VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Message  Javier Dim 13 Jan 2019, 9:16 am

Desde el punto de vista administrativo, cada convento debería estar gobernado por un prior conventual; cada provincia, compuesta por cierto número de conventos, por un prior provincial; la Orden entera, por un jefe único que, más tarde recibió el nombre de Maestro General. La autoridad, descendiendo desde lo más elevado y unida al trono del mismo sumo Pontífice, debía fortalecer todos los grados de esta jerarquía, mientras la elección, remontándose desde abajo hasta la cumbre, mantendría entre la obediencia y el mando el espíritu de fraternidad. De esta manera brillaría sobre la frente de todo depositario del poder un doble signo: la elección de sus hermanos y la confirmación del poder superior. La elección del prior pertenecería a su convento; la del provincial, a la provincia, representada por los priores y un diputado de cada convento; y a la Orden entera, representada por los provinciales y dos diputados de cada provincia, correspondía la del Maestro General, y, por una progresión contraria, el Maestro General confirmaría al prior de la provincia, y este último al prior del convento. Todas las funciones eran temporales, excepto la suprema, a fin de que la Providencia y estabilidad se uniese a la emulación del cambio. A intervalos cortos se celebrarían capítulos generales, con objeto de equilibrar el poder del Maestro General; y los capítulos provinciales, el correspondiente al prior provincial; al prior conventual se le proporcionaba un consejo para que le ayudase en el desempeño de los deberes más importantes de su cargo. La experiencia ha probado la sabiduría de este modo de gobernar. Por este medio la Orden de Frailes Predicadores ha cumplido libremente sus destinos, preservada de la licencia lo mismo que de la opresión. El respeto sincero a la autoridad se alía con la franqueza y la naturalidad, que releva desde el primer momento al cristiano libertado del temor por medio del amor. La mayor parte de las Órdenes religiosas han sufrido reformas que las han dividido en distintas ramas: la de Predicadores indivisa por las vicisitudes de seis siglos de existencia. Ha visto crecer sus ramas vigorosas en todo el universo, sin que una sola se haya separado nunca del tronco que la ha nutrido.

Quedaba la cuestión de saber la manera cómo la Orden proveería a su subsistencia. Domingo, desde el primer día de su apostolado, había dejado esta cuestión al cuidado de la bondad de Dios. Había vivido de limosnas cotidianas y revertido sobre el monasterio de Prouille todas las liberalidades que superaban los límites de sus necesidades del momento. Al fin, después de haber visto crecer a su familia espiritual, fue cuando aceptó de Foulques la sexta parte de los diezmos de la diócesis de Tolosa, y del conde de Montfort la tierra de Cassanel. Pero todos sus recuerdos y todo su corazón estaban del lado de la pobreza. Veía demasiado bien las llagas que la opulencia había causado a la Iglesia para desear a su Orden otra riqueza que no fuera la de la virtud. Sin embargo, la Asamblea de Prouille confío al porvenir el definitivo establecimiento de la mendicidad. Domingo temía, sin duda, algún obstáculo por parte de Roma ante pensamiento tan atrevido, y prefirió reservar su ejecución a época que no fuese tan crítica.

Tales fueron las leyes fundamentales consagradas por los patriarcas del instituto dominicano. Comparándolas con las de los canónigos regulares Premonstratenses, se veía, a pesar de la diversidad de su objeto, semejanzas que atestiguaban que Domingo había estudiado cuidadosamente la obra de san Norberto. Es probable el Cabildo de Osma tuviera esta ocasión, y que la reforma premonstratense sirviera de modelo a la reforma de aquel cabildo.

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Message  Javier Mar 15 Jan 2019, 2:35 pm

Entretanto, Foulques, cuya mano no se cansaba de abrirse en favor de los deseos de Domingo, le dio tres iglesias de una sola vez: una en Tolosa, bajo la invocación de san Román, mártir; otra en Pamiers; y la tercera situada entre Soreze y Puy-Laurens, conocida por el nombre de Nuestra Señora de Lescure. Cada una de estas Iglesias estaba destinada a recibir un convento de religiosos Predicadores; la última de ellas no llegó a poseerlo, y la de Pamiers lo tuvo muy tarde, en 1269. Convenía, como ya hemos dicho, que la grande y herética Tolosa viese fundar dentro de sus muros el primer convento dominico de la línea masculina. Aunque los padres estuvieron reunidos desde el año precedente en una misma casa, esta casa no tenía nada de monasterio, propiamente dicho, conocer la vida que en ella se observaba, y era preciso poner de acuerdo la vida y la habitación. Adosado a la iglesia de San Román se elevó rápidamente un claustro modesto. Un claustro es un patio rodeado de un pórtico. En medio del patio, de acuerdo con las antiguas tradiciones, debía haber un pozo, símbolo de aquella agua viva de la Escritura que “resurge a la vida eterna”. Bajo las losas del pórtico se abrirían las sepulturas; a lo largo de los muros se grabarían inscripciones funerarias; en el arco formado por el nacimiento de las bóvedas se pintarían los actos de los santos de la Orden o del monasterio. Este lugar era sagrado; los mismos religiosos no pasarían por él sino en silencio, teniendo en la mente el pensamiento de la muerte y la memoria de sus antepasados. La sacristía, el refectorio, las grandes salas comunes rodeaban esta grave galería, que comunicaba también con la iglesia por medio de dos puertas: una que daba acceso al coro; la otra, a las naves. Una escalera conducía a los pisos superiores, construidos encima del pórtico, siguiendo el mismo plan. Cuatro ventanas, abiertas en los cuatro lados de los corredores, procuraban abundante luz; cuatro lámparas proyectaban sus rayos durante la noche. A lo largo de estos corredores, altos y anchos, cuyo único lujo debe ser la limpieza, la vista extasiada descubría a derecha e izquierda una hilera simétrica de puertas exactamente iguales. En el espacio que la separaba pendían antiguos cuadros, mapas geográficos, planos de ciudades y viejos castillos, el catálogo de los monasterios de la Orden, mil recuerdos sencillos del Cielo y de la tierra.

Al tañido de una campana todas aquellas puertas se abrían con una especie de suavidad y de respeto. Viejos encanecidos y serenos, hombres de precoz madurez, adolescentes en los que la penitencia y la juventud formaban un matiz de belleza desconocida para el mundo de todas las épocas de la vida, aparecían llevando el mismo hábito. La celda de los cenobitas era pobre, bastante grande para contener un jergón de paja o crin, una mesa y dos sillas; un crucifijo y algunas imágenes piadosas era lo que les servía de adorno. De este sepulcro, que habitaba durante sus años mortales, pasaba el religioso a la tumba que precede a la inmortalidad. En aquel lugar no se encontraba separado de sus hermanos, tanto vivos como muertos. Se le enterraba, envuelto en sus hábitos, bajo las losas del coro; sus cenizas se mezclaban con las cenizas de sus antepasados, mientras las alabanzas del Señor, cantadas por sus contemporáneos y descendientes del claustro, conmovían aún lo que quedarse sensible en sus restos. ¡Oh amables y santas casas! Sobre la tierra, se han erigido sublimes sepulturas, se han hecho para Dios moradas casi divinas; pero el arte y el corazón del hombre no han ido nunca más lejos que en la creación del monasterio.

El de San Román era habitable a fines del mes de agosto del año 1216. Era de humilde estructura. Las celdas medían seis pies de anchura y un poco menos de longitud; sus tabiques no tenían ni la altura de un hombre, para que los religiosos, aunque dedicados a sus oficios con libertad, estuviesen siempre semipresentes unos a otros. Todos los muebles eran modestos. La Orden conservó este convento hasta 1232. En esta época los dominicos de Tolosa se trasladaron a una casa y una iglesia más espaciosas, de las que los despojó la revolución francesa y cuyos magníficos rostros sirven hoy de cuartel y almacenes.

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Message  Javier Ven 18 Jan 2019, 2:12 pm

CAPÍTULO IX -Tercer viaje de santo Domingo a Roma - Confirmación de la Orden por Honorio III - Enseñanza de santo Domingo en el palacio del Papa

Mientras se edificaba rápidamente a la vista de Domingo el convento de San Román, una noticia imprevista vino a entristecer el corazón del santo patriarca. Inocencio III había muerto en Perugia el 16 de julio; y dos días después, el cardenal Conti, de la antigua raza de los Sabelli, había ascendido, tras una elección precipitada, al solio pontificio, tomando el nombre de Honorio III. Aquella pérdida privaba los asuntos dominicanos de un protector seguro, exponiéndoles a todos a los cambios inherentes a una nueva corte. Inocencio III pertenecía aquella escasa familia de hombres que la Providencia había concedido a Domingo para que pudieran apreciar y ayudar su obra; era de la sangre de Azevedo, Foulques y Montfort, generosa constelación cuyos astros se apagaron uno tras otro. Azevedo fue el primero en desaparecer, llevando consigo el tejido desecho de sus heroicos deseos; Y ahora que Domingo había laboriosamente reunido a sus hijos bajo los auspicios de Inocencio III, este gran Papa se eclipsaba a su vez, sin haber consumado su obra, cuyo sello final se había propuesto aplicar. Pero esta prueba fue de corta duración. Domingo cruzó los Alpes por tercera vez, y pronto obtuvo del nuevo Pontífice, a pesar de los obstáculos de la nueva administración, el premio debido a sus largos trabajos. El 22 de diciembre del año 1216, su Orden fue solemnemente confirmada por dos bulas, cuyo texto glorioso es el siguiente:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a sus queridos hijos Domingo, prior de San Román, de Tolosa, y sus religiosos presentes y futuros que hicieren profesión de vida regular, salud y bendición apostólica. Conviene colocar bajo la salvaguardia apostólica a los que abracen la vida religiosa, por temor a que los ataques temerarios no les desvíen de su designio o deshagan, Dios no lo quiera, la fuerza sagrada de la religión. Por esto, queridos hermanos en el Señor, accedemos sin trabajo a vuestras justas aspiraciones, y por el presente privilegio recibimos bajo la protección del bienaventurado apóstol Pedro y la nuestra, a la iglesia de San Román, de Tolosa, en la cual os habéis consagrado al servicio divino. Nos estatuimos, en primer lugar, que la Orden canónica establecida en dicha iglesia, de acuerdo con Dios y la regla de san Agustín, se observe perpetua e inviolablemente, y, además, que los bienes justamente adquiridos por esta iglesia, o que pudieren serle concedidos por concesiones de Pontífices, largueza de reyes y príncipes, donaciones de fieles y de cualquiera manera que fuere, con tal que fuere legítima, continúen firmes e intactos en vuestras manos y las de vuestros sucesores. Hemos creído también útil designar determinadamente las posesiones siguientes, a saber: el lugar mismo en donde está situada la iglesia de San Román, con todas sus dependencias; la iglesia de Prouille, con todas sus dependencias: la Iglesia de Nuestra Señora de Lescure, con todas sus dependencias; el hospital de Tolosa llamado Arnaud-Bérard, con todas sus dependencias, y los diezmos que nuestro venerable hermano Foulques, obispo de Tolosa, con su piadosa y previsora liberalidad, os ha pedido con el consentimiento de su Cabildo, como puede verse por sus actas. Que nadie presuma poder exigiros los diezmos, ya se trate de los campos que cultiváis con vuestras propias manos o a vuestras expensas, ya del producto de vuestros ganados. Os permitimos recibáis y retengáis entre vosotros, sin temor a contradicciones, a los clérigos y laicos deseosos de abandonar la vida secular, con tal de que no estén ligados a ella por otros compromisos. Prohibimos a vuestros religiosos, después que hayan profesado, pasen a contraer otros lazos sin la licencia de su prior, a no ser para abrazar una religión más austera, y, quienquiera que fuere, admitir estos tránsfugas sin vuestro consentimiento. Os ocuparéis del servicio de las iglesias parroquiales que os pertenecen, eligiendo y presentando al obispo diocesano sacerdotes dignos de obtener de su mano el gobierno de las almas, y los cuales serán responsables ante él de las cosas temporales. Prohibimos se imponga a vuestra iglesia nuevas e inusitadas cargas, ni que se castigue, tanto a ella como a vosotros, con sentencias de excomunión y censura, a no ser debido a causa manifiesta y razonable. Si se fulminase una censura general, podréis celebrar el divino oficio en voz baja, sin campanas y a puerta cerrada, después de haber hecho salir a los excomulgados y censurados. En cuanto al crisma, los santos óleos, la consagración de los altares o basílicas, la ordenación de vuestros sacerdotes, los recibiréis del obispo diocesano, sí fuere católico, en la gracia y comunión de la Santa Sede, y que consienta concedéroslo sin condiciones injustas; en caso contrario, os dirigiréis a un obispo católico, al que os plazca elegir, con tal que esté en gracia y comunión con la Santa Sede, y satisfará vuestras demandas en virtud de nuestra autoridad. Os concedemos la libertad de sepultura en vuestra iglesia, ordenando que nadie se oponga a la devolución y última voluntad de aquellos que quieran ser enterrados en ella, a menos que no hayan sido censurados o excomulgados y salvo el derecho de las iglesias a que pertenezca el hacerse cargo de los cuerpos de los cuerpos de los difuntos. A vuestra muerte y a la de vuestros sucesores que ocupen el cargo de prior del mismo lugar, nadie pretenderá el gobierno aprovechando astucia o violencia, sino solamente aquel que haya sido elegido con el consentimiento de todos o de la mayor y mejor parte de los frailes, de acuerdo con Dios y la regla de san Agustín. También ratificamos las libertades, inmunidades y costumbres razonables antiguamente introducidas en vuestra iglesia y conservadas hasta el día de hoy, y queremos que sean siempre inviolables. Que nadie, pues, entre los hombres ose molestar a esta iglesia, quitarle y retener sus bienes, disminuirlos o sujetarles a vejámenes, sino que queden intactos para el empleo y sostenimiento de aquellos a quienes han sido concedidos, salvo la autoridad apostólica y la jurisdicción canónica del obispo diocesano. Si alguna persona, eclesiástica o secular, conociendo esta constitución que acabamos de escribir, no teme quebrantarla, y, después de advertida por segunda y tercera vez, rehusase satisfacerla, quedará privada de todo poder y honor, y debe tener entendido que se ha hecho culpable de iniquidad ante el juicio divino; Entonces será separada de la comunión del cuerpo y de la sangre de nuestro Dios, Señor y Redentor Jesucristo, y en el juicio final sufrirá una severa pena. Aquellos que, por el contrario, conserven a este lugar sus derechos, la paz de Nuestro Señor Jesucristo sea con ellos, reciban en este mundo el fruto de una buena acción y del juez soberano una recompensa eterna. Así sea”. (“Bulario de la Orden de Predicadores”, página 2.)

