin faltar a ninguna de nuestras obligaciones, hemos de
amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por decirlo
así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de
recogimiento, pues es el espíritu de nuestra vocación.
Mas si
es del agrado de Dios pedirnos un sacrificio y ponernos en el
tráfago de mil cuidados, no tenemos derecho a decirle que no;
tratemos únicamente de conservar aun entonces, en cuanto
fuera posible, el espíritu interior; el silencio y la unión divina; y
cuando se ofreciere un momento de calma, sepamos
aprovecharla para internarnos más en Dios.

Así lo hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia
las órdenes del Soberano Pontífice le imponen prolongadas
ausencias y asuntos de enorme fatiga, y vuelve a Claraval con
una insaciable necesidad de permanecer a solas con Dios.
Con todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para ver
a sus nuevos hijos y alimentarlos con la leche de su palabra.
Dábase en seguida a sus religiosos a fin de derramar en ellos
sus consuelos, tanto más abundantes, cuanto mayor era el
tiempo que se habían visto privados de ellos. Primero pensaba
en los suyos, y después en sí mismo. «La caridad -decía- no
busca sus propios intereses. Hace ya largo tiempo que ella me
ha persuadido a preferir vuestro provecho a todo cuanto amo.
Orar, leer, escribir, meditar y demás ventajas de los
ejercicios piadosos, todo lo he reputado como una pérdida por
amor vuestro. Soporto con paciencia haber de dejar a Raquel
por Lía; y no me pesa haber abandonado las dulzuras de la
contemplación, cuando me es dado observar que después de
nuestras pláticas el irascible se torna dulce; el orgulloso,
humilde; el pusilánime, esforzado, que los hijos pequeños del
Señor se sirvan de mí como quieran, con tal que se salven. Si
yo no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me perdonarán
mis faltas, y mi descanso más apetecido será saber que no
temen importunarme en sus necesidades. Me prestaré a
satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y mientras
tuviere un soplo de vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos
con una caridad sin fingimiento.»


San Francisco de Sales hacía lo propio: «Si alguno, aun
cuando fuere de los más pequeños, se dirigía a él, tomaba el
Santo la actitud de un inferior ante su superior, sin rechazar a
nadie, no rehusando hablar ni escuchar y no dando la más
pequeña muestra de disgusto, aunque tuviere que perder un
tiempo precioso escuchando frivolidades. Su sentencia
favorita era ésta: «Dios quiere esto de mí, ¿qué más necesito?
En cuanto que ejecuto esta acción no estoy obligado a
ejecutar otra. Nuestro centro es la voluntad de Dios, y fuera de
El no hay sino turbación y desasosiego.»
Santa Juana de
Chantal asegura que en la abrumadora multitud de los
negocios siempre se le veía unido a Dios, amando su santa
voluntad igualmente en todas las cosas, y por este medio, las
cosas amargas se le habían vuelto sabrosas.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Sam 23 Fév 2019, 5:15 am

5. EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN

Artículo 1º.- Reputación

Cosa muy querida nos es nuestra reputación, y en especial
con respecto a nuestros Superiores y a la Comunidad. Damos
la mayor importancia a su estima y confianza, aparte de que
podamos necesitar de ellas para el ejercicio de nuestro cargo.
Pues bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con
razón o sin ella, se desaten las lenguas contra nosotros, lo
cual no es pequeña prueba. El Salmista quéjase de ella con
frecuencia a Dios: «bien conocía las contradicciones de las
lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son armas
y flechas y su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes
y engañosas, semejantes a carbones de fuego voraz, a
flechas agudas lanzadas por vigoroso brazo».


Si acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el
descubierto, hieren nuestra reputación, debemos soportar
siempre con paciencia sus ataques y conformarnos con el
divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso ver
a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no
conciencia de ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra
y les pagará según sus obras. Mas entretanto, se servirá del
celo, la ligereza y de la guía de la malignidad misma para
probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de
disponer de ella como le place. Nosotros creemos que la
necesitamos para el desempeño de nuestro cargo, pero sabe
El mejor lo que conviene a los intereses de su gloria, al bien
de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha resuelto
probarnos en este punto, es dueño de escoger para este fin el
instrumento que quiera. A pesar de los lamentos y las
recriminaciones de la naturaleza, olvidemos deliberadamente
a los hombres para no ver sino a Dios sólo; y besando con
filial sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio,
apliquémonos a recoger todos los frutos que la prueba nos
puede proporcionar.


Estas tribulaciones nos brindan, en efecto, ocasiones raras
de crecer en muchas y sólidas virtudes. El alma,
despojándose de su reputación, elévase por encima de la
opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con
absoluta pureza de intención. La humildad toma fuerza y se
arraiga profundamente, cuando acepta esta dura prueba;
entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta
ser despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura
ahogando los arrebatos de la cólera; en la paciencia,
moderando la tristeza que producen estas injusticias. ¡Bella y
sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que
ama a sus enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve
bien por mal! La confianza en Dios se dilata en la tranquilidad
con que se lleva la cruz, y el amor de Nuestro Señor en la
fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce fruto de esta
amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de
continuo la bienaventuranza prometida a los que son
perfectamente dulces, misericordiosos y pacíficos.


