VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Mientras Domingo se despedía de Roma, la Providencia le envió en la persona de Foulques, obispo de Tolosa, al amigo más antiguo que le quedaba. Foulques representaba en sí aquellos tiempos del Languedoc, ya tan lejanos, en que se erigió Nuestra Señora de Prouille y San Román de Tolosa, todos los beneficios y todos los recuerdos que rodeaban la cuna de la Orden de Predicadores. ¡cuán dulce debió ser la conversación de aquellos dos hombres! Dios coronó con un éxito inaudito los innumerables votos secretos que en otro tiempo habían hecho juntamente: veían el oficio de la predicación ennoblecido en la Iglesia por una orden religiosa extendida ya de uno al otro extremo de Europa, aquello de que tantísimas veces habían hablado, considerándolo una necesidad; es decir, el restablecimiento del apostolado. La participación que habían tomado en aquella grande obra no les había producido orgullo alguno; por el contrario, sentían cada vez con mayor alegría la gloria de la Iglesia, porque antes había sentido sus males con mayor dolor. Foulques, que no había sido el instrumento principal del designio de Dios, no sentía por ello tristeza alguna. Desde el principio se había mostrado superior al aguijón secreto de la envidia, y su alma episcopal despreció las pretensiones demasiado naturales del poder, con respecto a las cosas que no llevaba a cabo con sus propias manos. Dejó hacer el bien y ayudó a practicarlo, cosa más difícil aún que hacerlo por sí mismo. Su corona era pura; su corazón estaba contento. En cuanto a Domingo, ¿Qué más podía desear? ¡Oh! ¡momento dichoso en que el cristianismo, al fin de la carrera, tiene la convicción de haber cumplido la voluntad de Dios! ¡momento sublime en que extiende la paz que ha adquirido a su servicio en el corazón de otro cristiano, su compañero y su amigo! poseemos un acta de este abrazo de Foulques y Domingo, una especie de testamento, cuya lectura nos consolará de no haber podido oír de más cerca sus últimas conversaciones. Helo aquí:
“En el nombre del Señor damos a conocer a todos aquellos que leyeren la presente página, que nos, Foulques, obispo de Tolosa por la gracia de Dios, damos en nuestro nombre y en el de nuestros pecados, para defensa de la fe católica y utilidad de toda la diócesis de Tolosa, a vos, amado Domingo, General de la Predicación, así como a vuestros sucesores y frailes de la Orden la Iglesia de Nuestra Señora de Fanjeaux, con todos los diezmos y todos los derechos que de ella dependan, tanto los pertenecientes a nuestra persona como los de su fábrica y los del capellán de la iglesia, excepto la reserva para nos y para nuestros sucesores del derecho de cátedra, del de procuración y del encargo de las almas que consideremos al sacerdote que nos sea presentado por el General de la Orden, o por el prior establecido en dicha Iglesia o por los frailes. Y nos, Domingo, General de la Predicación, por nos y nuestros sucesores y los religiosos de la Orden, entregamos a vos, Foulques, obispo, y a vuestros sucesores, la sexta parte de los diezmos de todas las iglesias parroquiales de la diócesis de Tolosa, que en otro tiempo nos concedisteis con el consentimiento de los canónigos de San Esteban, y renunciamos a perpetuidad a esta donación, y nos comprometemos a no reclamarla en virtud de las leyes y de los cánones.” (Mamachi: “Anales de la Orden de Predicadores”, vol. I, apéndice, pág. 70)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Esta acta está fechada en Roma el 17 de abril de 1221. Lleva tres sellos: el de la catedral de San Esteban, el de Foulques y el de Domingo. El sello de Domingo le representa en pie, vistiendo el hábito de fraile predicador, con un bastón en la mano, y a su alrededor se ven grabadas las siguientes palabras: “Sello de Domingo, General de Predicaciones.” por ello se observa que el título magnífico de “General de la Predicación” que se le atribuye en el texto del acta no era de su elección, sino un homenaje de Foulques, que no pudo expresar con mayor grandeza lo que pensaba de su amigo. El soberano Pontífice, en sus bulas y cartas, nunca llamó a Domingo sino “Prior de San Román”, y más adelante, Prior de la Orden de Predicadores.
Foulques sobrevivió diez años a Domingo. Murió el 25 de diciembre de 1231, y fue inhumado en una capilla de la abadía de Grand-Selve, no lejos de Tolosa. Su tumba ha desaparecido bajo las ruinas que pueden verse aún hoy; pero las revoluciones del tiempo y de los imperios nada pueden contra su memoria, estrechamente ligada a un hombre y a una obra cuyo nacimiento protegió y cuya inmortalidad protege a él ahora.