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Message  Javier Sam 19 Jan 2019, 4:39 am

La segunda bula, documento tan corto como profético, está concebida en los siguientes términos:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a su querido hijo Domingo, prior de la iglesia de San Román de Tolosa, y a vuestros religiosos qué han hecho y hagan profesión de vida regular, salud y bendición apostólica. Nos, considerando que los frailes de vuestra Orden serán los campeones de la fe y verdaderas lumbreras del mundo, confirmamos vuestra Orden, con todas sus tierras y posesiones presentes y futuras, y tomamos bajo nuestro gobierno y protección la Orden misma, con todos tus bienes y todos sus derechos”. (“Bulario de la Orden de Predicadores”, pág. 4.)

Estas dos bulas fueron dadas el mismo día en Santa Sabina. La primera, además de la firma de Honorio, está revestida con la de diez y ocho cardenales. Por muy favorable que fuese su contenido, los deseos de Domingo no habían sido colmados del todo, pues deseaba que el nombre mismo de su Orden fuese testimonio perpetuo del objeto que se había propuesto al instituirla. A partir del origen de su apostolado se había complacido con el uso de la palabra “predicador”. Se ve, por un acto de homenaje al cual asistió el 21 de junio de 1211, qué servía de un sello en el que estaban grabadas estas palabras: “Sello de fray Domingo, Predicador”. Cuando vino a Roma en tiempos del Concilio de Letrán, se proponía, dice el bienaventurado Jordán de Sajonia, obtener del Papa una Orden que tuviera por “oficio y por nombre el de Predicadores”. En aquella época tuvo lugar un acontecimiento notable. Inocencio III, que acababa de animar a Domingo con una aprobación verbal, tuvo necesidad de escribirle. Llamó a su secretario y le dijo: “Escribe sobre estas cosas al hermano Domingo y a sus compañeros”; y deteniéndose un poco, dijo: “No escribas así, sino de esta manera: A fray Domingo y aquellos que predican con él en la región de Tolosa”; luego, deteniéndose de nuevo, dijo: “Escribe de esta manera: al Maestro Domingo y a los frailes Predicadores”. (Esteban de Salanhac: “De las cuatro cosas que Dios ha honrado a la Orden de Predicadores”.) Sin embargo, Honorio, en sus bulas, se abstuvo de dar a la nueva Orden ninguna denominación.

Sin duda, para reparar este silencio, un mes más tarde, el 26 de enero de 1217, dictó las cartas siguientes:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a sus queridos hijos el prior y frailes de San Román, salud y bendición apostólica. Nos rendimos digna acción de gracias al dispensador de todos los dones por el que os ha concedido, y en el cual esperamos veros perseverar hasta el fin. Consumidos interiormente por el fuego de la caridad, esparcís al exterior una fama edificante que regocija los corazones sanos y cura a cuantos están enfermos. Vosotros les presentáis, cómo hábiles médicos, mandrágoras espirituales que les preservan de la esterilidad; es decir, la semilla de la palabra de Dios, caldeada por una saludable elocuencia. Fieles servidores, El talento que os ha sido confiado fructifica en vuestras manos, y lo restituiréis al Señor con superabundancia. Como atletas invencibles de Cristo, lleváis el escudo de la fe y el casco de la salvación sin temor a aquellos que pueden matar el cuerpo, empleando con magnanimidad contra los enemigos de la fe esta palabra de Dios, que va más lejos que la espada más afilada, y odiando vuestras almas en este mundo para encontrarlas en la vida eterna. Pero puesto que es el fin, y no el combate, lo que corona, y que sólo la perseverancia recoge el fruto de todas las virtudes, rogamos y exhortamos seriamente vuestra caridad con estas cartas apostólicas, y para la remisión de vuestros pecados, os fortalezcáis cada vez más en el Señor, y extendáis el Evangelio a tiempo y contratiempo y cumpláis por fin plenamente el deber de “evangelistas”. Sí sufrís por esta causa algunas tribulaciones, no debéis solamente soportarlas con igualdad de alma, sino regocijaros, y triunfad con el apóstol por haber sido juzgados dignos de sufrir oprobios el nombre de Jesús. Porque estas ligeras y breves aflicciones son a cambio de un peso inmenso de gloria, con la que no puede compararse los males de este tiempo. Os pedimos también, ya que os conservamos en nuestro seno como hijos especialmente amados, intercedáis por Nos cerca de Dios con el sacrificio de vuestras plegarias, con el fin de que tal vez conceda a vuestros sufragios lo que Nos no llegamos a obtener por nuestros propios méritos “.  (“Bulario de la Orden de Predicadores”, pág. 4.)

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Message  Javier Dim 20 Jan 2019, 6:25 am

De esta manera el “oficio y nombre” de frailes Predicadores fueron adjudicados apostólicamente a los religiosos dominicos. La gradación en las tres actas que acabamos de citar es muy notable. En la primera, deliberada en consistorio y asignada por los cardenales, no se trata en absoluto del objeto de la Orden. Se la designa sencillamente como “una Orden canónica sujeta a la regla de san Agustín”. La segunda bula es más clara en su brevedad; en ella se llama a los hijos de Domingo “campeones de la fe y verdaderas lumbreras del mundo”. Por fin, el tercer documento los califica abiertamente de “predicadores”, los alaba por el pasado de sus trabajos apostólicos y les da ánimos para el porvenir. El misterio de estas actas ha puesto a prueba la penetración de los historiadores. Estos han buscado ante todo las razones que han movido al soberano Pontífice a conceder dos bulas en un mismo día sobre el mismo objeto: han conjeturado que la primera estaba destinada a quedar en los archivos de la Orden; la segunda, para servir de una especie de pasaporte cotidiano. Pero, ¿Por ventura necesita una Orden solemnemente aprobada por la Santa Sede presentar una bula al primero que se presente? ¿No lleva en sí misma su autenticidad? Y, caso de oposición, ¿No es cosa evidente que el acta necesaria es la que contiene sus libertades y sus privilegios, antes que el acta de unas cuantas líneas que no determina su situación canónica? En el reconocimiento progresivo de los religiosos Predicadores hay desde luego una singularidad que nos conduce a otra explicación. Nos parece probable existiese en la corte pontificia alguna oposición al establecimiento de una “Orden apostólica”, y que esta fuera la causa del silencio absoluto en la bula principal sobre el objeto de la nueva religión que autorizaba. Pero alentado por Domingo e inspirado por Dios, el soberano Pontífice firmó el mismo día una declaración del motivo especial que le había animado, y un mes más tarde creyó conveniente no guardar reservas en la expresión de su pensamiento y voluntad.

El día 7 de febrero siguiente, Honorio confirmó por medio de un breve, ex profeso para ello, una disposición de su primera bula: era la que prohibía a los Frailes Predicadores el abandono de su religión por otra, a menos que fuese más austera.

Domingo, habiendo obtenido de Roma de esta manera todo cuanto había esperado, debió sentir prisa por volver al lado de los tuyos. Pero la Cuaresma, que estaba en vísperas de comenzar, le retuvo. Aprovechó la ocasión para ejercer en la capital del mundo cristiano el ministerio apostólico que se le acababa de confiar. Su éxito fue muy grande. En el mismo palacio del Papa explicó las epístolas de san Pablo en presencia de un auditorio considerable. Este hecho nos indica que, además de la controversia con los herejes, seguía en su predicación el método de los Padres de la Iglesia, explicando al pueblo las Sagradas Escrituras, no con frases sueltas tomadas al azar, sino con orden, de manera que la Historia, el dogma y la moral se apoyasen unos sobre otros, y que la enseñanza fuese el fondo de la elocuencia. La cátedra es, en efecto, una escuela de Teología popular. Ella es la que, por los labios del sacerdote iniciado en todos los misterios de la ciencia divina, debe hacer brotar y derramar sobre este mundo las ondas de la doctrina eterna con la tradición del pasado y las esperanzas del porvenir. Según este oleaje ascienda o descienda, aumentará la fe en este mundo. Domingo, escogido por Dios para reanimar el apostolado en la Iglesia, había reflexionado, sin duda, sobre las condiciones de la palabra evangélica, y, a juzgar por el primer ensayo que hizo en Roma en el apogeo de su madurez, debemos creer que concedía gran importancia a la exposición seguida de las Sagradas Escrituras. Una creación memorable comprobó el fruto de sus enseñanzas. El Papa, celoso porque esto no fuese una ventaja pasajera para el pueblo romano, y sobre todo para la gente de su corte, a quién había sido especialmente destinada, la erigió en oficio perpetuo, cuyo titular debería llamarse “Maestro del Sacro Palacio”. Domingo fue el primero investido con este cargo, que sus descendientes han cumplido con honor hasta nuestros días. El tiempo se ha encargado de aumentar sus derechos y deberes. De predicador y doctor que tenía en el Vaticano una escuela espiritual, el Maestro del Sacro Palacio se ha convertido en teólogo del Papa, en censor universal de los libros que se imprimen o introducen en Roma, en el único que tiene poder suficiente para elevar al doctorado en la universidad romana, en elector de aquellos que predican delante del Padre Santo en las solemnidades: funciones que desempeña aún con numerosos privilegios de honor, y cuya herencia se ha transmitido única e inviolablemente a los hijos de santo Domingo.

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Message  Javier Lun 21 Jan 2019, 3:06 pm

Durante el tiempo que el santo patriarca se daba a conocer en Roma por sus predicadores, frecuentaba la casa del cardenal Ugolino, obispo de Ostia. Ugolino, perteneciente a la noble familia de los Conti, era un anciano venerable que contaba veinte años de púrpura y setenta y tres de edad. Era amigo de san Francisco de Asís, quien le predijo la tiara y le escribió varias veces en los siguientes términos: “Al muy reverendo padre y señor Ugolino, futuro obispo de todo el mundo y padre de las naciones”. A pesar del peso de sus años, se sintió atraído hacia Domingo en la misma manera que se había sentido por san Francisco, y su corazón, joven aún, se consideró capaz de amar a ambos, otorgándoles igual amistad. Es privilegio de ciertas almas ser fecundas en cálidas atracciones hasta sus últimos días, y el de Domingo era no perder un afecto sino para conquistar otro. El anciano cardenal Ugolino, destinado a morir casi centenario en el trono pontificio, le fue dado por Dios para que fuese su introductor en el sepulcro y el protector de su memoria, para celebrar sus funerales con la piedad del amigo y grabar su nombre en el libro de los santos con la infalibilidad del Pontífice. No fue este el único fruto de esa ilustre amistad.

Había en casa del cardenal cierto joven italiano llamado Guillermo de Monferrato, que había venido a Roma para celebrar las fiestas de Pascua. La vista y la conversación de Domingo afectaron grandemente al joven, y acabaron por inspirarle resoluciones que nos cuenta por sí mismo de la manera siguiente: “Hace diez y seis años, poco más o menos, que llegue a Roma para pasar en ella el tiempo de la Cuaresma, y el Papa que reina hoy, que era entonces obispo de Ostia, me recibió en su casa. Por aquel tiempo, fray Domingo, fundador y primer Maestro de la Orden de Predicadores, estaba en la corte romana y visitaba con frecuencia el señor obispo de Ostia. Esto fue lo que me proporcionó ocasión de conocerle; su conversación me agradó, y comencé a sentir afecto hacia él. Con gran frecuencia departíamos sobre cosas referentes a nuestra salvación y a la de los demás, y me parece no haber visto nunca hombre más religioso, aunque durante mi vida he hablado con muchos hombres que lo eran. Pero ninguno de ellos me había parecido animado por un celo tan grande por la salvación del género humano. Aquel mismo año fui a estudiar Teología a París, porque había convenido con él que después de haberla estudiado dos años, y cuando hubiera terminado el establecimiento de su Orden, iríamos juntos a trabajar en la conversión de los paganos que viven en Persia y en los países del Norte”. (“Actas de Bolonia”, segundo testimonio). De este modo seducía Domingo al mismo tiempo el corazón de un anciano y el de un joven, y entonces su Orden apenas estaba confirmada, cuando ya pensaba abrirle en persona las puertas del norte y del oriente. Su alma, sintiéndose estrechada en la Europa civilizada, se lanzaba hacia los pueblos que el cristianismo no había iluminado aún; deseaba terminar su carrera y adornar su apostolado con el sello del martirio.