Quiere Dios por este medio hacernos humildes de corazón,
siguiendo el ejemplo y las lecciones del Cordero y de sus
fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más destrozada
que la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué
calumnias no pesaron sobre él? Sin embargo, el Padre le ha
dado un nombre que está sobre todo nombre, y le ha exaltado
tanto más cuanto fue más abatido. Y los Apóstoles, ¿no salían
gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas por el
nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan
digna causa. Bien veo que nosotros no queremos sino
persecuciones aparatosas, a fin de que nuestra vanidad brille
en medio de nuestros sufrimientos; querríamos ser
crucificados gloriosamente. Según nuestra apreciación,
cuando los mártires sufrían tan crueles suplicios, eran
alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no eran,
por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de
execración? ¡Cuán pocos son los que se determinan a
despreciar la propia reputación, a fin de promover así la gloria
de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para
procurarnos una gloria que no tendrá fin. »


CONTINUARÁ...

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Message  Javier Dim 24 Fév 2019, 5:09 am

Así habla San Francisco de Sales, y añade: «¿Qué es,
pues, la reputación para que tantos se sacrifiquen ante ese
ídolo? Después de todo, no pasa de ser un sueño, una
sombra, una opinión, un poco de humo, una alabanza cuya
memoria se extingue con su eco, una estimación
frecuentemente tan falsa, que muchos se maravillan de verse
culpados de defectos que en manera alguna tienen, y
alabados de virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios
opuestos.»
Venían a veces a decir al Santo Obispo que se
hablaba mal de él, que se llegaban a decir cosas extrañas y
escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No dicen
más que eso? Pues en verdad que no saben todo; al
lisonjearme, me perdonan y bien veo que me juzgan mejor de
lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es preciso corregirse, y si en
esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras muchas
cosas; con que siempre es una misericordia el que me corrijan
tan benignamente.»


Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento
de la reputación, nuestro abandono en Dios en lo a ella
referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable.
Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es
voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice San
Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de la
sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público,
sino también perjudiciales a causa del escándalo que de
nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se
complace en que nosotros conservemos y deseemos con toda
diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil
para la conservación de nuestras virtudes, en particular, de las
virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra
reputación y de ser tales que se nos pueda estimar, estimula a
un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo,
no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos
para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es
por lo regular un remedio mucho más saludable que el
resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el
resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es
necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen
nombre.»


«Renunciemos, pues, aquella conversación llana, aquel
trato inútil, aquella amistad frívola, aquellos modales
inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen
nombre es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si
murmuran, nos reprenden y calumnian a causa de los
ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y la
diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar,
puestos siempre los ojos en Jesucristo crucificado, que será el
protector de nuestra fama. Si permite que nos la arrebaten,
será para devolvernos otra mejor o para hacernos adelantar
en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que
mil libras de honra. Si injustamente somos censurados,
opongamos con serenidad la verdad a la calumnia, y si ésta
persevera, perseveremos también nosotros en humillarnos,
pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos
juntamente con nuestra alma en manos de Dios.
Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e
infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación,
cuando de ellos se puede justamente sincerarse.
Exceptuemos, también ciertas personas de cuya buena
reputación depende la edificación de muchos, porque en estos
casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la
ofensa recibida.»


CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 27 Fév 2019, 2:44 pm

Así hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era
su modo de obrar. Quería que la dignidad episcopal fuese
respetada en su persona, pero era indiferente en cuanto a su
persona concernía tocante a la estima y al desprecio, y no
tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios.
Defendióse modestamente de ciertas calumnias que podían
comprometer su ministerio, pero, en general, permanecía
insensible a las injurias y juicios desfavorables que contra él
se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se
acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de
la maledicencia -acostumbraba a decir- son harto delicados,
porque al fin y al cabo es una crucecita de palabras que lleva
el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy tiernos
para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.»

En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el
Salvador expirando como un infame sobre la cruz y entre dos
ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de bronce,
cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este
gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejarnos, y
mayor aún de conservar resentimientos contra los
calumniadores.»
Pensaba también en el juicio final que nos
hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser
censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado
Maestro. Ni siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he
dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que hablen,
pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de
viento, y es posible también que mis detractores vean mis
defectos mejor que los que me aman, siendo de esta manera,
más que enemigos, nuestros amigos, puesto que cooperan a
la destrucción del amor propio.»
En una palabra, indiferente a
las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de
la Providencia, dispuesto a cumplir su obligación con buena o
mala fama, y no deseando otra reputación, sino la que Dios
juzgara conveniente que disfrutara para los intereses de su
servicio.


Aun en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y
que hasta parecía imponérselo el deber, los santos han
preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de Nuestro
Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado
de justificarlos si lo juzgaba conveniente. San Gerardo de
Magella, entre otros muchos, nos ofrece de ello un memorable
ejemplo. «Una infame le acusó de un crimen horrible. Inquieto
y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó la
denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como
el mármol, Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la
comunión y de toda relación con los de fuera, y el hermano,
sin embargo, no se permitió la menor murmuración.
Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se
justificara: "Hay un Dios -decía- y a El le corresponde
ocuparse de eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio
pidiese al menos poder comulgar, respondió: "No; muramos
bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después,
satisfecho de haber obrado con Gerardo como con su divino
Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su inocencia. La infeliz
que le había acusado retractó su calumnia, declarando haber
obrado por inspiración del demonio. El verse declarado
inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y
como San Alfonso le preguntase por qué había rehusado
disculparse, le respondió de manera sublime diciendo: "Padre
mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino
sufrir en silencio cualquier mortificación?"»
Es verdad que la
Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es
más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra
delicadeza!