Algunos días después del acta que acabamos de reproducir, Domingo se alejó de Roma, tomando el camino de Toscana. En Bolsena, situada al borde de este camino, había una casa cuyo dueño tenía la costumbre de darle hospitalidad, y fue recompensado antes de la muerte del santo de milagrosa manera. Un día que el granizo caía sobre las viñas que rodean Bolsena, Domingo apareció en el cielo, y extendiendo su capa sobre la viña de su bienhechor la preservó de aquella plaga. Todo el pueblo fue testigo de esta aparición, y, según atestigua Teodorico de Apolda, a fines del siglo XIII se veía aún en la viña la casita en que Domingo había pasado la noche cuando iba de camino y se detenía en Bolsena. Dicha casa estaba cuidadosamente conservada por los descendientes de su antiguo dueño, los cuales, por recomendación expresa de su predecesor, acogían en ella bondadosamente a los Predicadores siempre que encontraban ocasión.
Pentecostés se celebraba en el año 1221 el 30 de mayo. Era este día señalado para la celebración del segundo Capítulo General de la Orden en Bolonia. Domingo, al entrar en San Nicolás, observó que trabajaban para levantar el techo de uno de los brazos del convento para agrandar las celdas; Domingo, al ver estas obras, lloró mucho y dijo a fray Rodulfo, procurador del convento, y a los demás: “¡cómo! ¿Es que queréis abandonar la pobreza y edificaros palacios?” (“Actas de Bolonia”, declaración de Esteban de España, número 4.) Inmediatamente ordenó cesasen las obras, que no continuaron hasta después de su muerte.
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Las actas del segundo Capítulo General no han llegado hasta nosotros. Lo único que sabemos es la división que se hizo de la Orden en ocho provincias; a saber: España, Provenza, Francia, Lombardía, Roma, Alemania, Hungría e Inglaterra, no por derecho de antigüedad, sino por veneración por la persona del santo patriarca, que en ella había nacido. España tuvo pues por prior provincial a Suero Gómez; Provenza tuvo a Beltrán de Garriga; Francia, a Mateo de Francia; Lombardía, a Jordán de Sajonia; Roma, a Juan de Piacenza; Alemania, a Conrado el Teutón; Hungría, a Pablo de Hungría; Inglaterra a Gilberto de Frassinet. Las seis primeras provincias comprendían cerca de sesenta conventos, fundados en menos de cuatro años; las dos últimas, o sea Hungría e Inglaterra, no contaban aún con religiosos. Domingo envío a ellas algunos del seno del Capítulo General.
Pablo, que fue destinado a Hungría, era un profesor de Derecho Canónico de la Universidad de Bolonia, que recientemente había entrado en la Orden. Salió con cuatro compañeros, entre los frailes figuraban fray Sadoc, afamado por la eminencia de su virtud. Vesprim y Albe-Royal fueron las primeras ciudades en donde fundaron conventos. Más tarde avanzaron hasta cerca de aquella nación de los cumanos, que tanto había excitado de la solicitud de Domingo, y donde hubiera querido terminar sus días. Relataremos una sola historia sobre el establecimiento de los frailes en Hungría, porque sirve para familiarizarnos cada vez más con la manera cómo tenían lugar estas tantas expediciones. “En aquella época, de la provincia de Hungría llegaron a un pueblo a la hora en que los cristianos tenían costumbre de reunirse para oír misa. cuando aquella terminó, y los habitantes de dicho pueblo volvían cada uno a su casa, el sacristán cerró la puerta de la iglesia y los religiosos quedaron fuera, sin que nadie les abriera las entrañas de la caridad. Un pescador pobre les vio, y sintió gran compasión por ellos; pero no se atrevió a invitarles a ir a su casa por no disponer de nada para ofrecerles en ella. Corrió a su casa y dijo a su mujer: “¡oh! ¡Qué felicidad si tuviésemos algo que dar a comer a esos dos religiosos! Estoy preocupado porque los religiosos están en la puerta de la iglesia y nadie les ofreció hospitalidad.” la mujer contestó: “nosotros disponemos solamente de un poco de mijo por todo alimento.” sin embargo, su marido le dijo que sacara su bolsa de pescador para ver si contenía algo, y quedaron sorprendidos al ver caer dos monedas. El pescador, asombrado y lleno de alegría, le dijo: “Ve pronto a comprar pan y vino; prepara el mijo y algo de pescado.” seguidamente corrió hacia la iglesia, a cuya puerta se encontraban aún los religiosos, y les invitó humildemente a ir a su casa con él. Los religiosos se sentaron ante aquella pobre mesa, servida por una inmensa caridad; satisficieron su hambre, y después de haber dado gracias al hospitalario, se retiraron rogando a Dios le recompensase. El Señor escuchó su súplica, pues desde aquel día la bolsa del pescador no quedó nunca vacía: siempre contenía dos monedas. Compró una casa, campos, corderos, bueyes, y el Señor le concedió, sobre todo esto, un hijo. Cuando ya no le hacía falta nada, cesó la gracia de las dos monedas.” (Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, cap. XXVII, n. 319 y 320)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
La misión de Inglaterra gozó de un éxito tan feliz como la de Hungría. Gilberto de Frassinet, que era su jefe, se presentó con doce compañeros al arzobispo de Canterbury. El arzobispo, al enterarse de que eran Frailes Predicadores, ordenó inmediatamente a Gilberto predicase ante él en una iglesia en la que se había propuesto predicar aquel día el sermón. Tan contento quedó, que concedió su amistad a los frailes y les protegió durante toda su vida. Su primer establecimiento estuvo en Oxford; allí construyeron una capilla a la Virgen y abrieron escuelas que llevaron el nombre de las Escuelas de San Eduardo, nombre de la parroquia en que estaban enclavadas.