Una visión fue lo que le animó en sus ardientes deseos. Un día que oraba en San Pedro por la conversación y dilatación de su Orden, se sintió arrobado. Los dos apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron; Pedro le presentó un cayado, Pablo un libro, y oyó una voz que le decía: “Ve y predica, Pues para eso has sido elegido”. (B. Humb.: “Vida de Santo Domingo”, n. 26.) Al mismo tiempo veía como sus discípulos se extendían de dos en dos por todo el mundo para evangelizarle. Desde aquel día llevó constantemente consigo las epístolas de san Pablo y el Evangelio de san Mateo, y ya en viaje, ya en la ciudad, llevaba siempre un cayado en la mano.

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Message  Javier Mer 23 Jan 2019, 3:21 pm

CAPÍTULO X - Nueva asamblea de frailes Predicadores en Nuestra Señora de Prouille, y su dispersión por Europa

Domingo salió de Roma después de terminadas las fiestas de Pascua del año 1218, y no tardó en reunirse con sus hermanos. Estos eran entonces dieciséis, a saber: ocho franceses, siete españoles y un inglés.

Los franceses eran: Guillermo Claret, Mateo de Francia, Beltrán de Garriga, Tomás, Pedro Cellani, Esteban de Metz, Natal de Prouille y Oderico de Normandía. La Historia nos ha conservado, además de sus nombres, algunos rasgos que esbozan la fisonomía de la mayor parte de ellos.

Guillermo de Claret era oriundo de Pamiers y uno de los más antiguos compañeros de Domingo. El obispo de Osma, al salir de Francia, le había propuesto para el gobierno temporal de la misión del Languedoc. Se dice que, después de haber consagrado a la Orden más de veinte años de su vida, hizo de nuevo votos en la abadía Bolbonne, de los Cistercienses, y hasta quiso transferirles el monasterio de Prouille.

Mateo de Francia pasó su juventud en las escuelas de París. El conde de Montfort le estableció como prior de una colegiata de canónigos en San Vicente de Castres. Allí fue donde Mateo conoció a Domingo, y cuando, al verle un día elevado sobre la tierra en un éxtasis, se entregó plenamente a él. Fue el fundador del famoso convento de san Santiago, de París. Su cuerpo reposaba allí en el coro, al pie de la silla que había ocupado como prior del monasterio.

Beltrán de Garriga, llamado así debido al lugar en que nació (pueblecito del Languedoc, cercano a Alais), era hombre de austeridad admirable. Domingo le aconsejó un día llorase menos por sus pecados y más por los ajenos. Le confió el gobierno de San Román durante su último viaje a Italia. Beltrán murió en 1230, y fue inhumado en Orange, en una casa de religiosas, en donde sus reliquias obraron milagros. Estas fueron transportadas en 1427, por orden del Papa Martino V, al convento de Predicadores de la misma ciudad.

Tomás era un distinguido habitante de Tolosa. Jordán de Sajonia le llama “hombre lleno de gracias y de elocuencia”. (“Vida de Santo Domingo”, cap. I.) Se hizo discípulo de Domingo en el año 1215, al mismo tiempo que Pedro Cellani, su conciudadano.

Pedro Cellani, joven, rico, honrado, mucho más noble de corazón que de nacimiento, entregó al mismo tiempo a Domingo su persona y su casa. Fue el fundador del convento de Limoges. Una gran veneración le acompañó hasta el sepulcro, al que bajó en 1259, después de haber desempeñado, en los tiempos más difíciles, el cargo de inquisidor, que le impuso Gregorio IX.

Esteban de Metz habitaba en Carcasona como Domingo desde el año 1213. Fue el fundador del convento de Metz, y por ello se le dio el nombre por el que se le distingue en la Historia.

Nada se sabe de notable sobre Natal de Prouille.

Oderico de Normandía no era sacerdote; fue el primer hermano converso de la Orden.

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Message  Javier Ven 25 Jan 2019, 1:38 pm

He aquí los elementos franceses de la familia Dominicana en aquella época. Pocos fueron en número, pero obraron de manera tan rápida y tan extensa, que se puede decir en verdad de Francia que fue la mina y el crisol de donde salieron los frailes Predicadores. Con hijas de Francia fundó Domingo Nuestra Señora de Prouille, la cuna de su Orden; dos franceses fueron los que, entregándose a él, dan lugar a la fundación de San Román en Tolosa; Mateo de Francia será aquí en veremos más tarde fundar a Santiago de París, y otro francés, que nos es aún desconocido, a San Nicolás de Bolonia. Estudiando la predestinación de Francia, tal cual nos la revelan su situación territorial, su historia y su genio, fácil es comprender la gran parte que Dios le concedió en la formación de una Orden apostólica. Se ha dicho de este pueblo que es un soldado; pero sobre todo, es un misionero, pues hasta su misma espada es de proselitismo. Ningún pueblo contribuyó más que Francia a extender en Occidente el reino de Jesucristo, y a partir de las Cruzadas, su nombre equivalía el nombre de cristiano en la lengua de los reinos de Oriente. Había recibido con el bautismo el don de creer y amar con la misma intensidad, y la situación maravillosa, correspondiente a su carácter, abría a sus conquistas todos los continentes del mundo. Francia es un buque cuyo puerto es Europa, y que ancla en todos los mares. ¿Debemos extrañarnos que Dios lo hubiese escogido para que fuese en manos de Domingo el instrumento principal de una Orden destinada para una acción universal? No obstante, España no era infiel al grande hombre a quien había nutrido en sus entrañas, y aunque ocupada en su paciente y gloriosa lucha contra los antiguos dominadores de su suelo, había enviado bastantes soldados al ejército espiritual de su Guzmán.

Dichos soldados eran: Domingo de Segovia, Suero Gómez, el beato Manés, Miguel de Fabra, Miguel de Uzero, Pedro de Madrid y Juan de Navarra.

Domingo de Segovia era uno de los más antiguos compañeros del apóstol del Languedoc; Jordán de Sajonia le llama “hombre de una humildad cabal; pequeño por su ciencia, pero magnífico por su virtud”. (“Vida de Santo Domingo”, cap. I.) Se cuenta de él que una vez llegó una mujer sin pudor expresamente para poner a prueba su santidad; y el hizo lo siguiente: se acostó en la estancia entre tizones ardientes, y dijo a la tentadora: “Sí es verdad que me amas, aquí tienes el lugar y el momento para probármelo.” (“Vida de Santo Domingo” cap. I.)

Suero Gómez era uno de los principales señores de la corte de Sancho I, rey de Portugal. Los rumores de la Cruzada contra los albigenses le atrajeron hacia el Languedoc, en donde sirvió como caballero la causa católica. Pero llamado por Dios, se dio cuenta de que existía una milicia mejor, y lo abandonó todo para predicar a Jesucristo y vivir pobremente. Fue el fundador del convento de Santarén, situado a algunas leguas de Lisboa, al lado del Tajo. El rey Alfonso II le dio grandes pruebas de confianza. Murió en 1233, honrado con el título de santo por varios historiadores.

El beato Manés de Guzmán era hermano de santo Domingo. Se ignora en qué época tomó el hábito de la Orden y por qué motivo. Murió hacia 1230, y fue inhumado en Gumiel de Izán, en el sepulcro de sus antepasados.

Miguel de Fabra fue el primer lector o profesor de Teología que tuvo la Orden. Enseñó en el convento de París; fue confesor y predicador de Jaime, rey de Aragón, y fundó los conventos españoles de Mallorca y Valencia. Antiguos escritores alaban su celo apostólico, sus servicios en la guerra contra los moros, su asiduidad en la oración y la contemplación y sus milagros. Primeramente fue enterrado en la sepultura común de los religiosos en Valencia; pero el prior, advertido por un prodigio para que transportase sus restos a un lugar más honroso, los depositó con gran pompa en una capilla del convento dedicado a san Pedro Mártir.

Nada nos ha transmitido la tradición de notable sobre Miguel de Uzero y sobre Pedro de Madrid.

Juan de Navarra recibió el hábito de la Orden el 28 de agosto de 1216, día de san Agustín. Es el único de los primeros compañeros de Domingo que ha figurado como testigo en el proceso de su canonización, y por su declaración se sabe que con frecuencia había habitado y viajado con él.

Por fin, Inglaterra mezcló una gota de su sangre a la sangre francesa y española de esta primera generación de la dinastía dominicana, como si todos los pueblos marítimos de Europa hubiesen tenido que aportar su tributo. El inglés afecto a Domingo se llamaba Lorenzo.

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Message  Javier Dim 27 Jan 2019, 5:41 am

Si grande fue el gozo a la llegada del santo patriarca, la extrañeza no fue menor cuando se supo la resolución que había traído consigo de dispersar inmediatamente su rebaño. Todo el mundo estaba persuadido de que lo retendría durante largo tiempo en la santa y estudiosa oscuridad del claustro. Esto parecía expuesto a romper la unidad de un cuerpo débil ya de sí. ¿Qué podía esperarse de algunos hombres esparcidos por los caminos de Europa antes de que la fama de la nueva Orden los precediese? El arzobispo de Narbona, el obispo de Tolosa, el conde de Montfort, todos aquellos que se interesaban por la obra naciente, amonestaron a Domingo para que no expusiese el éxito debido a una ambición prematura por el bien. Pero él, tranquilo e inquebrantable en su deseo, les contestaba: “Señores míos, padres míos: no os opongáis a mis deseos, Pues bien sé lo que me hago” (“Actas de Bolonia”, declaración de Juan de Navarra, número 2.) Pensaba en la visión que había tenido en la Basílica de San Pedro, y resonaban en su oído las palabras de los dos apóstoles, que le decían: “Ve y predica.” Otra advertencia había recibido sobre la ruina próxima del conde de Montfort. Vio en sueños un árbol frondoso que cubría la tierra con sus ramas y servía de abrigo a los pájaros del cielo, cuando un golpe imprevisto lo derribó, disipando todo cuanto se había confiado al asilo de su sombra. Cuando es Dios el que envía estos presagios misteriosos, proyecta al mismo tiempo sobre ellos cierta luz que aclara su sentido. Domingo comprendió que Montfort era el árbol cuya caída iba a echar por tierra las esperanzas de los católicos, y que no era prudente edificar sobre un sepulcro. Una consideración superior propia venía a unirse a estas revelaciones para que no siguiese el consejo de sus amigos. Pensaba que el apóstol se forma antes con la acción que por la contemplación, y que el medio más seguro para reclutar su Orden era echarla intrépidamente en el centro de las agitaciones del espíritu humano. Él mismo dio a sus discípulos esta memorable razón, bajo una forma tan ingeniosa como sólida, diciéndoles: “El grano no fructifica cuando se le mantiene amontonado.” (Constantino d’Orvieto, n. 21. El B. Humbert, n. 26.)

Tres ciudades gobernaban en aquel tiempo a Europa; Roma, París, y Bolonia; Roma, por sus universidades, que eran el punto de reunión de la juventud de todas las naciones. Fueron precisamente aquellas tres ciudades las que Domingo escogió para que fuesen las capitales de su Orden y recibiesen inmediatamente sus enjambres. Pero no podía tampoco olvidar a su patria, aunque no hubiera entrado aún en el movimiento general de Europa, ni abandonar el Languedoc, que disfruto de las primicias de sus trabajos. Ya veremos, pues, qué trabajo se proponía llevar a cabo al mismo tiempo y con qué elementos. Dieciséis hombres le parecían suficientes para conservar Prouille y Tolosa, para ocupar Roma, París, Bolonia y España. No se limitaban a eso sus proyectos: aspiraba, como hemos visto, a evangelizar a los infieles de ultramar y ya dejaba crecer su barba a la manera de los orientales con objeto de estar presto al primer viento favorable. Por efecto de la misma previsión, deseaba que sus religiosos eligiesen canónicamente uno de entre ellos para que ocupase el lugar que él dejara al marchar. Habiéndolo regulado todo de esta manera en su pensamiento, y después de gozar durante algún tiempo de la vida en comunidad con todos los suyos, los convocó en el monasterio de Prouille para el día de la Asunción, que estaba próximo.

Aquel día una numerosa concurrencia de gente se acumulaba a las puertas de la iglesia de Prouille. Una parte de ellos había sido atraída por la antigua devoción a aquel lugar; otra parte la había conducido allí la curiosidad; el afecto y la abnegación había llevado hasta allí a los obispos, a los caballeros y al conde de Montfort. Domingo ofreció el santo Sacrificio en aquel altar, que con tanta frecuencia había sido testigo de sus lágrimas secretas; recibió los votos solemnes de sus hermanos, que hasta entonces no le habían sido afectos sino por la constancia de su corazón, o que únicamente habían hecho los votos sencillos, y al final del discurso que les dirigió volviéndose hacia la gente, le habló en estos términos: “Desde hace muchos años os exhorto inútilmente con dulzura, predicándoos, orando y llorando; pero, según el proverbio de mi país, donde la bendición nada puede, algo podrá hacer el palo. Por eso excitaremos contra vosotros a los príncipes y a los prelados, quienes, desgraciadamente, armarán contra esta tierra a las naciones y los reinos, y muchos perecerán por la espada; las tierras serán devastadas, las murallas derribadas, y todos vosotros quedaréis reducidos, ¡oh dolor!, a la esclavitud. De esta manera alcanzará el castigo lo que no ha podido alcanzar la bendición y la dulzura.” (“Manuscrito de Prouille”, que figuró entre los documentos del convento de Tolosa, por el padre Percín, pág. 20, n. 47.)