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Sam 02 Mar 2019, 7:34 am

Artículo 2º.- Las humillaciones

La humildad es una virtud capital y su acción altamente
beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los
peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y
orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a
los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores;
es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace
adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su
autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido
con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,
«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad
personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al
humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el
humilde se inclina y le colma de gracias, y después del
abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus
secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si».
La
palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será
ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será
humillado».


Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un
tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto
de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la
humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes
no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo
convendría esforzarse por descender.
Cuánto convendría
meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño
Jesús a una de sus novicias: «Me encojo cuando pienso en
todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis
decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no
llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una
elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en
el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer
rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse
siempre pequeña.»


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Message  Javier Lun 04 Mar 2019, 10:24 am

Muchos son los caminos que conducen a la humildad.
Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según
esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación
conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio
a la ciencia.»
¿Queréis apreciar si vuestra humildad es
verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o
retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas,
empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen
realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la
perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad?
-concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la
humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis
ser elevados a la humildad.»


Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de
practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al
beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del
abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios
significada. La mayor parte de las personas no quieren sino
ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y
no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio
a medio.


Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de dar
siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a
nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.
San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí
mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del
corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado
orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como
humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al
puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina
sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».

Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para
abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros
será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros
superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los
doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se
fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de
esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la
señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión
de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose
obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad?
Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,
sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente
humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente;
porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se
hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de
Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se
considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la
plebe y la escoria del mundo.»
Humillación excelente es
también descubrir el fondo de nuestros corazones y de
nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,
dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras
malas inclinaciones y, en general, de todos los males de
nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse
ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo
Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las
penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de
estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.
San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,
porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e
imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las
abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».


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Message  Javier Ven 15 Mar 2019, 7:19 pm

El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de
nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que
nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de
que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar
nuestro amor propio.


Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos
digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir
todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en
nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya
nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y
oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma
razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a
ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la
Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la
corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable
de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por
aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra,
utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes
y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en
caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino
instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o
recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no
viendo en El sino a nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo
por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para
la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y
bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario,
éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y
dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz,
dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las
faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el
remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y
méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el
precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra
perfección».


La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con
indignación o se sufre murmurando
; y esto explica cómo «se
hallan tantas personas humilladas que no son humildes».
Sólo
será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la
medida en que la reciba humildemente como si fuera de la
mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la
necesito y bien la he merecido.
Y si una ligera ofensa, una
falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente
para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el
orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar
de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi
remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber
agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor
propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera
humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo
después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los
humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y
nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos
de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y
ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de
quejarnos cuando Dios nos envía la confusión, se lo
agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a
trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias
de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la
vergüenza eterna.
Y no digamos que somos inocentes en la
presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han
quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es
menos merecido.


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Message  Javier Dim 17 Mar 2019, 6:37 am

San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión,
quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he
cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino
Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?»
La Iglesia
en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor,
solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre»
, y
con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que
le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le
condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al
suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el
más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es
maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No
aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de
reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre
y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque
se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles
criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con
deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y
recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la
Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no
suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones?
¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una
vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a
Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría
derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado,
tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás
siendo todavía sensible a los desprecios»
?


Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto
amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto
y hasta se considera uno dichoso en compartir las
humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús.


Entonces el amor «nos hace considerar como favor
grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias,
vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace
renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado
Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la
abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no
queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas
del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio
que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los
sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más
gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».


Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus
propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los
desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a
ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin
conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión
para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si
alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le
hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que
enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca
infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es
precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro
Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios
de mi confusión! Si descaradamente somos insultados,
magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a
montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a
vuestra izquierda.»
San Francisco de Asís respira los mismos
sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su
compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que
ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los
lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»


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Message  Javier Lun 18 Mar 2019, 10:50 am

Artículo 3º.- Persecuciones de parte de las personas buenas

Las persecuciones pueden venirnos de parte de los malos
y de parte también de las personas buenas.

«Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, es
realmente dulce para un hombre animoso -dice San Francisco
de Sales-; empero ser reprendido, acusado y maltratado por
los buenos, por los amigos, por los parientes, eso sí que es
meritorio. Así como las picaduras de las abejas son más
agudas que las de las moscas, del mismo modo, el mal que
proviene de las personas buenas y las contradicciones que
nos ocasionan, se toleran con mayor dificultad que las de los
otros.»
San Pedro de Alcántara, penetrado de la más viva
compasión por Santa Teresa, le dijo que una de las mayores
penas de este destierro era lo que ella había soportado, es
decir, esta contradicción de los buenos. ¿Radica esto en que
el aprecio y el afecto de estas personas nos son más
estimados, o en que la prueba era menos esperada?
¿Obedece acaso a que las personas buenas, creyendo seguir
el dictamen de su conciencia, guardan menos
consideraciones? Sean cualesquiera el origen y las
circunstancias de estas duras pruebas, nos parece
conveniente entrar en algunas consideraciones que ayudarán
a santificarlas.