Con estas dos misiones de Inglaterra y Hungría acabó Domingo de tomar posesión de Europa. No tardó mucho en recibir del Cielo una advertencia sobre su próximo fin. Un día que estaba orando y suspirando ardientemente por la disolución de su cuerpo, un joven de gran belleza se le apareció diciéndole: “¡Ven amado mío, ven a gozar!” (Bartolomé de Trento: “Vida de Santo Domingo”, n. 13.) Al mismo tiempo supo de la época precisa de su muerte, y al ir a ver a algunos estudiantes de la Universidad de Bolonia por quienes sentía afecto, después de muchos discursos, se levantó para retirarse, exhortándoles a que despreciasen el mundo y tuviesen siempre presente la hora de la muerte. “Amigos míos - les dijo -, ya veis que gozo de buena salud; pues bien: antes de que llegue la Asunción de Nuestra Señora habré abandonado esta vida mortal.” (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. II, capítulo XXVIII.) Luego salió con dirección a Venecia, en donde se encontraba el cardenal Ugolino, en calidad de legado apostólico, pues quería recomendarle por última vez los asuntos de la Orden y deseaba no llegase la hora de su muerte sin haberse despedido de tan buen amigo. Era durante los días más calurosos del verano, Y una tarde de fines del mes de julio volvió Domingo al convento de San Nicolás. Aunque fatigado por el viaje, estuvo hablando durante largo tiempo sobre las cosas de la Orden con fray Ventura y fray Rodulfo; el primero era procurador del convento, y el otro, prior. Hacia medianoche, fray Rodulfo, que tenía necesidad de descansar, rogó a Domingo fuese acostarse y no se levantase para maitines; pero el santo no quiso consentirlo. Entró en la iglesia y oró hasta la hora del oficio que celebró con los frailes. Después del oficio dijo a fray Ventura que sentía dolor en la cabeza; rápidamente una disentería violenta, acompañada de fiebre, se apoderó de su cuerpo. A pesar del sufrimiento, el enfermo rehusó acostarse en una cama y se echó vestido en una saca de lana.
El avance de la enfermedad no le arrancó ninguna muestra de impaciencia, ninguna queja, ningún gemido; parecía tan gozoso como de ordinario. Sin embargo, la enfermedad se agravó cada vez más, y pidió que viniesen a su lado los religiosos novicios, y con las más dulces palabras, que animaban la alegría de su rostro, les consoló y les exhortó a que hiciesen el bien. Luego llamó a los doce de los más viejos y graves entre los demás, y en alta voz, en su presencia, hizo la confesión general de su vida a fray Ventura. Cuando hubo terminado les dijo: “La misericordia de Dios me ha conservado hasta hoy una carne pura y una virginidad sin mancha; si queréis gozar de la misma gracia, evitad todo comercio sospechoso. Esta virtud es la que hace al siervo de Cristo agradable al Señor y la que le proporciona gloria y crédito ante la gente. Persistid en servir a Dios con el fervor del espíritu; procurad sostener y extender esta Orden, que está solo en sus comienzos; sed estables en la santidad, en la observancia regular, y creced en virtud.” (Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, cap. XX, n. 234.) Para excitarles aún más a guardarse, les dijo “Aunque la bondad divina me ha preservado hasta hoy limpio de toda mancha, os confieso que no he podido sustraerme a la imperfección de encontrar más placer en la conversación de las mujeres jóvenes que en la de las viejas.” (El B. Jordán de Sajonia: “Vida de Santo Domingo”, cap. IV, n. 68.) Luego, turbado en sí por su amable y santa ingenuidad dijo muy bajito a fray Ventura: “padre, creo haber faltado al hablar públicamente a los religiosos sobre mi virginidad; debía haberlo callado.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Ventura, n. 4.) Después de esto se volvió otra vez hacia ellos, y empleando la forma sagrada del testamento, dijo: “He aquí, hermanos míos, muy amados, la herencia que os dejo como a hijos míos que sois: sed caritativos, sed humildes, poseed solamente la pobreza voluntaria.” (El B. Humberto: “Vida de Santo Domingo”, n. 53.) Y con objeto de dar mayor sanción a la cláusula de este testamento que se refería a la pobreza, amenazó con la maldición de Dios y con la suya a quien se atreviese a corromper su Orden introduciendo en ella la posesión de bienes terrenales.