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Message  Javier Mar 29 Jan 2019, 12:58 pm

Esta despedida de Domingo, dirigida a la tierra ingrata que había regado durante doce años con sus sudores, parecía un testamento adecuado contra aquellos que un día debían profanar su memoria. Fija para siempre el carácter de su apostolado, cuya eficacia había consistido por completo en “la dulzura de la predicación, la oración y las lágrimas.” La amenaza profética que contienen estas palabras recuerda por su acento esta célebre lamentación: “¡Ah, Si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te acercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho. Y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.” (San Lucas, XIX, 42, 43, 44,) Domingo no dice que excite personalmente a los príncipes y a los prelados; pero no separa su persona de la cristiandad entera, y dice en forma que comprende la solidaridad general. “¡Considerad que excitaremos contra vosotros a los príncipes y a los prelados!” Pero él, extraño a todo cuanto se había llevado a cabo en el orden guerrero y de la justicia, gimiendo por las desgracias que pudieren venir, se marcha sin haber intervenido en asuntos sangrientos; sale de Francia y abandona con ella el teatro de las contiendas y las batallas; va a fundar conventos en Italia, Francia y España, y con el cayado del viajero en la mano y las alforjas al hombro, va a dedicar a estas pacíficas creaciones el resto de una vida ya devorada por el sacrificio.

Una vez terminada la ceremonia pública, Domingo declara a sus religiosos sus intenciones sobre cada uno de ellos. Guillermo Claret y Natal de Prouille quedarán en el monasterio de Nuestra Señora de Prouille; Tomás y Pedro Cellani en San Román de Tolosa. Para España tenía destinados a Domingo de Segovia, Suero Gómez, Miguel de Uzero y Pedro de Madrid. París disponía de tres franceses: Mateo de Francia, Beltrán de Garriga y Oderico de Normandía; tres españoles: el beato Manés de Guzmán, Miguel de Fabra y Juan de Navarra, y con ellos el inglés Lorenzo. Domingo se había reservado únicamente a Esteban de Metz para la fundación de conventos en Roma y Bolonia. Los frailes, antes de separarse, eligieron a Mateo de Francia como Abad; es decir, como superior General de la Orden, bajo la autoridad suprema de Domingo. Este título, que llevaba en sí algo de magnífico a causa de la gran consideración que habían alcanzado los jefes de la Orden en las antiguas religiones, se concedió solamente esta vez, y desapareció para siempre con la persona de Mateo. Convinieron dar el más humilde de “Maestro” al que fuere llamado al gobierno General de la Orden.

Esta manera de dividirse el mundo unos cuantos hombres era en sí misma un espectáculo extraordinario; pero lo fue mucho más por sus circunstancias. Los nuevos apóstoles partieron a pie, sin dinero, despojados de todo recurso humano, con la misión no solamente de predicar, sino de fundar conventos. Uno solo de entre ellos, Juan de Navarra, rehusó ponerse en camino en tales condiciones y pidió dinero. Domingo, viendo que un fraile Predicador no tenía confianza en la Providencia, rompió a llorar y se echó a los pies de aquel hombre de poca fe. Pero no pudiendo vencer su desconfianza con Dios, ordenó le entregasen doce dineros.

Cuando todo estuvo preparado, el 13 de septiembre de 1217, cuatro años después de la Batalla de Muret, el viejo conde Ramón entró en Tolosa: la obra del abad del Císter había sido destruida, pero la de Dios estaba ya cumplida.

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Message  Javier Mer 30 Jan 2019, 2:30 pm

CAPÍTULO XI - Cuarto viaje de Domingo a Roma - Fundación de los conventos de san Sixto y de Santa Sabina - Milagros que acompañaron a estas dos fundaciones

Domingo no abandonó el Languedoc inmediatamente después de la dispersión de sus hijos. La prueba la tenemos en un tratado que concertó el 11 de septiembre siguiente respecto a los diezmos que Foulques le había concedido precedentemente. Se trataba de saber hasta dónde alcanzaba este derecho. Se convino no exigirlos a las parroquias cuya población fuese inferior a diez familias, y se eligieron árbitros para zanjar todas las dificultades que pudiesen surgir de allí en adelante. Hecho esto, Domingo cruzó los Alpes a pie, según era su costumbre. Le acompañaba únicamente Esteban de Metz. La Historia le pierde de vista hasta que llega a Milán, en donde le encuentra a las puertas de la Colegiata de San Nazario pidiendo hospitalidad a los canónigos. Estos le recibieron como uno de los suyos a causa del hábito canonical que vestía.

Su primer cuidado al llegar a Roma fue buscar un lugar conveniente para la fundación de un convento. Al pie meridional del Monte Celio, a lo largo de la vía Apia, frente a las gigantescas ruinas de las termas de Caracalla, se elevaba una antigua iglesia, dedicada a san Sixto II, Papa y mártir. Otros cinco Papas, mártires como él, reposaban a su lado en este sepulcro. En uno de los flancos de la iglesia, nuevamente reedificada, existía un claustro casi terminado. La profunda soledad de la iglesia y del claustro contrastaba con los recientes trabajos cuyas huellas se observaban en muchos sitios. Se adivinaba que un súbito acontecimiento había interrumpido la ejecución de un pensamiento. En efecto: fue la muerte de Inocencio III lo que había suspendido aquella renovación de un lugar antiguo y célebre. El claustro había sido destinado por él para reunir bajo una misma regla diversas religiosas que vivían en Roma con demasiada libertad. Domingo, que ignoraba esta circunstancia, se apresuró a pedir la iglesia y el monasterio al sumo Pontífice; Honorio III le hizo verbalmente la concesión.

En tres o cuatro meses Domingo reunió en san Sixto hasta unas cien religiosas. La fecundidad rápida y prodigiosa sucedía en él a la lentitud que siempre había caracterizado su destino. Aquel hombre, que no había comenzado su verdadera carrera hasta llegar a los treinta y cinco años y que había necesitado doce para formar dieciséis discípulos, los veía llegar ahora ante sí de la misma manera que las espigas maduras caen a la acción de la hoz
del segador. No hay que extrañarse, pues, de esto, porque una ley de la gracia y de la naturaleza hace que la fuerza durante largo tiempo contenida obre con impetuosidad cuando llega a romper sus trabas o sus diques. Existe en todas las cosas un punto de madurez que hace que el éxito sea tan rápido como inevitable. San Sixto, colocado en el camino que seguían antiguamente los triunfadores romanos para ascender al Capitolio, fue testigo durante un año de escenas más maravillosas que los espectáculos a que habían acostumbrado a la vía Apia los generales romanos. En ningún sitio ni en ningún tiempo manifestó Domingo más la autoridad que Dios le había concedido sobre las almas, y nunca le obedeció la naturaleza con presteza tan respetuosa. Este fue el momento triunfal de su vida.

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Message  Javier Ven 01 Fév 2019, 2:11 pm

Lo primero que tuvo que hacer fue terminar el monasterio. Mientras se trabajaba en este menester, Domingo continuó el curso de sus predicaciones en las iglesias y de su enseñanza en el palacio del Papa. Su palabra le creaba todos los días algún nuevo discípulo, que iba a vivir en la parte habitable del convento; salía por la mañana con su cayado y volvía por la tarde trayendo algún adepto, y el edificio espiritual de San Sixto progresaba al par que el edificio material. El demonio, celoso de tan felices progresos, quiso perturbar su alegría. Un día que los religiosos habían llevado a un arquitecto bajo la bóveda que se trataba de demoler o reparar, la obra se desplomó y enterró al hombre bajo sus ruinas. Una gran desolación se apoderó de los frailes, reunidos en derredor de los escombros que cubrían el cuerpo del desgraciado; gemían por su incertidumbre sobre el estado del alma en el momento en que fue sorprendida, por los rumores desfavorables que correrían entre la gente, y la consternación les hizo incapaces durante largo rato de tomar un acuerdo. Domingo llegó, hizo retirar el cuerpo del montón de piedras bajo las cuales yacía aplastado; se lo trajeron, y rogó a Aquel que había prometido que nada rehusaría a la fe; y la vida, obedeciendo su ruego, reanimó los restos ensangrentados que yacían ante él.

Otra vez, el procurador del convento, Santiago de Melle, enfermó tan gravemente, que se le administraron los últimos sacramentos. Los padres rodeaban su lecho, protegiendo con sus oraciones el éxodo de su alma, entristecidos por la pérdida de un hombre que les era por entonces muy necesario, por la razón de que nadie era tan conocido en Roma como él. Domingo, que veía la pena que sentían sus hijos, ordenó saliesen todos de la habitación; cerró la puerta, y una vez a solas con el enfermo, se entregó a una oración tan ferviente, que retuvo la vida en los labios del moribundo. Luego llamó a los religiosos y se los devolvió sano y salvo.

El oficio de procurador, que desempeñaba Santiago de Melle, consistía en proveer, con ayuda de la Providencia, a las necesidades extremas de San Sixto, Pues el convento no contaba con renta alguna. Vivía de limosnas cotidianas, recogidas de puerta en puerta por los frailes. Una mañana Santiago de Melle vino a prevenir a Domingo diciéndole que no había nada en la casa para la comida, si no se echaba mano de dos o tres panes; ante esta noticia Domingo no perdió la serenidad; ordenó al procurador dividirse lo poco que había en cuarenta porciones, de acuerdo con el número de religiosos, y que tocase la campana llamando a comer a la hora acostumbrada. Al entrar en el refectorio, cada uno de los religiosos encontró un pedazo de pan en su sitio; se rezaron las oraciones de la bendición con mucha más alegría que de costumbre, y se sentaron. Domingo estaba en la mesa prioral, con los ojos de su corazón elevados hacia Dios. Después de unos instantes de espera, dos jóvenes vestidos de blanco aparecieron en el refectorio, y adelantándose hasta la mesa en donde estaba Domingo, depositaron los panes que habían traído en sus mantos.

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Message  Javier Dim 03 Fév 2019, 4:55 am

Este mismo milagro se renovó más tarde en circunstancias que hay que oír de la misma boca de los antiguos: “Cuando los religiosos habitaban aún junto a la iglesia de San Sixto, en número de cien, cierto día el bienaventurado Domingo ordenó a fray Juan de Calabria y a fray Alberto el Romano fuesen por la ciudad a buscar limosnas. Recorrieron inútilmente las calles desde la mañana hasta las tres de la tarde, hora en que volvieron el convento. Cuando ya estaban junto a la iglesia de San Anastasio encontraron una mujer que sentía una gran devoción por la Orden, la cual, al ver que nada llevaban, les dio un pan. “No quiero - les dijo - que volváis con las manos vacías”. Un poco más adelante encontraron a un hombre que les pidió limosna. Se excusaron diciéndole que nada tenían tampoco para ellos. Pero como el hombre insistiese, se dijeron uno al otro: “¿Para qué tenemos con un solo pan? Démoslo a este hombre por amor a Dios.” Le entregaron el pan, e inmediatamente le perdieron de vista. Al entrar en el convento, el piadoso Domingo, a quien el Espíritu Santo había revelado ya todo cuanto había sucedido, vino a su encuentro y les dijo alegremente: “Hijos míos, ¿No traéis nada?” “Nada, padre”, contestaron. Y le contaron todo cuanto había acaecido, y que el pan que llevaban lo habían dado a un pobre. Él entonces dijo: “era un ángel del Señor; el Señor sabrá alimentar bien a los tuyos; Vamos a orar.” entró en la iglesia, y saliendo al momento, dijo a los hermanos llamasen a la comunidad al refectorio. Los religiosos dijeron: “Padre santo, ¿Cómo queréis que les llamemos, si no hay nada que servir a la mesa?” Tardaron en cumplir la orden que habían recibido. Entonces el bienaventurado Domingo mandó llamar a fray Rogerio, encargado de la despensa, y le ordenó reuniese a todos para la comida, porque el Señor proveería a sus necesidades. Pusieron los manteles en las mesas, colocaron los vasos; y al dar la señal, Toda la comunidad entró en el refectorio. El bienaventurado padre pronunció las palabras de la bendición, y todos se sentaron: luego fray Enrique el Romano comenzó la lectura. Mientras tanto, el bienaventurado Domingo oraba con las manos juntas sobre la mesa, y de pronto, de acuerdo con lo que había prometido por inspiración del Espíritu Santo, dos bellos jóvenes, ministros de la Divina Providencia, entraron por medio del refectorio, llegando algunos panes en unas blancas alforjas que pendían de sus hombros. Comenzaron la distribución por las filas inferiores, uno por la derecha, el otro por la izquierda, dejando delante de cada cual un pan entero de admirable aspecto. Luego, al llegar al bienaventurado Domingo, depositaron ante él otro pan entero, inclinaron la cabeza y desaparecieron, sin que se haya sabido nunca de dónde vinieron ni a dónde fueron. El bienaventurado Domingo dijo, entonces: “Hermanos míos, comed el pan que el Señor os ha enviado.” después dijo a los hermanos que servían que trajeran el vino, y estos contestaron: “Padre santo, no queda.” entonces el bienaventurado Domingo, lleno de espíritu profético, les dijo: “Id al depósito y traed a vuestros hermanos el vino que el Señor les ha enviado.”Fueron, y encontraron el moyo lleno de vino hasta los bordes, un vino excelente que se apresuraron a llevar a la comunidad. Entonces el bienaventurado Domingo dijo: “bebed, hermanos míos, el vino que el Señor os ha enviado.” comieron y bebieron cuando quisieron aquel día, el siguiente y otro. Al terminar la comida del tercer día, hizo que diesen a los pobres cuánto pan y vino quedaba, no permitiendo que guardasen más en el convento. Durante aquellos tres días nadie salió a pedir limosna, porque el Señor había enviado pan y vino en abundancia. El bienaventurado padre dirigió a todos con tal ocasión un precioso discurso para que no desconfiasen jamás de la Divina Providencia, aún encontrándose en la mayor penuria. Fray Tancredo, prior del convento; fray Odón el Romaní, fray Enrique, del mismo lugar; fray Lorenzo, el de Inglaterra; fray Gaudión y fray Juan el Romano y muchos otros presenciaron este milagro, que contaron a sor Cecilia y demás religiosas que vivían aún en el monasterio de Santa María, a la otra parte del Tíber. Hasta les llevaron de aquel pan y de aquel vino, y las religiosas los conservaron durante largo tiempo como reliquias. Fray Alberto, a quien el bienaventurado Domingo había enviado a pedir limosna con un compañero, fue uno de los dos a quienes el bienaventurado Domingo predijo la muerte en Roma. El otro era fray Gregorio, hombre de gran belleza y de gracia perfecta. Fray Gregorio fue el primero que descansó en el Señor, después de haber recibido piadosamente los sacramentos. Tres días después, fray Alberto, también después de recibir los sacramentos piadosamente, salió de esta cárcel tenebrosa para elevarse al palacio del Cielo.” (Relato de sor Cecilia, n. 3.)