Todos los santos han pasado aquí abajo por la
persecución
, dice San Alfonso. Ved a San Basilio acusado de
herejía ante el Papa San Dámaso, a San Cirilo condenado por
hereje por un Concilio de cuarenta Obispos y depuesto luego
vergonzosamente, a San Atanasio perseguido por culpársele
de hechicero y a San Juan Crisóstomo por costumbres
relajadas. «Ved también a San Romualdo, quien contando
más de cien años, es con todo acusado de un crimen
vergonzoso, tanto que se intentó quemarle vivo; a San
Francisco de Sales, a quien por espacio de tres años se le
juzgó manteniendo relaciones ilícitas con una persona del
mundo, y esperar por todo ese tiempo que Dios le justifique de
esta calumnia; por último, ved a Santa Liduvina, en cuyo
aposento entró un día una mujer desgraciada para vomitar
injurias a cuál más grosera.»
Ninguno de nosotros ignora que
nuestro bienaventurado Padre San Benito estuvo a punto de
ser envenenado por los suyos, y ¡cuánto no tuvieron que sufrir
nuestros primeros padres del Cister, así de sus hermanos de
Molismo, como de otros monjes de su tiempo! Otro tanto
aconteció al venerable Juan de la Barriére y al Abad de Rancé
cuando quisieron implantar su reforma. San Francisco de Asís
renunció al cargo de Superior a causa de la oposición que
encontró entre los suyos: Fray Elías, su vicario general, no
reparó en acusarle ante un crecido número de religiosos de
ser la ruina del Instituto, y este mismo Fray Elías fue el que
encarceló a San Antonio de Padua. San Ignacio de Loyola fue
encerrado en los calabozos del Santo Oficio. San Juan de la
Cruz, habiendo reformado el Carmelo, es arrojado por los
Padres de la Observancia en una oscura cárcel, y allí privado
de celebrar la Santa Misa durante largos meses, y tuvo
además que sufrir rigurosísima abstinencia y las más duras
disciplinas y reprensiones. Por idéntico motivo, y a causa de
los caminos por los que Dios la llevaba, hubo de sufrir Santa
Teresa durísimas vejaciones, de las que se percibe el eco en
su Vida. Su confesor, el P. Baltasar Álvarez, sufrió también una
especie de persecución motivada por su oración sobrenatural.
Otros muchísimos podríamos citar, pero terminaremos por San
Alfonso, que fue perseguido durante largos años: como
teólogo por los rigoristas, como fundador de los Redentoristas
por los regalistas, y finalmente por sus hijos, como ya dejamos
dicho. Baronio cuenta cómo el Papa San León IX cedió a las
prevenciones contra San Pedro Damiano: «Yo lo digo -añade
este sabio Cardenal-, para consolar a las víctimas de estas
malas lenguas, para hacer más prudentes a los demasiado
crédulos y enseñarles a no prestar fácilmente oídos a las
calumnias.»


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Message  Javier Mar 19 Mar 2019, 10:41 am

Estas persecuciones hallan su aparente explicación en la
diversidad de espíritus: «¿Qué acuerdo puede haber entre
Jesucristo y Belial?»
Los malos no pueden soportar la virtud
por modesta y reservada que sea, porque los condena, los
molesta y los quiere convertir. Las personas buenas, hasta
que no han mortificado bastante sus pasiones (si éstas son
numerosas), déjanse cegar y arrastrar cualquier día con
menoscabo de la paz y de la caridad. Ejemplo de ello tenemos
en el P. Francisco de Paula, encarnizado perseguidor de San
Alfonso, que lejos de ser mal religioso, hasta gozaba de
reputación muy recomendable. Mucho se hubiera extrañado si
se le hubiese predicho que, andando el tiempo, trabajaría con
celo digno de mejor causa en perder a su ilustre y santo
Fundador, mediante informes tendenciosos, envenenados y
llenos de calumnias; hízolo, sin embargo, porque no había
combatido suficientemente su desmesurada ambición, que ni
siquiera había echado de ver hasta entonces. Los más santos
pueden hacerse sufrir mutuamente, ya porque se engañan, o
porque no entienden su deber de la misma manera, existiendo
como existe entre los hombres diversidad de miras y
caracteres.

Mas para penetrar a fondo el misterio de estas pruebas es
preciso remontarse hasta Nuestro Señor y penetrar en los
consejos de la Providencia. Jesús nos advierte que ha venido
a traer la espada y no la paz, y que los enemigos del hombre
serán los de su casa; que ha sido perseguido y hasta se ha
llegado a llamarle Belcebú, y que no es el discípulo más que
su Maestro; se nos odiará, se nos perseguirá de ciudad en
ciudad, se nos entregará y llegará tiempo en que los mismos
que nos den la muerte crean hacer un servicio a Dios. El
Apóstol, a su vez, se hace eco de su Maestro: «Todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo padecerán persecución»
;
pero termina diciendo el Señor, «bienaventurados los que
padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino
de los cielos. Cuando os maldijeren y persiguieren y se
hubieren dicho contra vos todos los males imaginables sin
razón y por mi causa, regocijaos, alegraos porque vuestra
recompensa es grande en el Reino de los cielos y tened
presentes a los Profetas, que antes que vosotros fueron
también perseguidos».
Y ¿qué fin se propone la Providencia
con estas pruebas purificadoras? Quiere señalar todas sus
obras con el sello de la cruz, despojarnos de la estima y afecto
propio, formarnos en la paciencia, en el perfecto abandono, en
la caridad sólo por amor de Dios, consumar la santidad de sus
mejores amigos.