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Los frailes no desesperaban aún de conservar la vida del santo fundador; no podían creer que Dios se lo quitase tan pronto, tanto ellos como a la Iglesia. De acuerdo con los consejos que dieron los médicos, y creyendo que el cambio de aire le fuera útil, Le llevaron a Santa María del Monte, iglesia dedicada a la santa Virgen, situada en un montículo próximo a Bolonia. Pero la enfermedad, rebelde a todos los remedios y a todos los votos, empeoró. Domingo, creyéndose próximo a morir, llamó nuevamente a los frailes a su lado. Vinieron en número de veinticinco, con su prior Ventura, y le rodearon. Domingo les pronunció un discurso, que no conservamos, pero del que se dice que nunca brotaron de su corazón palabras tan enternecedoras como aquellas. Inmediatamente recibió el Sacramento de la Extremaunción. Luego, al saber que el religioso encargado de la iglesia de Santa María del Monte se prometía guardar su cuerpo para inhumarlo en ella, dijo: “No quiera Dios que se me entierre en sitio que no sea bajo los pies de mis hermanos. Llevadme fuera, y llevadme a esa viña, para que muera en ella y podáis darme tierra en nuestra iglesia.” (“Actas de Bolonia”, declaración de fray Rodulfo, n. 7.) Había pasado una hora desde su llegada a Bolonia, y al ver que los religiosos no habían pensado, conturbados por su dolor, en la recomendación del alma, hizo llamar a fray Ventura y le dijo: “Preparaos.” Ellos se prepararon, viniendo a colocarse con solemnidad en derredor del moribundo; entonces Domingo les dijo: “esperad un momento.” aprovechando Ventura estos instantes extremos, dijo al santo: “Padre, ya sabéis en qué tristeza y desolación nos dejáis; acordaos de nosotros ante el trono del Señor.” Entonces, Domingo, levantando los ojos y las manos al cielo, oró de la siguiente manera: “Padre santo, he cumplido vuestra voluntad, y he conservado y guardado aquellos a quienes me concedisteis; ahora os encomiendo que los guardéis y los conservéis.” Un momento después dijo: “comenzad.” y ellos principiaron la recomendación solemne del alma, haciéndolo Domingo con ellos; al menos, así parecía por la manera como movía los labios. Pero cuando llegaron a estas palabras: “venid en su ayuda, santos de Dios; venid a buscarle, ángeles del Señor; tomad su alma y llevadla a la presencia del Altísimo”, sus labios se movieron por última vez y sus manos se elevaron al cielo, y Dios recibió su espíritu. Era el 6 de agosto del año 1221, a mediodía y viernes. Todas estas palabras que pronunció el santo se citan en las “Actas de Bolonia”, en la parte correspondiente a la declaración de fray Ventura, en la página 7.
El mismo día y a la misma hora, fray Guala, prior del convento de Brescia, que después fue obispo de dicha ciudad, al apoyarse un momento contra el campanario del convento se vio invadido por un ligero sueño. En este estado vio con los ojos del alma que el Cielo se había abierto y que de esta abertura descendían dos escaleras que llegaban hasta la tierra. En la parte superior de una de las escaleras estaba Jesucristo, y en la otra la bienaventurada Virgen, su Madre. Abajo, entre ambas escaleras, había colocada una silla, y sobre ella una persona sentada, que, al parecer, era un religioso; pero no se podía saber cuál, por tener la cabeza cubierta por su capucha a la manera como se cubre la de los muertos. A lo largo de las dos escaleras ascendían y descendían los ángeles entonando cánticos; las escaleras se elevaban hasta el cielo, atraídas por Jesucristo y su santa Madre, y con ellas la silla y la persona que en ella estaba sentada. Cuando ambas escaleras estuvieron ya en lo alto de la abertura, el cielo se cerró y desapareció la visión. Fray Guala, aunque enfermo aún de una reciente enfermedad, salió inmediatamente para Bolonia y se enteró de que Domingo había muerto el mismo día, a la misma hora en que había tenido tal visión.
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Aquel mismo día, los frailes de Roma, Tancredo y Raúl, viajaban con rumbo a Tívoli. Llegaron allí un poco antes del mediodía, y Tancredo ordenó a Raúl fuese a celebrar la santa misa. Este se confesó antes de subir al altar, Y Tancredo le dio como penitencia recordase durante el santo sacrificio a su padre Domingo, que estaba enfermo en Bolonia. Cuando Raúl llegó al momento de la misa en el que se rememora a los vivos y pensaba en quien le había sido impuesto por penitencia pensase, entró en éxtasis y vio que Domingo salía de Bolonia con la frente ceñida por una corona de oro, envuelto por una admirable luz y teniendo a su derecha y a su izquierda dos hombres venerables que le acompañaban. Al mismo tiempo una advertencia interior le dio la seguridad de que el siervo de Dios acababa de morir y entraba gloriosamente en la patria celestial.