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Message  Javier Mar 05 Fév 2019, 2:48 pm

Este ingenuo relato nos permite penetrar en el interior de la familia de San Sixto, y nos transporta mejor que todas las descripciones a los tiempos primitivos de la Orden. Por él vemos la manera como sin oro ni plata surgían populosos monasterios; la manera como la fe suplía la fortuna, y la exquisita sencillez con que vivían aquellos hombres, entre los cuales muchos habían habitado en palacios. Fray Tancredo, Prior de San Sixto, era un caballero de noble origen, agregado a la corte del emperador Federico II. Se encontraba en Bolonia a principios del año 1218, cuando Domingo envió algunos padres, como veremos a su tiempo y lugar, y un día, sin que supiese por qué, comenzó a pensar y considerar el peligro que corría su salvación eterna. Trastornado por este pensamiento súbito, dirigió una plegaria a la Santísima Virgen; la noche siguiente, Nuestra Señora se le apareció en sueños y le dijo: “Entra en mi Orden.” despertó y volvió a dormirse. En este segundo sueño vio dos hombres que vestían el hábito de Frailes Predicadores, y uno de ellos, ya anciano, le dijo: “Tú pides a la Santísima Virgen que te dirija por el camino de la salvación; ven a nosotros y te salvarás.” (Gerardo de Frachet: “Vida de los Hermanos”, lib IV, cap. XIV.) Tancredo, que no conocía aún el hábito de la Orden, creyó que era una ilusión. Se levantó a la mañana siguiente: rogó a su hostelero le condujese a una iglesia para oír misa. El hostelero le llevó a una pequeña iglesia llamada Santa María de Mascarella, que recientemente había sido donada a nuestros religiosos. Tan pronto entró en ella, encontró a dos frailes, en uno de los cuales reconoció inmediatamente al viejo que había visto en sueños. Después de haber arreglado todos sus asuntos, tomó el hábito, y vino a Roma a unirse a Domingo.

Fray Enrique, de quien se habla también en el relato de sor Cecilia, era un joven noble, romano. Sus padres, indignados porque se había entregado a la Orden, resolvieron arrebatárselo. Advertido Domingo de su intención, hizo salir al joven con algunos compañeros por la vía Nomentana. Pero sus padres se lanzaron en su persecución, llegando a la orilla del Anio cuando Enrique acababa de pasarlo. Al verse tan próximo a caer en sus manos, elevó su corazón a Dios, recomendándose a su protección por los méritos de su siervo Domingo. Inmediatamente las aguas del torrente se encresparon ante su vista, y en vano se empeñaron en franquearlo los caballeros que estaban en la otra orilla. Enrique volvió tranquilamente a San Sixto después que se hubieron retirado.

Fray Lorenzo de Inglaterra, otro de los testigos del milagro de los panes, era el mismo que Domingo había enviado a París al dispersar a sus religiosos. Volvió más tarde con Juan de Navarra. Otros dos, Domingo de Segovia y Miguel de Uzero, volvieron de España, en donde nada hicieron.

Entretanto, Honorio III había tomado con cariño el deseo de su antecesor de reunir en un solo monasterio, bajo una misma regla, a las religiosas esparcidas en diversos conventos de Roma, haciéndoselo saber a Domingo, como hombre que podía dirigir mejor obra tan difícil y llevarla a cabo. Domingo aceptó con tanto mayor gozo cuánto que la proposición del Papa era un medio para restituir san Sixto a su destino primitivo, fundando en él una comunidad de religiosas dominicas, siguiendo el modelo de Nuestra Señora de Prouille. Lo único que pidió fue que se nombrasen cardenales adjuntos para suplir la debilidad de su autoridad. El Papa le designó tres: Ugolino, obispo de Ostia; Esteban de Fossanova, titular de los Santos Apóstoles, y Nicolás, obispo tusculano. A cambio de la morada de San Sixto, le donó la iglesia y el monasterio de Santa Sabina, situado en el monte Aventino, al lado de su propio palacio. Los preparativos se efectuaban al mismo tiempo en Santa Sabina y San Sixto. En un monasterio para recibir a las religiosas, y en el otro para que se trasladasen los frailes.

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Message  Javier Jeu 07 Fév 2019, 2:57 pm

Domingo, ocupado por este doble cuidado, no se cansaba de continuar sus predicaciones. Un día que debía predicar en San Marcos, una mujer que tenía su hijo enfermo lo abandonó todo por venir a escuchar su palabra. Al salir del sermón, encontró a su hijo sin vida. Su esperanza fue tan pronta como su dolor. Tomó consigo una sirvienta para que le llevase el niño, y salió presurosa hacia San Sixto, sin tener tiempo para derramar una lágrima. Entrando en el patio del convento por la vía Apia, dejaban a la izquierda la iglesia y el monasterio, y tenían delante la puerta de una habitación baja y aislada a la que llamaban capítulo. Domingo estaba de pie en aquella puerta cuando la desgraciada madre llegaba al patio. Ella se lanzó a él, tomó al niño, le puso a los pies del santo, y con miradas y ruegos pidió la vida para su hijo. Domingo se retiró un momento hacia el interior del capítulo, volvió al umbral, hizo la señal de la cruz sobre el niño, se inclinó para tomarle por la mano, le levantó con vida y le devolvió a su madre, ordenándole no dijese a nadie lo que acababa de suceder. Pero la noticia se extendió por Roma inmediatamente. El Papa quiso que se publicase este milagro en todas las iglesias desde el púlpito; Domingo se opuso, amenazando con marcharse a vivir entre los infieles y abandonar Roma para siempre. Se habló mucho sobre este asunto, y la veneración que ya se tenía por él llegó a su colmo. Por donde pasaba, la gente le seguía como un ángel de Dios; tanto los grandes como el pueblo se estimaban felices en tocarle; le cortaban trozos de la capa para hacer reliquias, de manera que apenas le llegaba aquella a las rodillas. Algunas veces los religiosos se oponían a que le cortasen de tal manera los vestidos; Pero él les decía: “Dejadles, puesto que esa es su devoción.” (Relato de la hermana Cecilia, n. I.) fray Tancredo, fray Odón, fray Enrique, fray Gregorio, fray Alberto y otros muchos presenciaron aquel milagro.

Aunque era grande la santidad de Domingo, no allanaba todas las dificultades que encontraba la reunión de las religiosas romanas en san Sixto. La mayor parte de ellas rehusaron sacrificar la libertad que hasta entonces habían gozado de salir del claustro y visitar a sus parientes. Pero Dios vino en ayuda de su siervo. Había en Roma un monasterio de jóvenes llamado Santa María, a la otra parte del Tíber; en él se conservaba una de las imágenes de la Virgen atribuidas por la tradición al pincel de san Lucas. Aquella imagen era célebre y venerada por el pueblo, porque el Papa san Gregorio había vencido la plaga de la peste llevándola en procesión por la ciudad. Se creía también que después que el Papa Sergio III había ordenado la colocasen en la Basílica de San Juan de Letrán, había vuelto por sí misma a su antigua morada. La abadesa de aquel monasterio y todas las religiosas, excepto una, se ofrecieron voluntariamente a Domingo e hicieron profesión de obediencia ante él; pero con la condición de que se llevarían consigo la imagen de la Santísima Virgen, y que si la imagen abandonaba san Sixto por sí misma para volver a su iglesia primitiva, su voto de obediencia quedaría nublado. Domingo aceptó la condición, y en virtud de la autoridad que acababan de confiarle, les prohibió franqueasen desde entonces el umbral del convento. Estas jóvenes pertenecían a la más alta nobleza de Roma.

Cuando sus padres se enteraron del compromiso que habían contraído y el nuevo intento de la reforma, vinieron a Santa María para disuadirlas del cumplimiento de cuanto habían prometido. Cegados por la pasión, trataron a Domingo de desconocido y aventurero. Sus discursos quebraron los ánimos de las religiosas; muchas de ellas se arrepintieron del voto que habían hecho. Domingo, que había sido advertido interiormente, llegó una mañana a verlas, y después de haber celebrado misa y pronunciado un sermón, les dijo: “Sé, hijas mías, que sentís haber tomado aquella resolución y que queréis salir del camino del Señor. Aquellas de entre vosotras que continúen fieles a su promesa, harán de nuevo profesión ante mí.” (Relato de Sor Cecilia, número 13.) entonces, todas a la vez, con la abadesa a la cabeza, renovaron el acto que las despojaba de su libertad. Domingo tomó las llaves del convento, Y puso en él hermanos conversos para que lo vigilasen día y noche, prohibiendo a las hermanas hablar, a quien quiera que fuese, sin testigos de allí en adelante.

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Message  Javier Sam 09 Fév 2019, 5:35 am

Así las cosas, se reunieron en san Sixto el día de ceniza, 28 de febrero del año 1218, los cardenales Ugolino, Esteban de Fossanova y Nicolás, siendo Pascua en dicho año el 15 de abril. La abadesa de Santa María del Tíber, por su parte, fue con sus religiosas para resignar solemnemente su oficio y ceder a Domingo y sus compañeros todos sus derechos sobre el convento. “Estando el bienaventurado Domingo reunido con los cardenales, en presencia de la abadesa y sus religiosas, entró precipitadamente un hombre mesándose los cabellos y lanzando grandes gritos. Le preguntaron qué ocurría, y contestó: “¡el sobrino de monseñor Esteban ha caído del caballo, y se ha matado!” El joven de que se hablaba se llamaba Napoleón. Al oír la noticia, su tío se inclinó desfallecido sobre el pecho del santo patriarca. Acudieron a socorrerle; el bienaventurado Domingo se levantó, le roció con agua bendita; y dejándole en brazos de otros, corrió hacia el lugar en donde yacía el cuerpo del joven horriblemente destrozado. Ordenó le transportasen a una habitación separada y que le encerrasen en ella. Luego dijo a fray Tancredo y a los demás padres que lo preparasen todo para la misa. El bienaventurado Domingo, los cardenales, los religiosos, la abadesa y las religiosas se dirigieron, pues, al lugar en donde estaba el altar, y el bienaventurado Domingo celebró con gran abundancia de lágrimas. Pero cuando llegó a la elevación del cuerpo del Señor, teniéndolo en alto en sus manos, según la costumbre, se le vio elevarse de la tierra a un codo de altura; al verle fueron todos presa de gran estupor. Terminada la misa, volvió a ver el cuerpo del difunto, acompañado de los cardenales, la abadesa, las religiosas y todos cuando se encontraban en la iglesia, y cuando llegó a su lado arregló sus miembros, uno tras otro, con su santas manos; luego se prosternó en tierra, orando y llorando. Tres veces tocó la cara y los miembros del difunto para colocarlos en su lugar, y tres veces se prosternó. Cuando se levantó por tercera vez, hizo la señal de la cruz sobre el muerto; y estando en pie al lado de su cabeza, con las manos tendidas hacia el cielo, elevó su cuerpo de la tierra más de un codo, exclamando en altavoz: “¡Oh joven Napoleón! te digo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo que te levantes!” inmediatamente a la vista de todos cuantos había atraído tan sorprendente espectáculo, el joven se levantó sano y salvo, y dijo al bienaventurado Domingo: “Padre, dadme de comer.” el bienaventurado Domingo le dio de comer y de beber, y le devolvió gozoso y sin ninguna señal de herida a su tío el cardenal.” (Relato de sor Cecilia, n. 2.)