Jesús humilde, despreciado, víctima de la iniquidad, pero
manso y humilde de corazón en medio de los ultrajes, amante
y abnegado hasta la total efusión de su sangre a pesar de
todas las injusticias y perfidias, es el Maestro que nos muestra
el camino, el Modelo al que el Espíritu Santo ha encargado la
misión de hacernos semejantes. La Providencia emplea a los
buenos y a los malos como instrumento para reproducir en
nosotros a Jesús ultrajado, vilipendiado, tratado indignamente;
pero al propio tiempo el Espíritu Santo nos ofrece la gracia,
obra en nosotros para hacernos imitar fielmente a Jesús
manso y humilde de corazón, a Jesús lleno de dulzura y de
heroica caridad. Caminar con paso resuelto por las huellas de
Jesús perseguido, es entrar en las vías de la santidad.
Murmurar, quejarse y andar con repugnancia, es arrastrarse
penosamente en la mediocridad.
San Alfonso, por su parte,
dice: «Persuadámonos que en recompensa de nuestra
paciencia en sufrir de buen grado las persecuciones, tendrá
Dios cuidado de nosotros, pues es Dueño de levantarnos
cuando quisiere. Mas aunque fuera preciso vivir en lo
sucesivo, bajo el peso del deshonor, existe la otra vida, en la
que por nuestra paciencia seremos colmados de honores
tanto más sublimes.»


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Message  Javier Ven 22 Mar 2019, 8:37 am

Olvidemos, pues, a los hombres y todas las faltas que
creemos tienen, y desechemos de nuestro corazón la
amargura y el resentimiento.
Fijos constantemente los ojos en
el eterno perseguido, en Jesús nuestro modelo y en el Amado
de nuestras almas, adoremos como El todos los designios de
su Padre, que es también el nuestro. Abracemos con amor las
pruebas que El nos envía y los efectos de ellas ya
consumados e irreparables, esforzándonos por sacar de ellos
el mejor partido posible, entrando plenamente en las
disposiciones de nuestro dulce Jesús y obrando en todo como
El lo haría en nuestro caso.
Esto no nos impide, en cuanto al
porvenir, hacer lo que depende de nosotros para precaver los
peligros, para evitar las consecuencias si fuere del agrado de
Dios, siempre que la gloria divina, el bien de las almas, u otras
justas razones lo exijan o lo permitan.


El beato Enrique Susón recorrió durante largo tiempo este
doloroso camino, y ved las enseñanzas que recibió del cielo.
Díjole una voz interior: «Abre la ventana de tu celda, mira y
aprende.»
La abrió, y fijando la vista, vio a un perro que corría
por el claustro, llevando en su boca un trozo de alfombra con
la que se divertía, ya lanzándola al aire, ya arrastrándola por el
suelo, destrozándola y haciéndola pedazos. Una voz interior
dijo al beato: «así serás tú tratado y despedazado por boca de
tus hermanos».
Entonces hízose esta reflexión: «Puesto que
no puede ser de otra manera, resígnate; mira cómo esta
alfombra se deja maltratar sin quejarse, haz tú lo mismo.»

Bajó, cogió la alfombra y la conservó durante largos años
como preciado tesoro. Cuando tenía una tentación de
impaciencia, la cogía en sus manos, a fin de reconocerse en
ella y de adquirir la valentía de callarse. Cuando desviaba el
rostro despreciando a los que le perseguían, era por ello
castigado interiormente y una voz decíale en el fondo de su
corazón: «Acuérdate que Yo, tu Señor, no aparté mi rostro a
los que me escupían.»
Entonces experimentaba un verdadero
arrepentimiento y entraba de nuevo en sí mismo... Decíale aún
la voz interior: «Dios quiere que cuando seas maltratado con
palabras y hechos soportes todo con paciencia, quiere que
mueras del todo a ti mismo, que no tomes tu diario alimento
antes de haberte dirigido a tus adversarios y de haber
sosegado, en cuanto te fuere posible, la ira de su corazón por
medio de palabras y modales caritativos, dulces y humildes...
No has de suponer que ellos sean otros Judas en el verdadero
sentido de la palabra, sino los cooperadores de Dios que debe
probarte para bien tuyo.»


San Alfonso, condenado por el Papa a causa de injustas
acusaciones y separado definitivamente de la Congregación
que había fundado, no se quejó y no recriminó a nadie, tan
sólo dijo con heroica sumisión: «Seis meses ha que hago esta
oración: Señor, lo que Vos queréis lo quiero yo también.»
Y
aceptó con el alma toda destrozada, aunque con resignación,
vivir proscrito hasta la muerte, puesto que tal era la voluntad
de Dios. Lejos de conservar animosidad contra su
perseguidor, escribíale: «Me entero con alegría de que el Papa
os prodiga sus favores. Tenedme al corriente de todo lo bueno
que os acontezca, para que pueda dar gracias a Dios. Le pido
aumente en vos su amor, que multiplique vuestras casas, y
que os bendiga a vos y a vuestras misiones.»
En esta prueba,
como en todas las circunstancias difíciles, había comenzado
por hacer que orase su Congregación y por recomendar a
cada uno se renovase en el fervor, a fin de tener a Dios de su
parte; después había tomado cuantas medidas podía
aconsejar la prudencia, pero sometiéndose de antemano al
divino beneplácito.