No es difícil comprender lo que significaban las dos escaleras del sueño de Guala y los dos viejos del éxtasis de Raúl. Sin duda representaban la acción y la contemplación, que Domingo poseía tan maravillosamente unidas en su persona y en su Orden.
Por una disposición de la Providencia, el cardenal Ugolino llegó a Bolonia poco después de que Domingo hubiera rendido su último suspiro. Quiso celebrar por sí mismo el oficio de los funerales, y llegó a San Nicolás, en donde se encontraban también el patriarca de Aquileya, obispos, abades, señores y una gran muchedumbre. El cuerpo del santo fue puesto ante los ojos de todos los concurrentes, despojado del único tesoro que le quedaba: era una cadena de hierro que llevaba sobre su carne desnuda, y qué le quitó fray Rudolfo al vestirle los hábitos para colocarle en el féretro. Después la entregó al bienaventurado Jordán de Sajonia. Todas las miradas y todos los corazones estaban dirigidos hacia aquel cuerpo sin vida. Comenzó el oficio con los cantos, que, impregnados de tristeza universal, salían de los labios como si fuesen lágrimas. Pero poco a poco el pensamiento de los religiosos se elevó por encima de este mundo, y no vieron solamente a su padre vencido por la muerte que les legaba únicamente unos restos inanimados. Se les apareció su gloria por la certidumbre que tenían de ella. Un canto de triunfo sucedió a los fúnebres lamentos, y un gozo inenarrable descendió desde el Cielo hasta sus espíritus. En aquel momento, el prior de Santa Catalina de Bolonia, llamado Alberto, a quien Domingo había demostrado su afecto, entró en la iglesia, y la alegría de los frailes, cayendo de improviso en el seno de su dolor personal, desapareció. Alberto se echó sobre el cuerpo del santo, cubriéndole de besos: le solicitó con apretados abrazos como si hubiese querido forzarle a revivir y contestarle. Los restos de su amigo se mostraron sensibles al exceso de su piedad. Alberto se levantó y dijo a Ventura: “buenas noticias, padre prior, buenas noticias. El general Domingo me ha abrazado y me ha dicho que este mismo año iré a reunirme con él en Cristo.” (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. XXIII.) En efecto: murió en aquel mismo año.
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Javier- Nombre de messages : 4271
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Cuando hubo terminado aquel oficio, cuya descripción no encuentra palabra en el lenguaje del dolor ni en el de la alegría, los frailes depositaron el cuerpo de su padre en un cofre de madera sencilla, cerrando con grandes clavos de hierro. En él fue colocado el santo, tal como se encontraba en la hora de su muerte, sin otro aroma que el de sus virtudes. En el interior de la iglesia, bajo sus losas, se abrió una fosa, en la cual se formó una especie de nicho con grandes piedras. Bajaron el féretro, recubriéndolo con una losa pesada, que se cimentó cuidadosamente para que ninguna mano temeraria pudiese tocarlo. Sobre aquella piedra no se grabó inscripción alguna; tampoco se elevó sobre ella ningún monumento. Domingo estaba verdaderamente bajo los pies de sus hermanos, como quería. La noche del día que fue colocado en la sepultura, un estudiante de Bolonia, que no pudo asistir a sus funerales, le vio en sueños en la iglesia de San Nicolás sentado en un trono y coronado de gloria. Sorprendido por este espectáculo, le dijo: “¿No eres el maestro Domingo, quien ha muerto?” y el santo contestó: “no he muerto, hijo mío, puesto que tengo un buen Maestro, con quien vivo.” (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. XXIX.) Tan pronto se hizo de día, el estudiante se dirigió la iglesia de San Nicolás, y encontró el sepulcro de Domingo precisamente en el mismo sitio en donde le había visto sentado en su trono.