Cuatro días después, el primer Domingo de Cuaresma, las religiosas de Santa María del Tíber, otras religiosas del monasterio de Santa Bibiana y de diversos conventos y algunas mujeres del pueblo, entraron en san Sixto, en donde santo Domingo les dio el hábito de la Orden. Entre todas eran cuarenta y cuatro. Había entre ellas una hermana de Santa María del Tíber. A ella le debemos los principales rasgos de la vida del santo patriarca en aquella época. Ella nos los ha conservado en una memoria escrita que dictó, la cual es una obra maestra de narración sencilla y verídica.

La noche del mismo día en que las religiosas entraron en san Sixto, fue transferida a este lugar la imagen de Santa María del Tíber. La trasladaron de noche, porque los romanos se oponían a este cambio. Domingo, acompañado por los cardenales Esteban y Nicolás, precedido y seguido por mucha gente que llevaba velas, conducía la imagen sobre sus hombros. Todos iban descalzos. Las religiosas, descalzas y rezando, esperaban la imagen en San Sixto en cuya iglesia se instaló felizmente.

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Message  Javier Dim 10 Fév 2019, 6:34 am

Todos estos hechos, comprendiendo el viaje de Francia a Roma, tuvieron lugar dentro del espacio de cinco a seis meses, desde el 11 de septiembre de 1217 a principios de marzo del año siguiente. Sin embargo, a pesar de tantas ocupaciones y deberes, Domingo encontraba aún tiempo para entregarse a obras particulares de caridad. Iba con frecuencia a visitar a las “reclusas”, es decir, a las mujeres que voluntariamente se habían encerrado en huecos de murallas para no salir de ellos jamás. Estas mujeres se encontraban en diversos puntos de la ciudad, en las laderas desiertas del monte Palatino, en el fondo de las antiguas torres de guerra, en los arcos de los acueductos en ruinas, como centinelas de la eternidad destacadas en aquellos restos. Domingo iba a visitarlas al caer de la tarde; les llevaba en su corazón aumento de fuerzas que había reservado en él para ellas; después de haber hablado a la muchedumbre, iba a hablar a la soledad. Una de estas reclusas, llamada Lucía, que habitaba detrás de la iglesia de san Anastasio, en el camino de San Sixto, sufría de un mal devorador en un brazo, qué dejaba al descubierto el hueso. Domingo la curó una tarde con una simple bendición. Otra, cuyo pecho estaba comido por los gusanos, tenía su alojamiento en una torre vecina a la puerta de San Juan de Letrán. Domingo la confesaba, y de cuando en cuando le llevaba la sagrada Eucaristía. Una vez le rogó le dejase ver uno de los gusanos que la atormentaban y que ella guardaba amorosamente en su seno, como enviado por la Providencia. Bona (así se llamaba esta mujer) consintió el deseo de Domingo; pero el gusano se convirtió en una piedra preciosa en manos del taumaturgo, y el pecho de Bona quedó purificado y sano como el de un niño.

Domingo estaba entonces en el esplendor de la madurez. Su cuerpo y alma habían llegado a esa época de la vida en que la incipiente vejez constituye una perfección y una gracia del vigor. “De mediana estatura, delgado talle, cara bella y un poco coloreado por la sangre; cabellos y barbas de una rubicundez bastante viva y bonitos ojos. En la frente, entre las cejas, surgía cierta luz radiante que atraía el respeto y el amor. Estaba siempre alegre, y era agradable, excepto cuando sentía compasión por alguna aflicción del prójimo. Sus manos eran largas y bellas; su voz, alta, noble y sonora. No fue nunca calvo, y toda su corona religiosa estaba sembrada por algunos cabellos blancos.” (Relato de sor Cecilia, n. 14.)

Así nos lo pinta sor Cecilia, que le conoció en aquellos heroicos tiempos de San Sixto y Santa Sabina.

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Message  Javier Lun 11 Fév 2019, 8:32 am

CAPÍTULO XII - Estancia de Domingo en Santa Sabina - san Jacinto y el beato Ceslao entran en la Orden - Unción del beato Reginaldo por la Santísima Virgen

La iglesia de Santa Sabina, junto a la cual habitaban los dominicos desde su salida de San Sixto, está dirigida en el monte Aventino. Un antigua inscripción nos atestigua fue fundada durante el pontificado de Celestino I, a principios del siglo V, por un sacerdote de Iliria llamado Pedro. Sus muros se elevaban sobre el lugar más alto y más abrupto del monte, por encima de la estrecha ribera en que el Tíber rumorea en su camino hacia Roma, rozando sus olas los restos del puente que Horacio Cocles defendió contra Porsena. Dos hileras de columnas antiguas, que soportan un techo sin adornos, dividen la iglesia en tres naves, terminadas cada una de ellas por un altar. Esta era la basílica primitiva en toda la gloria de su sencillez. Las reliquias de Santa Sabina, que murió por Jesucristo en tiempos de Adriano, descansan bajo el altar mayor, todo lo cerca posible al lugar de su martirio, indicado por la tradición. Otros huesos preciosos figuraban al lado de los suyos. La iglesia tocaba al palacio de los Sabelli, ocupado entonces por Honorio III, sitio en donde había sido fechada la bula de aprobación de nuestra Orden. Desde las ventanas de esta habitación, una parte de la cual había sido cedida a Domingo, la vista caía sobre el interior de Roma y se detenía en las colinas del Vaticano. 12 rampas sinuosas conducían a la ciudad: una descendía hacia el Tíber; la otra. Hacia uno de los ángulos del monte Palatino, cerca de la iglesia de Santa Anastasia. Este era el camino que Domingo seguía casi a diario de Santa Sabina a San Sixto. Ninguna senda terrestre conserva más huellas de sus pasos, pues casi todos los días, durante más de seis meses, descendía o remontaba la pendiente, llevando de uno al otro convento el ardor de su caridad.

Cuando el viajero entra en Santa Sabina, que continúa siendo una de las obras maestras de Roma, y visita con cuidado las piadosas naves, observa en una capilla lateral unos frascos antiguos. Uno de ellos representa a nuestro padre santo Domingo dando el hábito a un joven arrodillado ante él, mientras otro joven está tendido en tierra; tanto la cara del uno como la del otro quedan ocultas a la vista del espectador; y, no obstante, ambos causan la misma emoción. Esos dos jóvenes son dos polacos: Jacinto y Ceslao Odrowaz. habían acompañado a Roma a su tío Yvo Odrowaz, obispo electo de Cracovia, Y conducidos probablemente a San Sixto por el cardenal Ugolino, antiguo condiscípulo de Yvo en la universidad de París, asistieron a la resurrección del joven Napoleón. El obispo rogó a Domingo inmediatamente le diese algunos religiosos para llevarlos él consigo a Polonia. El santo le objetó que no había ninguno que estuviese iniciado en la lengua y costumbres polacas y que si alguien de los suyos quisiera tomar el hábito, este sería el mejor medio para propagar la Orden en Polonia y los países del Norte. Jacinto y Ceslao se ofrecieron entonces espontáneamente. Se cree que eran hermanos; pero está fuera de dudas que pertenecían a la misma familia. Su corazón se parecía como se parecía su sangre. Consagrados a Jesucristo por el sacerdocio, honraron a su Maestro a los ojos de su patria, y la juventud en ellos no era sino una virtud más. Jacinto era canónigo de la iglesia de Cracovia; Ceslao, prefecto o preboste de la iglesia de Sandomira. Ambos tomaron el hábito juntos en la iglesia de Santa Sabina, juntamente con otros dos compañeros de viaje, conocidos en la historia de los dominicos con los nombres de Enrique de Moravia y Hermán de Teutona. Polonia y Alemania, únicos países de Europa que no habían dado aún hijos a la Orden de Predicadores, le aportaron atendía su tributo sobre esta colina misteriosa que los romanos no habían comprendido en su sagrado recinto, y cuyo nombre significa “mansión de pájaros”. (“Dirarum nidis domus opportuna volucrum.” Virg. Aen., lib. VIII.)


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Message  Javier Mar 12 Fév 2019, 9:42 am

¡Cuán grandes y sencillos son los caminos de Dios! Ugolino Conti de Italia e Yvo Odrowaz de Polonia se encontraron en la universidad de París. Allí pasaron juntos algunos días de su juventud; luego, el tiempo, que confirma o rompe la amistad lo mismo que todas las cosas, puso entre sus corazones un abismo de más de cuarenta años. Yvo, elevado al episcopado, se vio obligado a ir a Roma, y en ella encontró al purpurado amigo de pasados años. El cardenal condujo un día a su amigo a la iglesia de San Sixto para darle a conocer a un hombre cuyo nombre no había oído nunca, y aquel mismo día la virtud de aquel hombre se manifestó de improviso por el acto más elevado del poder, por un acto de soberanía sobre la vida y sobre la muerte. Yvo, subyugado, pide a Domingo alguno de sus compañeros, sin saber que en tiempo pasado había ido a París para procurar a Domingo algunos de sus compañeros, y que ahora venía a Roma trayéndole cuatro nobles jóvenes del septentrión, predestinados por Dios para sembrar conventos de Predicadores en Alemania, Polonia, Prusia y hasta en el corazón de Rusia.

Jacinto y sus acompañantes estuvieron poco tiempo en Santa Sabina. En cuanto estuvieron suficientemente instruidos sobre las reglas de la Orden, marcharon con el obispo de Cracovia. Al pasar por Friesach, ciudad de la antigua Nórica, situada entre el Drave y el Muhr, viéronse impulsados por el Espíritu Santo a anunciar en aquella comarca la palabra de Dios. Su predicación cambio aquel país de punta a cabo. Animados por el éxito, tuvieron la idea de erigir allí un convento. En seis meses lo lograron, dejándolo bajo la dirección de Hermán, el teutón, poblado ya por muchos habitantes. A su vuelta a Cracovia, el obispo les donó una vivienda para que la convirtiesen en convento; era aquella una casa de madera que dependía del obispado. Estas fueron las primicias de la Orden en las regiones septentrionales. Ceslao fundó los conventos de Praga y de Breslau, y Jacinto plantó las tiendas dominicanas hasta la región de Kiev, ante los ojos de los cismáticos griegos y el rumor de las invasiones tártaras.

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Message  Javier Mer 13 Fév 2019, 6:14 am

Tanto el norte como el sur parecía habían entablado competencia en cuanto a ver cuál de los dos enviaba a Domingo mejores trabajadores. Había entonces en Francia un célebre doctor llamado Reginaldo, que había enseñado Derecho canónico en París durante cinco años, y que a la sazón era deán del cabildo de San Aniano de Orleans. En el año 1218 fue a Roma para visitar el sepulcro de los Santos Apóstoles, proponiéndose marchar luego a Jerusalén para venerar allí el del Señor. Pero esta doble peregrinación no era más que el preludio de un nuevo género de vida que había resuelto abrazar. “Dios le había inspirado el deseo de abandonarlo todo para dedicarse a la predicación del Evangelio y se estaba preparando para este ministerio, sin saber aún de qué manera lo cumpliría, Pues ignoraba hubiera sido instituida una Orden de Predicadores. Sucedió que en una conversación confidencial que sostuvo con un cardenal, abrió su corazón sobre este asunto, diciéndole pensaba abandonarlo todo para predicar la doctrina de Jesucristo por todas partes en estado de pobreza voluntaria. Entonces el cardenal le dijo: “precisamente acaba de constituirse una Orden que tiene por fin unir la práctica de la pobreza al oficio de la predicación, Y tenemos en la ciudad al General de la nueva Orden, que se ocupa en anunciar la palabra de Dios.” al oír esto el maestro Reginaldo, se apresuró a ir en busca del bienaventurado Domingo y revelarle el secreto de su alma. La vista del santo y la gracia de sus discursos le sedujeron, y resolvió desde aquel momento a entrar en la Orden. Pero la adversidad, que es lo que sirve de prueba a todos los santos proyectos, no tardó en oponerse al suyo. Enfermó tan gravemente, que la naturaleza parecía sucumbir bajo los asaltos de la muerte; tanto, que los médicos desesperaban de salvarle. El bienaventurado Domingo, afligido al considerar la pérdida de aquel cuyos servicios no había podido utilizar aún, se dirigió a la Divina Misericordia con insistencia, suplicándole, según contó luego a sus hermanos, no le privase de un hijo que había sido más bien concebido que nacido, y le concediese la vida, al menos por algún tiempo. Mientras oraba dirigiendo esta súplica, la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y Señora del mundo, acompañada por dos jóvenes de una belleza inconmensurable, se apareció al maestro Reginaldo, despierto y consumido por el ardor de la fiebre, oyó a la Reina del Cielo que le decía: “Pídeme lo que quieras y te lo concederé.” Al comenzar a deliberar, una de las jóvenes que acompañaban a la Bienaventurada Virgen le sugirió la idea de no pedir nada, si no entregarse a la voluntad de la Reina de la Misericordia, cosa que aceptó de muy buena gana. Entonces aquella, extendiendo su mano virginal, le hizo una unción sobre los ojos, las orejas, la nariz, la boca, las manos, los riñones y los pies, pronunciando al mismo tiempo palabras apropiadas a cada una de las unciones. Sólo he podido comprender las palabras relativas a la unción de los riñones y de los pies. Al tocar los riñones dijo: “ciñan tus lomos el cordón de la castidad”, y al tocar los pies dijo: “un hijo tus pies para la predicación del Evangelio de paz.” luego le mostró el hábito de los Frailes Predicadores, diciéndole: “he aquí el hábito de tu Orden”, y desapareció ante sus ojos. Reginaldo se sintió curado al momento, ungido como lo había sido por la Madre de Aquel que posee el secreto de toda salvación. A la mañana siguiente, cuando Domingo vino a verle y le preguntó familiarmente cómo se encontraba, respondió que no sentía ya mal alguno, y le contó su visión. Ambos dieron juntos devotamente gracias a Dios, Que hiere y cura las heridas." (el beato Humberto: “Vida de Santo Domingo”.)