En lo más crudo de la persecución, San Juan de la Cruz
recibía los oprobios con alegría, porque creíase merecedor de
peores tratamientos. Parecíale que no se le injuriaba bastante
y suspiraba por el momento en que tendría que sufrir
sangrientas disciplinas, a fin de poder sufrir por Dios esta
afrenta y dolor. Creía tener tantos defectos, ser culpable de
tantos pecados, que no se indignaba por las reprensiones y
ultrajes, pues para él no eran injustos ni crueles. Por más que
sus penas interiores fuesen aún mayores en esta época, se
consolaba en sus continuas comunicaciones con Dios, y
componiendo ese admirable cántico que explicó más tarde.


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Message  Javier Sam 23 Mar 2019, 2:14 pm

6. DEL ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES

Consideremos aquí la vida espiritual en su parte esencial:
1º Su fin esencial, que es la vida de la gloria. 2º Su esencia
aquí abajo, que es la vida de la gracia. 3º Su ejercicio esencial
en este mundo, es decir, la práctica de sus virtudes y la huida
del pecado. 4º Sus medios esenciales, que son la observancia
de los preceptos, de nuestros votos y de nuestras Reglas, etc.
Todas estas cosas son necesarias a los adultos, religiosos o
seglares, cualquiera que sea la condición en que Dios los
ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas el objeto
propio de la voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del
dominio de la obediencia y no del abandono. El abandono, sin
embargo, hallará ocasiones de ejercitarse aun en estas cosas.

Artículo 1º.- La vida de la gloria

«Dios nos ha significado de tantos modos y por tantos
medios su voluntad de que todos fuésemos salvos, que nadie
puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven, no deja, sin
embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que
obra en nosotros según la condición de su naturaleza y de la
nuestra; porque la bondad de Dios le lleva a comunicamos
liberalmente los auxilios de su gracia, pero nos deja la libertad
de valernos de estos medios y salvarnos, o de despreciarlos y
perdernos. Debemos, pues, querer nuestra salud como Dios la
quiere, para lo cual hemos de abrazar y querer las gracias que
Dios a tal fin nos dispensa, porque es necesario que nuestra
voluntad corresponda a la suya.»
Así se expresa San
Francisco de Sales, al que nos complacemos en citar, para
vindicar su doctrina del abuso que de ella han hecho los
quietistas. De este pasaje toma pie Bossuet para establecer
con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como está la
salvación en primer término en la voluntad de Dios significada,
el piadoso Doctor de Ginebra no la hacía materia del
abandono y que, «si él extiende la santa indiferencia a todas
las cosas»
, ha de entenderse con esto los acontecimientos
que caen bajo el beneplácito divino. Además, sería impiedad
contra Dios y crueldad para nosotros mismos hacernos
indiferentes para la salvación o la condenación.

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Message  Javier Lun 25 Mar 2019, 11:12 am

Esta monstruosa indiferencia era con todo muy querida de
los quietistas, y condenaban el deseo del cielo y despreciaban
la esperanza: unos, porque este deseo es un acto; otros,
porque la perfección exige que se obre únicamente por puro
amor, y el puro amor excluye el temor, la esperanza y todo
interés propio. Tantos errores hay en esta doctrina como
palabras contiene. Para dejar obrar a Dios y tornarse dócil a la
gracia, es preciso suprimir lo que hubiera de defectuoso en
nuestra actividad, mas no la actividad misma, ya que ella es
necesaria para corresponder a la gracia: A Dios rogando y con
el mazo dando, reza el refrán. El motivo del amor es el más
perfecto, pero los demás motivos sobrenaturales son buenos y
Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas. La
caridad anima las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no
las suprime; y como reina que es, no va nunca sin todo su
cortejo, ocupando ella el primer puesto y siguiéndola la
esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de excluirse,
viven en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del amor
tender a la unión? Y así, cuanto más se enciende el amor, más
intenso es el deseo de la unión, se piensa en el Amado,
deséase su presencia, su amistad, su intimidad y no
acertamos a separarnos de él.
Cuando un alma fervorosa
consiente de grado en no ir al cielo sino algún tanto más tarde,
es por el sólo deseo de agradar a Dios abrazando su santa
voluntad y de verle mejor, de poseerle más perfectamente
durante toda la eternidad. En definitiva, ¿no es la salvación el
amor puro, siempre actual, invariable y perfecto, mientras que
la condenación es su extinción total y definitiva?


Es verdad que Moisés pide ser borrado del libro de la vida,
si Dios no perdona a su pueblo; San Pablo desea ser anatema
por sus hermanos; San Francisco de Sales asegura que un
alma heroicamente indiferente «preferiría el infierno con la
voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y si,
suponiendo lo imposible, supiera que su condenación seria
más agradable a Dios que su salvación, correría a su
condenación».
En estos supuestos imposibles, los santos
muestran la grandeza, la vehemencia, los transportes de su
caridad, que están, sin embargo, a infinita distancia de una
cruel indiferencia de poseer a Dios o perderlo, de amarle u
odiarle eternamente. Tan sólo quieren decir que sufrirían con
gusto, si el cumplimiento de la voluntad divina lo precisara,
todos los males del mundo y hasta los tormentos del infierno,
pero no el pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a
Dios, y cuán deseosos se hallan de agradarle haciendo todo lo
que El quiere, y glorificarle convirtiéndole almas. Santa Teresa
del Niño Jesús era el eco fiel de estos sentimientos cuando,
«no sabiendo cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería
ver por todas partes servido y glorificado, exclamaba que
gustosa consentiría en verse sepultada en los abismos del
infierno, porque El fuese amado eternamente. Esto no podía
glorificarle, ya que no desea sino nuestra felicidad; pero
cuando se ama, se experimenta la necesidad de decir mil
locuras».
Tales protestas son muy verdaderas en San Pablo,
en Moisés y otros grandes santos; en las almas menos
perfectas corren el riesgo de ser una presuntuosa ilusión, un
vano alimento de su amor propio.