Tal fue, en vida y muerte, Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Frailes Predicadores: uno de los hombres, si lo consideramos humanamente, el más atrevido por su talento, el más tierno por su corazón que puede haber existido. Poseía en perfecta fusión esas dos cualidades, que casi nunca se llega a poseer en el mismo grado. Una de ellas la expresó por medio de una vida externa de actividad prodigiosa; la otra, por medio de una vida interna de la que podemos decir que cada una de sus palpitaciones era un acto de amor a Dios y a los hombres. Su siglo nos ha dejado sobre él breves documentos, pero numerosos. Yo los he leído con admiración, a causa del sencillo y sublime talento que rebosan, y con extrañeza, a causa del carácter que atribuyen a su héroe; pues, aunque estaba seguro de que santo Domingo había sido calumniado por los escritores modernos, me era imposible pensar que su historia se prestase tan poco a ser calumniada; ahora ya estoy tranquilo, y adquirido una prueba de la que en Providencia cuesta a Dios y en virtudes y en trabajos a los hombres para conservar en este mundo algunos vestigios de la verdad. No he hecho más que relatar fielmente lo que he encontrado; pero no he logrado reproducir el amor que abunda en esos viejos escritos hacia la persona de santo Domingo, ni los inagotables pleonasmos por medio de los cuales la gente del siglo XIII habla de su dulzura, de su bondad, de su misericordia, de su compasión y de todos los matices que la caridad adquiría en su corazón. Su testimonio no puede tacharse de sospechoso, y seguramente ninguno de dichos escritores pensaba escribir partiendo del punto de vista de nuestra época. Si no me ha sido posible igualar la ternura de su pluma pintando a santo Domingo sirviéndome ellos de modelo, al menos me ha hecho ruborizar la idea de que pudiera transformar a su historia en apología. La apología sería una injuria que no merece aquel grande hombre; cierro, pues su vida sin defenderla. Con ello imito a sus hijos, que no pusieron sobre su tumba ningún epitafio, persuadidos de que hablaría por sí misma y muy alto. Pero puesto que sus primeros historiadores, antes de separarse de él, han reunido piadosamente los principales rasgos de su fisonomía, reconociendo mi incapacidad de igualar la fuerza y la ingenuidad de su pincel, tomaré de prestado al más antiguo y más ilustre de ellos el retrato venerando de mi padre:
“Había en él - nos dice el bienaventurado Jordán de Sajonia - una honradez de costumbres tan grande, un movimiento de divino fervor tan enorme, que se veía inmediatamente era un vaso de honor y de gracias al que no faltaba ningún adorno preciado. Nada perturbaba la ecuanimidad de su alma, a no ser la compasión y la misericordia. Como el corazón contento alegre al rostro del hombre, se adivinaba sin trabajo por la bondad y la alegría de sus rasgos la serenidad que reinaba interiormente, que no llegó a oscurecer nunca el más insignificante movimiento de cólera. Era firme en sus propósitos, y rara vez retiraba una palabra pronunciada después de haberla reflexionado maduramente ante Dios. Por eso, aunque su figura brillaba con luz amable y suave, esta luz no se dejaba despreciar, sino que fácilmente ganaba el corazón de todos, y apenas se le habían mirado, Se sentían atraídos hacia él. Allí en donde se encontrase, de camino con sus compañeros, en una casa extraña con el dueño y su familia, entre los magnates, príncipes y prelados, abundaba en discursos y ejemplos que provocaban el desprecio del mundo y despertaban el amor de Dios. Siempre y en todos lugares se mostraba el hombre evangélico, tanto por su palabra como por sus obras. Durante el día entre sus frailes y compañeros descollaba por su conversación fácil y agradable; durante la noche ninguno le igualaba en vigilias y oraciones. Guardaba las lágrimas para las noches y las alegrías para la mañana. Dedicaba el día al prójimo, y la noche a Dios, sabiendo que Dios ha consagrado el día a la misericordia y la noche a la acción de gracias. Lloraba abundantemente y con frecuencia; sus lágrimas eran su pan de cada día y de cada noche: de día cuando ofrecía el santo sacrificio; de noche, cuando estaba de vigilia. Tenía la costumbre de pasar en la iglesia el tiempo dedicado al reposo, sin que se supiese poseyese cama para acostarse, excepto en raras ocasiones. Oraba y hacía vigilia en las tinieblas mientras la fragilidad de su cuerpo se lo permitía, y cuando el cansancio le rendía en el sueño, dormía un poco ante el altar o en cualquier otro sitio, apoyando la cabeza sobre una piedra, como el patriarca Jacob; al despertar volvía a la vida y al fervor del espíritu. Abrazaba a todos los hombres en el seno de una inmensa caridad, y como a todos quería, todos le amaban. Nada le era tan natural como el regocijo entre los que se regocijaban, como el llanto entre los que lloraban, como entregarse al prójimo y a los desgraciados. Había una cosa que le hacía amable a todos, y era la sencillez de su conducta, en la que nunca apareció la sombra de una lisonja ni el fingimiento. Como amante de la pobreza, llevaba siempre hábitos viejos; dueño de su cuerpo en todas ocasiones, observaba una extremada severidad y reserva en la comida y la bebida, contentándose con cualquier plato sencillo y bebiendo vino moderadamente; tan moderadamente, que satisfacía las necesidades de su naturaleza sin empañar el sutil y delicado filo de su inteligencia. ¿ quién alcanzará en virtud a aquel hombre? bien podemos admirarle y comprender por su ejemplo la inercia de nuestra época; pero llegar a poder hacer lo que él ha hecho es cosa que pertenece exclusivamente a una gracia singular, si es que Dios la concede alguna vez a otro hombre a quien quiera llevar hasta la cúspide de la santidad. Imitemos, hermanos míos, en la medida de nuestras débiles fuerzas, los ejemplos de nuestro padre, y demos gracias al Redentor, que en este camino que recorremos ha dado tal guía y maestro a sus siervos. Roguemos al Padre de las misericordias para que, socorridos por ese Espíritu que gobierna a los hijos de Dios y siguiendo las huellas de nuestros antepasados, lleguemos por un camino recto a la patria eterna, en donde este bienaventurado Domingo nos espera.” (“Vida de Santo Domingo”, cap. IV, n. 74 y siguientes.)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