Dos días después, estando Reginaldo sentado con Domingo y un religioso de la Orden de los Hospitalarios, se renovó la unción milagrosa en él en presencia de aquellos, como si la augusta Madre de Dios concediese a aquel acto una considerable importancia y hubiese querido llevarlo a efecto ante testigos. En efecto: Reginaldo era en este caso el representante de la Orden de Religiosos Predicadores, y la Reina del Cielo y de la tierra contraía una alianza en su persona con la Orden entera. El rosario había sido el primer signo de esta alianza, y la joya de la Orden en el momento de su bautismo; la unción de Reginaldo, indicio de virilidad y confirmación, debía ser también un signo duradero y conmemorativo. Por eso la Bienaventurada Virgen, al presentar al nuevo predicador el hábito de la Orden, no se lo presentó tal como se llevaba entonces, sino con un cambio notable que es necesario explicar.

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Message  Javier Jeu 14 Fév 2019, 8:03 am

Ya hemos dicho que Domingo fue durante largo tiempo canónigo de Osma y que en Francia había continuado el uso de su hábito, habiéndolo adoptado también para su Orden. Este hábito consistía en una túnica de lana blanca recubierta por una sobrepelliz de lino, envueltas ambas por una capa y una capucha de lana negra. Pero en el vestido que la Santísima Virgen mostró a Reginaldo, la sobrepelliz de lino estaba reemplazada por un escapulario de lana blanca; es decir, por una simple banda de tela, destinada a cubrir la espalda y el pecho, descendiendo por ambos lados hasta las rodillas. Este vestido no era nuevo. Se habla de él en la vida de los religiosos de Oriente, que lo adoptaron, sin duda, como complemento de la túnica, cuando el trabajo o el calor les obligaba a despojarse del manto. Nacido del sentimiento de pudor, cayendo como un velo sobre el corazón del hombre, el escapulario había llegado hacer en la tradición cristiana el símbolo de la pureza, y en consecuencia, el hábito de María, la Reina de las Vírgenes. Al mismo tiempo que ceñía María en la persona de Reginaldo toda nuestra Orden con el “cíngulo de pureza” y preparaba sus pies para la “predicación del Evangelio de paz”, con el escapulario le daba el signo exterior de esta virtud de los ángeles, sin la cual es imposible sentir y anunciar las cosas celestiales.

Después de este gran acontecimiento, uno de los más famosos de la antigüedad Dominicana, Reginaldo salió para Tierra Santa, de dónde le veremos volver en su día, y la Orden abandonó la sobrepelliz de lino, reemplazándola por el escapulario de lana, convertido en parte principal y característica de su indumentaria. Cuando un religioso predicador hace profesión, su escapulario es lo único que bendice el prior que recibe sus votos, y en ningún caso puede salir de su celda sin haberse revestido con él, ni para que le lleven al sepulcro. La Santísima Virgen manifestó de otra manera también, en la misma época, la ternura materna que sentía por la Orden. “Una tarde que Domingo había quedado orando en la iglesia, salió de ella cuando ya era de noche, y entró en el dormitorio donde los frailes tenían sus celdas y dormían ya. Cuando hubo terminado lo que había venido a hacer, se puso de nuevo a orar en uno de los extremos del dormitorio, y mirando por casualidad al opuesto, vio que se adelantaban tres señoras, entre las cuales, la que iba en el centro parecía la más bella y más venerable. Sus compañeras llevaban, una, un magnífico acetre; la otra, un hisopo, que presentaba a su Señora, la cual roció a los religiosos e hizo la señal de la cruz sobre ellos. Pero al llegar ante cierto religioso, pasó sin bendecirle. Al notar Domingo quién era el interesado, fue hasta la mujer que bendecía y que estaba en mitad del dormitorio, cerca de la lámpara suspendida en aquel lugar; se prosternó a sus pies, y aunque ya la hubo reconocido, la suplicó le dijiste quién era. En aquel tiempo, esa bella y devota antífona “salve Regina”, no se cantaba en el convento de los religiosos y religiosas de Roma; solamente se recitaba de rodillas, después de las completas. La mujer que bendecía respondió al bienaventurado Domingo: “soy aquella a quien invocáis todas las noches y cuando decís eia ergo advocata nostra, me prosterno ante mi hijo por la conservación de esta Orden.” entonces el bienaventurado Domingo se informó sobre quiénes eran aquellas dos jóvenes que la acompañaban. La Santísima Virgen contestó: “una es Cecilia, la otra Catalina.” Domingo preguntó aún porque había pasado uno de los religiosos sin bendecirlo, y le contestó: “porque no estaba de manera conveniente.” y habiendo terminado su ronda, rociado y bendecido al resto de los frailes, desapareció. Domingo volvió a orar al lugar en donde estaba antes, y apenas comenzó su oración, se vio arrebatado en espíritu hasta llegar a Dios. Vio al Señor,
que tenía a su derecha a la Bienaventurada Virgen, y le pareció que Nuestra Señora estaba revestida con un manto de color zafiro. Mirando a su alrededor, vio ante Dios religiosos de todas las Ordenes; pero no vio a ninguno de los suyos. Entonces rompió a llorar amargamente, no atreviéndose aproximarse al Señor ni a su Madre. Nuestra Señora le hizo con la mano señal para que se acercase; pero él no osó hacerlo, hasta que el Señor le hizo el mismo signo. Entonces fue y se prosternó ante ellos llorando amargamente. El Señor le dijo: “¿Por qué lloras tan amargamente?” y él respondió: “Lloro porque veo aquí religiosos de todas las órdenes y no veo ninguno de la mía.” Entonces el Señor dijo: “¿Quieres ver tu Orden?”. Domingo respondió temblando: “sí, Señor.” El Señor puso su mano sobre el hombro de la Bienaventurada Virgen, diciendo a Domingo: “yo he confiado tu Orden a mi Madre.” y luego dijo: “verdaderamente, ¿Quieres ver tu Orden?” y él contestó: “sí, Señor.” En aquel momento la Bienaventurada Virgen abrió el manto que la revestía, y extendiéndolo ante los ojos de bienaventurado Domingo, de tal manera que cubriera con su inmensidad toda la patria celestial, vio bajo él una multitud de sus hermanos. Domingo se prosternó para dar gracias a Dios y a la Bienaventurada María, su Madre, y la visión desapareció, volvió en sí, y tocó a maitines. Una vez terminados los maitines, convocó a sus hermanos a capítulo y les pronunció un bello discurso sobre el amor y la veneración que debían sentir hacia la Bienaventurada Virgen, y, entre otras cosas, los relatos su visión. A la salida del capítulo se retiró a solas con el religioso a quien la Bienaventurada Virgen no había bendecido, y le preguntó con dulzura si no le había ocultado algún pecado secreto, pues aquel mismo religioso había confiado al bienaventurado Domingo su confesión general. El aludido contestó: “padre, nada tengo sobre la conciencia, a no ser que esta noche al despertarme me encontrado en la cama sin vestidura alguna.” el bienaventurado Domingo contó está visión a la hermana Cecilia y a las demás hermanas de San Sixto, pero atribuyéndola a otro; pero los religiosos que estaban presentes hicieron una señal a las religiosas para indicar que era a él a quién se había presentado. Aprovechando esta ocasión, el bienaventurado Domingo ordenó a todos que en cualquier sitio que hiciese noche, se acostaste con túnica y calzas.”
(relato de sor Cecilia, n. 7.)

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Message  Javier Ven 15 Fév 2019, 5:19 am

El segundo domingo de Cuaresma siguiente al traslado de las religiosas a San Sixto, Domingo les dedicó un sermón solemne en la iglesia, en presencia de un gran número de gente del pueblo, y lanzó al demonio fuera del cuerpo de una mujer que perturbaba la asamblea con sus gritos. Otra vez, al presentarse en el torno del monasterio, sin que le esperasen, preguntó a la tornera cómo se encontraban las hermanas Teodora, Tedrana y Ninfa, y al decirle que sufrían fiebre, dijo a la tornera: “Vaya a decirles de mi parte que les ordeno que no tengan fiebre.” (relato de sor Cecilia, n. 9.) la tornera fue, y cuando les intimó la orden del santo se encontraron curadas.

Era perpetua costumbre del venerable padre emplear todo el día atrayéndose almas, ya por medio de la predicación, ya confesando, ya con obras de caridad. Por la tarde se dirigía a visitar a las monjas, y, en presencia de los religiosos, les pronunciaba un discurso o una conferencia sobre los deberes de la Orden, pues ellas no tenían otro maestro que las instruyese. Una tarde se entretuvo más que de costumbre, y las hermanas, creyendo que ya no vendría, abandonaron la oración y se dirigieron a sus celdas. Pero de pronto los frailes tocaron la campanilla qué servía de señal a la comunidad cuando el bienaventurado Domingo venía a verlas. Se apresuraron todas a volver a la iglesia, y al abrir la reja, le encontraron ya sentado con los padres esperándolas. El bienaventurado Domingo les dijo: “hijas mías, vengo de pescar, y el Señor me ha enviado un pez muy grande.” esto lo decía por fray Gaudión, a quién había recibido en su Orden, y que era hijo único de cierto señor llamado Alejandro, ciudadano romano y hombre magnífico. Después les dio una gran conferencia, que les produjo gran consuelo. Luego les dijo: “Bueno será que tomemos un refrigerio.” y llamando al hermano Roger, que era el despensero, le ordenó fuese a traer vino y una copa. El hermano los trajo, y el bienaventurado Domingo le ordenó llenase la copa hasta el borde. Luego la bendijo y bebió él primero, después de lo cual vivieron todos los demás presentes. Eran en número de veinticinco, contando los sacerdotes y los legos, y todos bebieron cuanto quisieron, sin que la copa bajase del nivel. Cuando hubieron bebido todos, el bienaventurado Domingo dijo: “quiero que todas mis hijas beban también.” y llamando a la hermana Nubia, le dijo: “Vete al torno, toma la copa y da de beber a todas las religiosas.” Aquélla fue con una compañera y tomó la copa, llena hasta su borde, no cayendo ni una sola gota. La priora bebió la primera, y luego todas las hermanas tanto como quisieron, mientras el bienaventurado Domingo les repetía frecuentemente: “bebed cuanto queráis, hijas mías.” Eran el número de ciento cuarenta, y todas bebieron cuanto quisieron; no obstante la copa seguía estando llena, como si no se hiciese otra cosa más que verter vino en ella, y cuando la trajeron de nuevo estaba aún llena hasta su borde. Una vez hecho esto, el bienaventurado Domingo dijo: "el Señor quiere que vaya a Santa Sabina.” Pero fray Tancredo, prior de los religiosos; fray Odón, prior de las monjas, y todos los religiosos y la priora con sus hermanas, se esforzaron por retenerle, diciéndole: “Padre santo, la hora ha pasado; es cerca de medianoche, y no está bien que se retiren ustedes.” Él, sin embargo, rehusaba acceder a sus súplicas, y decía: “el Señor quiere absolutamente que me marche; Él nos enviará su ángel para que nos acompañe.” Tomó, pues, por compañero a fray Tancredo, prior de los religiosos, y a fray Odón, prior de las hermanas, y se puso en camino. Al llegar a la puerta de la iglesia para salir, de acuerdo con la promesa de Domingo, un joven de gran belleza se ofreció para acompañarles; llevaba un bastón en la mano, y rompió la marcha. entonces el bienaventurado Domingo hizo pasar delante a sus compañeros; El joven iba delante, y él el último, Llegando de esta manera hasta la puerta de la iglesia de Santa Sabina, que encontraron cerrada. El joven que les precedía se apoyó sobre un lado de la puerta, y aquélla se abrió inmediatamente; entró él primero, luego los frailes, y tras ellos el bienaventurado Domingo. Después el joven salió y la puerta se cerró inmediatamente. Fray Tancredo dijo al bienaventurado Domingo: “Padre santo, ¿Quién es ese joven que ha venido con nosotros?” “Hijo mío, - contestó aquél - , es un ángel del Señor, a quien el Señor ha enviado para que nos guardase.” Tocaron a maitines entonces, y los padres descendieron al coro, sorprendidos al ver en él al bienaventurado Domingo, e inquietos por saber la manera cómo había entrado estando las puertas cerradas. Había en el convento un joven novicio, ciudadano romano, llamado el hermano Santiago que, descarriado por una violenta tentación, había resuelto abandonar la Orden después de los maitines, cuando abriesen las puertas de la iglesia. Domingo, que había recibido la revelación, mandó llamar al novicio a la salida de maitines, advirtiéndole dulcemente no cediese a las astucias del enemigo; al contrario, persistiese animosamente en el servicio de Cristo. El joven, insensible a sus consejos y súplicas, se quitó el hábito, diciéndole que había tomado la irrevocable resolución de salir. El muy misericordioso padre, conmovido por la compasión, le dijo: “hijo mío, espera un poco; después ya harás lo que quieras”, y se puso a orar prosternado en tierra. Entonces se vio cuáles eran los méritos de Domingo cerca de Dios y cuán fácilmente podía obtener lo que deseaba. En efecto: aún no había terminado su plegaria, cuando el joven se echó a sus pies anegado en llanto, conjurándole para que le devolviese el hábito que se había quitado movido por la violencia de la tentación, prometiéndole no abandonar nunca la Orden. El venerable Domingo le devolvió el hábito, no sin aconsejarle aún continuase firme en el servicio de Cristo; esto se cumplió, pues éste religioso vivió mucho tiempo en la Orden, siendo su conducta edificante. Al siguiente día, por la mañana, el bienaventurado Domingo volvió a San Sixto con sus compañeros, y los religiosos relataron en su presencia a sor Cecilia y a las demás hermanas lo que había sucedido, y el bienaventurado Domingo confirmó sus discursos, diciendo: “hijas mías, el enemigo de Dios quería quitarnos una oveja del rebaño; Pero el Señor la ha libertado de sus manos.” (relato de Sor Cecilia, n. 6.)