En resumen, es necesario querer positivamente lo que
Dios manda; y como nada desea tan ardientemente como
nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra salvación
de un modo absoluto y por encima de todo.
Aquí no cabe el
abandono sino en cuanto al tiempo más cercano o más lejano,
como hemos dicho tratando de la vida o de la muerte, y
también en cuanto a los grados de gracia y gloria que ahora
vamos a explicar.

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Message  Javier Mer 27 Mar 2019, 12:30 pm

Artículo 2º.- La vida de la gracia

La vida de la gracia es el germen cuya expansión es la vida
de la gloria. La una pasa luchando en la prueba, la otra triunfa
en la felicidad; mas en realidad, es una sola y misma vida
sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se
consuma en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la
condición indispensable de la vida de la gloria, y es la que
determina su medida.
En consecuencia, hemos de desear
tanto la una como la otra. Dios quiere ante todo que aspiremos
a ellas como a fin supremo de la existencia, ya que trabaja
exclusivamente por hacérnoslas alcanzar, y el demonio por
hacérnoslas perder.
Las almas que plenamente han entendido
la importancia de su destino, no tienen otro objetivo en medio
de los trabajos y vicisitudes de esta vida, que conservar la vida
de la gracia tan preciosa y tan disputada, y de llevarla a su
perfecto desenvolvimiento.
Tocante, pues, a la esencia de esta
vida, no hay lugar al santo abandono, por ser la voluntad
claramente significada que las almas «tengan la vida y que la
tengan en abundancia».


Pero el abandono hallará su puesto en lo que concierne al
grado de la gracia, y por ende al grado de las virtudes y al
grado de la gloria eterna; pues, según el Concilio de Trento,
«recibimos la justicia en nosotros en la medida que place al
Espíritu Santo otorgárnosla, y en la proporción que cada uno
coopera a ella».
La gracia, las virtudes y la gloria dependen,
por tanto, de Dios que da como El quiere, y del hombre en
cuanto que se prepara y corresponde.


Puesto que todo esto depende de la generosidad
individual, es preciso orar, orar más, orar mejor, corresponder
a la acción divina con ánimo y perseverancia, no omitir
esfuerzo alguno para no quedar por debajo del grado de virtud
y de gloria que la Providencia nos ha destinado.
¿Cuál es la
causa de que no seamos más santos? ¿Quién tiene la culpa
de que tan sólo vegetemos como plantas marchitas, en lugar
de tener sobreabundancia de vida espiritual? La gracia afluye
a las almas generosas, se nos prodiga en el claustro, y más
aún se nos prodigaría y frutos más copiosos produciría si
supiéramos obtenerla mejor por la oración y no contrariarla
por nuestras infidelidades. No, no es la gracia la que nos falta,
nosotros somos los que faltamos a la gracia. No acusemos a
Dios de paliar nuestra negligencia, pues tenemos muy
merecida esta reflexión de San Francisco de Sales
: «Jesús, el
Amado de nuestras almas, viene a nosotros y halla nuestros
corazones llenos de deseos, de afectos y de pequeños gustos.
No es esto lo que El busca, sino que querría hallarlos vacíos
para hacerse dueño y guía suyo. Verdad es que nos hemos
apartado del pecado mortal y de todo afecto pecaminoso, pero
los pliegues de nuestro corazón están llenos de mil bagatelas
que le atan las manos, y le impiden distribuimos las gracias
que nos quiere otorgar. Hagamos, pues, lo que de nosotros
depende, y abandonémonos a la divina Providencia.»


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Message  Javier Lun 01 Avr 2019, 10:09 am

A pesar de todo, Dios permanece dueño de sus dones, y a
nadie niega las gracias necesarias para alcanzar el fin que se
ha dignado asignarnos. Pero a unos concede más, a otros
menos, y con mucha frecuencia su mano abre con
sobreabundancia y profusión cuando El quiere y como a El le
place. Por eso Nuestro Señor, «con corazón verdaderamente
filial, previniendo a su Madre con las bendiciones de su
dulzura la ha preservado de todo pecado»
, y de tal suerte la
ha santificado, que Ella es su «única paloma, su toda perfecta
sin igual».
Con certeza se afirma de San Juan Bautista y con
probabilidad de Jeremías y de San José, que la divina
Providencia veló por ellos desde el seno de su madre y los
estableció en la perpetuidad de su amor. Los Apóstoles
elegidos para ser las columnas de la Iglesia fueron
confirmados en gracia el día de Pentecostés. Entre la multitud
de los santos no hay quizá dos que sean iguales, pues la
Liturgia nos hace decir en la fiesta de cada Confesor Pontífice:
«No se halló otro semejante a él.» La misma diversidad reina
entre los fieles, y ¿quién no ve que entre los cristianos los
medios de salvación son más numerosos y eficaces que entre
los infieles, y que entre los mismos cristianos hay pueblos y
ciudades donde los ministros de la Religión son de mayor
capacidad y el ambiente más ventajoso? La gracia riega el
claustro más que el mundo, y con frecuencia un monasterio
mucho más que otro. Pero es preciso guardarse bien de
inquirir jamás por qué la Suprema Sabiduría ha concedido tal
gracia a uno con preferencia a otro, ni por qué.