CAPÍTULO XVIII - Traslado del cuerpo de Domingo y su canonización
Pasaron doce años desde la muerte de Santo Domingo. Dios manifestó la santidad de su siervo por medio de un sinfín de milagros, obrados sobre su tumba o debidos a la invocación de su nombre. Se observaba sin cesar que los enfermos acudían en derredor de la losa que cubría sus restos; otros pasaban el día y la noche sobre ella, y volvían a su casa atribuyéndole la gloria de su curación. De las paredes circundantes se colgaban imágenes como recuerdo de los beneficios que habían recibido de él, y los signos de veneración popular no quedaban desmentidos por el tiempo. No obstante, una nube cubría los ojos de los religiosos, y mientras el pueblo exaltaba a su fundador, sus hijos, lejos de preocuparse por su memoria, parecían trabajar por oscurecer su brillantez. No sólo dejaban de adornar su sepulcro, sino que, por temor a que se les acusase de buscar una ocasión de lucro en el culto que se le rendía ya entonces, arrancaban de los muros los simulacros que en ellos se colgaban. Algunos de ellos sufrían mucho al observar esta conducta, sin atreverse a llegar a contradecirla. Sucedió que, como el número de los religiosos crecía sin cesar, se vieron obligados a demoler la vieja iglesia de San Nicolás para edificar una nueva, quedando la tumba del santo patriarca al aire libre, expuesta a la lluvia y a todas las inclemencias del tiempo. Este espectáculo conmovió a varios de los religiosos; deliberaron entre sí sobre la manera de transportar estas preciosas reliquias a una tumba más apropiada, y no creyeron poder hacerlo sin consultar antes la autoridad del Pontífice romano. El bienaventurado Jordán de Sajonia dice: “sin duda los hijos tienen el derecho de enterrar a su padre; pero Dios permitió que para cumplir este oficio de piedad buscasen la ayuda de una superior a ellos, con objeto de que el traslado del glorioso Domingo tuviese carácter canónico.” (“Carta Encíclica a los Padres”, que figura entre las “Actas de los Santos”, de Bollando, t. I, de agosto, página 524.) Prepararon los religiosos un nuevo sepulcro más digno de su padre, y enviaron varios de entre ellos a visitar al soberano Pontífice para consultarle. Era el viejo Ugolino Conti quien ocupaba el solio pontificio, con el nombre de Gregorio IX. Recibió muy duramente a los enviados y les reprochó haber descuidado durante tanto tiempo el honor debido a su patriarca. “Yo he conocido a aquel hombre apostólico, y no dudo esté asociado en el Cielo a la gloria de los santos Apóstoles.” (“Carta encíclica a los padres”, Qué figura entre las “Actas de los Santos”, de Bollandim tomo I, de agosto, pág. 524.) El Papa deseaba asistir en persona al traslado; pero, impedido por los deberes que tenía a su cargo, escribió al arzobispo de Rávena para que se dirigiese hacia Bolonia con sus sufragáneos y asistiese a la ceremonia.
Llegó Pentecostés del año 1233. El Capítulo General de la Orden estaba reunido en Bolonia bajo la presidencia de Jordán de Sajonia, sucesor inmediato de santo Domingo en el generalato. El arzobispo de Rávena, obedeciendo las órdenes del Papa, y los obispos de Bolonia, Brescia, Módena y Tournay, estaban en la ciudad. Más de trescientos frailes acudieron de todos los países. Gran número de señores y ciudadanos notables de las ciudades vecinas llegaron, llenando las hosterías. Todo el pueblo esperaba. “ no obstante - dice bienaventurado Jordán de Sajonia - los religiosos estaban presa de la angustia; oraban, palidecían, temblaban, pues temían que el cuerpo de Domingo, expuesto durante tan largo tiempo a las lluvias y a la acción del calor en una mala sepultura , apareciere comido por los gusanos y exhalando un olor que disminuyese la opinión de su santidad.” (“Carta encíclica a los padres”, que figura entre las “Actas de los Santos”, de Bollando, tomo I, de agosto, página 524.) Atormentados por este pensamiento, pensaron abrir secretamente la tumba del santo; pero Dios no permitió que así fuese. Ya fuera por abrigar alguna sospecha, ya para comprobar más aún la autenticidad de las reliquias, el podestá de Bolonia hizo guardar durante día y noche el sepulcro por algunos caballeros armados. Sin embargo, para gozar de mayor libertad en el reconocimiento del cuerpo y evitar en el primer momento la confusión de la gran muchedumbre que se había reunido en Bolonia, se convino abrir el sepulcro de noche. El 24 de mayo, dos días después de Pentecostés, antes de la aurora, el arzobispo de Rávena y los demás obispos, el General de la Orden, con los definidores del capítulo, el podestá de Bolonia, los principales señores y ciudadanos, tanto de Bolonia como de las ciudades vecinas, se reunieron al resplandor de las antorchas alrededor de la humilde piedra que cubrió durante doce años los restos de santo Domingo.