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Message  Javier Sam 16 Fév 2019, 5:22 am

En el año 1575, durante el pontificado de Gregorio XIII, las religiosas de San Sixto, ahuyentadas de su retiro por el aire febril de la campiña romana, vinieron a establecerse en el quirinal, en el nuevo monasterio de Santo Domingo y San Sixto, llevando consigo en su emigración la imagen de la Santísima Virgen. San Sixto, despojado y abandonado, quedó bajo la guardia de sus recuerdos. Nada quedó en él: ni mármoles preciosos, ni bronces cincelados, ni columnas tomadas por el cristianismo a la antigüedad profana, ni cuadros pintados sobre el alabastro inmortal; nada, en fin, que atrajese la vista de nadie. Cuando el forastero, después de visitar la tumba de Cecilia Metella y el bosque de la ninfa Egeria, vuelve a Roma por la vía Apia, descubre antes sí, a su derecha, una especie de caserón grande y triste, coronado por uno de esos campanarios afilados, tan raros en los puntos de vista romanos; pasa por allí sin preguntar qué es aquello. ¿Qué le importa “San Sixto El Antiguo”? hasta aquellos que buscan amorosamente la pista de los santos, desconocen el tesoro oculto entre aquellos muros, al que el tiempo ha respetado su humildad. Pasan sin que nada les advierta el lugar que habitó uno de los más grandes hombres del cristianismo, y en dónde obró tantas maravillas. El patio exterior, la iglesia, los cuerpos del monasterio, el cercado, existen aún, y hasta la Revolución Francesa los generales de la Orden conservaron una habitación. El Papa Benedicto XIII, durante el siglo último, tenía la costumbre de pasar algunos días de la primavera y el otoño, y restauró la iglesia, que amenazaba la ruina. Actualmente ocupa el cuerpo del monasterio una oficina del estado, excepto aquella famosa sala del capítulo, en la que Domingo resucitó tres muertos. Se ha levantado un altar en el lugar mismo en donde ofreció el santo sacrificio por el joven Napoleón. La iglesia queda como una de las estaciones del sacerdocio romano, que el miércoles de la tercera semana de Cuaresma viene a celebrar allí el oficio solemne del día.

Santa Sabina ha sido más dichosa. Desde el año 1273, durante el pontificado de Gregorio X, dejó de ser residencia del Maestro General, que se trasladó al centro de Roma, al convento de Santa María sopra Minerva. el Aventino ha quedado tan solitario como la vía Apia, y los pájaros, que fueron sus primeros habitantes, no lo habitan ya. Pero una colonia de hijos de Domingo no ha cesado de vivir a la sombra de los muros de Santa Sabina, protegida también por la belleza de su arquitectura. En la iglesia, sobre un trozo de columna, se ve una gruesa piedra negra, que la tradición afirma lanzó el demonio contra Domingo para interrumpir sus meditaciones por la noche. El convento posee también la estrecha celda en la que se retiraba alguna vez, la sala en donde dio el hábito a san Jacinto y al bienaventurado Ceslao, y, en un rincón del jardín, un naranjo, plantado por él, ofrece hojas y fruto a la piadosa mano del ciudadano o del viajero.

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Message  Javier Dim 17 Fév 2019, 6:26 am

CAPÍTULO XIII - Fundación de los conventos de Santiago de París y san Nicolás de Bolonia

Los religiosos que Domingo había enviado a París después de la asamblea de Prouille se dividieron en dos grupos. El primero estaba integrado por Manés, Miguel de Fabra y Oderico, y llegó a su destino el 12 de septiembre. El segundo lo formaban Mateo de Francia, Beltrán de Garriga, Juan de Navarra y Lorenzo de Inglaterra, y llegó tres semanas más tarde. Se alojaron en el centro de la ciudad, en una casa que alquilaron cerca del hospital de Nuestra Señora, a las puertas del arzobispado. Excepto Mateo de Francia, que pasó parte de su juventud en las escuelas de la universidad, ninguno de ellos era conocido en París. Así vivieron diez meses en extrema necesidad, animados por el recuerdo de Domingo y una revelación que había recibido Lorenzo de Inglaterra sobre el lugar futuro de su establecimiento.

Por aquel tiempo, Juan de Barastre, decano de San Quintín, capellán del rey y profesor de la Universidad de París, fundó cerca de una de las puertas de la ciudad, denominada de Narbona o de Orleans, un hospicio para los extranjeros pobres. La capilla del hospicio estaba dedicada al apóstol Santiago, tan celebrado en España, y cuyo sepulcro atrae a los fieles, constituyendo una de las grandes peregrinaciones del mundo cristiano. Sea que los frailes españoles se hubieren presentado en el hospital por devoción, o debido a otra causa, el resultado fue que Juan de Barastre supo que en París había nuevos religiosos dedicados a predicar el Evangelio de la misma manera que lo hicieron los apóstoles. Les conoció, les admiró, les tomó afecto, y comprendiendo, sin duda, la importancia de su institución, el 6 de agosto de 1218 les puso en posesión de dicha casa de Santiago, que había destinado a Jesucristo, representado por los extranjeros pobres. Jesucristo, agradecido, le envío más ilustres huéspedes que aquellos a quienes esperaba recibir, y el modesto asilo de la puerta de Orleans se convirtió en vivienda de apóstoles, escuela de sabios y tumba de reyes. El 3 de mayo de 1221, Juan de Barastre confirmó con un acta auténtica la donación que había hecho a los religiosos, y la Universidad de París, a ruegos de Honorio III, abandonó los derechos que poseía sobre estos lugares, estipulando, sin embargo, que sus doctores, al fallecer, serían honrados con los mismos sufragios espirituales que los miembros de la Orden, a título de cofradía.

Disponiendo ya de un alojamiento estable y público, los religiosos comenzaron a darse a conocer. La gente venía a escucharles, y obtenían adeptos entre los innumerables estudiantes que, de todos los puntos de Europa, traían a París el ardor común de su juventud y el diverso genio de sus naciones. A partir del verano de 1219, el convento de Santiago contaba con treinta religiosos. Entre los que tomaron el hábito en aquella época, el único cuyo recuerdo ha llegado hasta nosotros es Enrique de Marburgo. Había sido enviado a París hacía muchos años por uno de sus tíos, piadoso caballero que habitaba en la ciudad de Marburgo. Habiendo fallecido, se le apareció en sueños y le dijo: “toma la cruz para expiar mis culpas y pasa el mar. Cuando vuelvas de Jerusalén encontrarás en París una Orden nueva de Predicadores, a la que te entregarás. No temas su pobreza y no desprecies su reducido número, pues llegarán a formar un pueblo y se fortalecerán con la salvación de muchos hombres.” (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. IV, cap. XIII.) Enrique pasó el mar, y de vuelta a París en los días en que los frailes comenzaban a establecerse en aquella ciudad, abrazo su institución sin vacilar. Fue uno de los primeros y más célebres Predicadores del convento de Santiago. El rey san Luis le tomó afecto, Llevándole consigo a Palestina en el año 1254. Murió a la vuelta del viaje.

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Message  Javier Lun 18 Fév 2019, 11:19 am

He aquí un rasgo que acostumbraba a contar, refiriéndose a los primeros tiempos de los dominicos en París: “sucedió que dos religiosos “en camino” no habían comido nada aún al dar las tres de la tarde, y se preguntaban cómo podrían apaciguar el hambre en un país desconocido que cruzaban. Mientras estaban en esto, un hombre en traje de viajero se les presentó y les dijo: “¿Qué estáis hablando, hombres de poca fe? Buscad primeramente el reino de Dios, y lo demás ya os será dado con abundancia. Habéis mostrado bastante fe al sacrificaros y dedicaros a Dios, ¿Y ahora teméis que no cuide de alimentaros? Pasad este campo, y cuando entréis en el valle que está más abajo, encontraréis un pueblecito; entrad en su iglesia, el párroco os invitará; llegará a un caballero que querrá que vayáis su casa casi por fuerza; pero el patrono de la iglesia intervendrá, y os conducirá al párroco, al caballero y a vosotros mismos a su casa, en donde os tratará magníficamente. Tened confianza en el Señor, excitad la confianza en él entre vuestros hermanos.” Dicho esto desapareció; luego todo sucedió como había sido predicho. Los religiosos, al volver a París, relataron lo sucedido a fray Enrique y al corto número de religiosos que había entonces allí.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I. Capítulo V)

Esta extremada penuria de los religiosos había sido probablemente la causa de que dos de entre ellos, Juan de Navarra y Lorenzo de Inglaterra, fuesen a Roma a vivir con Domingo. El santo, desde el momento de su llegada en el mes de enero de 1218, ordenó a Juan de Navarra partirse para Bolonia, acompañado de otro fraile que los historiadores llaman Beltrán, para distinguirlo de Beltrán de Garriga. Poco después les envío a Miguel de Uzero y Domingo de Segovia, vueltos de España; otros dos frailes, Ricardo y Cristino, y el lego fray Pedro. Esta pequeña colonia obtuvo en Bolonia, como sabemos, no se sabe cómo, una casa y una iglesia llamadas Santa María de Mascarella. Pero tocante a lo demás vivía en una profunda miseria, sin poder sobrellevar el peso de una ciudad grande, en la que tanto la religión como los negocios y los placeres tienen su curso regulado, y en la cual la novedad no conmueve sino en condiciones difíciles. Todo cambió de aspecto a llegar un hombre. Reginaldo apareció en Bolonia el 21 de diciembre de 1218, a su vuelta de Tierra Santa, y muy pronto se vio la ciudad conmovida hasta sus cimientos. Nada puede compararse con este éxito de la elocuencia divina. En 8 días Reginaldo se adueñó de la ciudad de Bolonia. Los eclesiásticos, los jurisconsultos, los alumnos y los profesores de la Universidad entraban en grupos a formar parte de una Orden que aún era desconocida la víspera. Grandes talentos llegaron a temer oír la palabra del orador por miedo a que le sedujese. “Cuando fray Reginaldo, de santa memoria, deán que fue de Orleans - nos dice un historiador - predicaba en Bolonia, y atraía hacia la Orden a los eclesiásticos y doctores afamados, maese Moneta, que enseñaba entonces las Artes y era famoso en toda Lombardía, al ver la conversión de tan gran número de hombres, comenzó a temer por sí mismo. Por eso evitaba con cuidado encontrarse con fray Reginaldo y apartaba a sus discípulos de su camino. Pero el día de la fiesta de san Esteban sus alumnos le hicieron ir a la iglesia para que escuchase el sermón, y al no poder sustraerse a la asistencia a la fiesta, ya por ir entre ellos o debido a otra cualquier razón, les dijo: “vamos primeramente a San Próculo a oír misa; no una, sino tres.” Moneta deseaba que pasase el tiempo expresamente para no asistir a la predicación. No obstante, sus alumnos le dieron prisa, y por fin acabó por decirles: “vamos, pues.” cuando llegaron a la iglesia el sermón no había terminado aún, y la concurrencia era tan numerosa, que Moneta se vio obligado a oírlo desde el umbral de la puerta. Apenas prestó atención, quedó convencido. El orador exclamaba en aquel momento: “¡veo el Cielo abierto! sí, el Cielo está abierto para quien quiere ver y para quien desea entrar; las puertas están abiertas para quien quiera franquearlas. No cerréis vuestro corazón, vuestra boca, ni vuestras manos por temor a que el Cielo se os cierre también. ¿Por qué tardáis tanto en venir? os he dicho que el Cielo está abierto.” Tan pronto bajo Reginaldo del púlpito, Moneta, conmovido por Dios, fue a buscarle; le expuso su estado y sus ocupaciones e hizo voto de obediencia ante él. Pero como un sinfín de compromisos le privaban de su libertad, continuó vistiendo el traje mundano durante un año, cosa que le aconsejó fray Reginaldo; sin embargo, trabajó con todas sus fuerzas para procurarle oyentes y discípulos, y cada vez que le traía un adepto parecía tomar el hábito juntamente con él. (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I, capítulo III.)

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