Ella hace abundar sus favores más en una parte que en
otra. «No, Teótimo, nunca tengas esta curiosidad, porque
contando todos con lo suficiente y hasta con lo abundante
para la salvación, ¿qué razón puede nadie tener para
lamentarse, si a Dios place distribuir sus gracias con mayor
abundancia a unos que a otros...? Es, pues, una impertinencia
el empeñarse en inquirir por qué San Pablo no ha tenido la
gracia de San Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué
San Antonio no ha sido San Atanasio, ni San Atanasio San
Jerónimo. La Iglesia es un jardín matizado de infinidad de
flores; y así, conviene que las haya de diversa extensión, de
variados colores, de distintos olores y, en suma, de diferentes
perfecciones. Cada cual tiene su valor, su gracia y su esmalte,
y todas en conjunto forman una agradabilísima perfección de
hermosura. Además, no creamos jamás hallar una razón más
plausible de la voluntad de Dios que su misma voluntad, la
que es sobradamente razonable y aun la razón de todas las
razones, la regla de toda bondad, la ley de toda equidad.
»


En consecuencia, un alma que practica bien el santo
abandono, deja a Dios la determinación del grado de santidad
que ha de alcanzar en la tierra, de las gracias extraordinarias
de que esta santidad pueda estar acompañada aquí abajo y
de la gloria con que ha de ser coronada en el cielo.
Si Nuestro
Señor eleva en poco tiempo a alguno de sus amigos a la más
alta perfección, si les prodiga señalados favores, luces
sorprendentes, sentimientos elevadísimos de devoción, no por
esto siente celos, sino que, muy al contrario, se regocija de
todo esto por Dios y por las almas. En lugar de dar cabida a la
tristeza malsana o a los deseos vanos, mantiénese firme en el
abandono; y con esto, el grado de gloria a que aspira es
precisamente el que Dios le ha destinado.
Mas hace cuanto de
sí depende con ánimo y perseverancia, a fin de no quedarse
en plano inferior a ese grado de santidad, que es el objeto de
todos sus deseos.


CONTINUARÁ...
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EL SANTO ABANDONO (Dom Vital Lehodey) - Page 5 Empty Re: EL SANTO ABANDONO (Dom Vital Lehodey)

Message  Javier Sam 06 Avr 2019, 5:00 am

Artículo 3º.- La práctica de las virtudes

Dios no deifica la sustancia de nuestra alma por la gracia
santificante, y nuestras facultades por las virtudes infusas y los
dones del Espíritu Santo, sino para hacernos producir actos
sobrenaturales, como se planta un árbol frutal para que nos dé
frutos.
Si nuestro Señor nos ha dado el precepto y el ejemplo,
si nos intima sus amenazas y sus promesas, si nos prodiga
sus gracias exteriores e interiores, es tan sólo para hacernos
practicar la virtud, que huyamos del pecado y consigamos la
vida eterna.
Porque la práctica de las virtudes es el único
camino de salvación y de perfección para los adultos
, es
también el fin próximo de la vida espiritual, es un ejercicio
esencial, que unas veces es obligatorio y otras voluntario, es,
en fin, la tarea que Dios asigna a nuestra actividad y ha de ser
también el trabajo de toda la vida, pues las virtudes son
numerosas, complejas e indefinidamente perfectibles.


Como la práctica de las virtudes pertenece, dice Bossuet,
«a la voluntad significada, es decir, al expreso mandamiento
de Dios, no hay en ella abandono ni indiferencia que practicar,
y sería impiedad abandonarse a no adquirir virtudes o estar
indiferente para tenerlas».
Y San Francisco de Sales se
expresa en idénticos términos: «Dios nos ha ordenado -dice- hacer
cuanto podamos por adquirir las virtudes; así es que no
olvidemos nada a fin de salir bien en esta santa empresa»
; y
añade en otra parte que podemos desearlas y pedirlas, y
hasta es más, lo debemos hacer de un modo absoluto y sin
condición alguna.


Puesto que la práctica de las virtudes pertenece a la
voluntad de Dios significada, debemos consagramos a ellas
según los principios de la ascética cristiana, con la gracia
desde luego, mas por propia determinación y sin esperar a
que Dios, mediante las disposiciones de su Providencia, nos
coloque en condiciones de hacerlo y nos declare de nuevo su
voluntad, puesto que nos es ya suficientemente conocida, y
esto basta.
Labor nuestra es suscitar las ocasiones y utilizar
las que nos ofrecen nuestras santas Reglas y los
acontecimientos, pudiendo, además, multiplicar los actos de
virtud sin ocasiones exteriores. No hay, pues, lugar al
abandono en cuanto a la esencia de esta práctica, pero tendrá
lugar en muchas cosas, como el grado, la manera y ciertos
medios.

CONTINUARÁ...

EL SANTO ABANDONO (Dom Vital Lehodey) - Page 5 Abrazo10
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