En presencia de todos, fray Esteban, prior provincial de Lombardía y fray Rodulfo, ayudados por otros varios religiosos, ayudaron a quitar el cemento que retenía la losa. Era muy duro y con grandes trabajos lograron deshacerlo. Cuando lo vieron conseguido y podían verse los muros exteriores del nicho, fray Rodulfo golpeó la mampostería con un martillo de hierro, y luego, con ayuda de picos, levantaron penosamente la piedra que cubría el nicho. Al levantarla salió de la tumba un exquisito perfume: era un olor que no recordaba a nadie ningún aroma y que superaba a toda imaginación. El arzobispo, los obispos y cuantos estaban presentes, llenos de estupor y de alegría, cayeron de rodillas, llorando y alabando a Dios. Acabaron de quitar la piedra, que dejó ver en el fondo de la fosa la caja de madera que encerraba las reliquias del santo. Sobre la tabla superior se observaba un pequeño agujero, por el que salía abundantemente el perfume que había sorprendido a los asistentes, perfume que era cada vez más penetrante a medida que se sacaba el féretro de su fosa. Todo el mundo se inclinó para venerar aquella preciosa madera; oleadas de llanto cayeron sobre él, juntamente con millares de besos. Se abrió la caja finalmente, arrancando los clavos de la tabla superior, y lo que quedaba de Domingo apareció a sus religiosos y sus amigos. No había nada más que huesos; pero huesos llenos de gloria y de vida por el aroma celeste que exhalaban. Dios únicamente pudo conocer la alegría que inundaba todos los corazones y no hay pincel capaz de representar aquella noche embalsamada, aquel silencio conmovedor, aquellos obispos, aquellos caballeros, aquellos religiosos, todas aquellas frentes brillantes y rostros bañados por las lágrimas, inclinados sobre el féretro, buscando a la luz de los cirios al grande y santo hombre que les miraba desde el Cielo y respondía a su piedad con aquellos abrazos invisibles que embriagaban el alma con una felicidad demasiado fuerte. Los obispos no creyeron en sus manos bastante filiales para tocar los huesos del santo y dejaron este honor y este consuelo a sus hijos. Jordán de Sajonia se inclinó sobre aquellos sagrados restos, invadido por una respetuosa devoción, y los transportó a un nuevo féretro, formado con maderas de cedro. Dice Plinio que esta madera resiste a la acción del tiempo. Cerraron el féretro con tres llaves, entregando una al podestá de Bolonia, otra a Jordán de Sajonia, y la tercera al prior provincial de Lombardía. Luego lo llevaron a la capilla, en la cual se elevaba el monumento destinado a guardar en depósito aquel cuerpo; este monumento era de mármol, sin ningún adorno esculpido. Cuando llegó el día, los obispos, el clero, los religiosos, los magistrados, los señores, se dirigieron de nuevo a la iglesia de San Nicolás, llena ya por una muchedumbre incontable de personas de todas las naciones. El arzobispo de Rávena cantó la misa del día, que era la del martes de Pentecostés, y, por una casualidad conmovedora, las primeras palabras del coro fueron estas: “Accipite jucunditatem gloriae vostrae”, que significan “recibid el gozo de vuestra gloria”. El féretro estaba abierto, y desprendía y llenaba la iglesia de sublimes bálsamos, que las suaves nubes de la incienso no llegaban a velar; el sonido de las trompetas se mezclaba a intervalos con el canto del clero y de los religiosos; una infinita multitud de luces brillaba en manos de la gente; ninguno de aquellos corazones, por ingrato que fuese, quedaba al abrigo de la casta embriaguez de aquel triunfo de santidad. Una vez terminada la ceremonia, los obispos depositaron bajo el mármol el féretro, cerrado, para que descansase allí en paz y gloria, en espera del aviso de la resurrección. Pero ocho días después, ante las solicitaciones de muchas personas honorables que no habían podido asistir al traslado, se abrió el monumento. Jordán de Sajonia tomó en sus manos la cabeza venerable del santo patriarca, y la presentó ante más de trescientos religiosos, que tuvieron el consuelo de posar sobre ella sus labios y guardar por mucho tiempo el inefable perfume de aquel beso, porque todo cuanto tocaban los huesos del santo quedaba impregnado de la virtud que poseían. “Hemos sentido - dijo el bienaventurado Jordán de Sajonia - este precioso olor, y lo que hemos visto y sentido podemos atestiguarlo. No podíamos saciar nuestros sentidos de la impresión que dicho aroma nos causaba, Aunque estuvimos durante largas horas cerca del cuerpo de santo Domingo para respirarlo. No producía cansancio; excitaba el corazón a la piedad; obraba milagros. Cuando tocaba en el cuerpo con la mano, con un cinturón o cualquier otro objeto, aquel perfume se le comunicaba.” (“carta encíclica a la Orden.”)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Teodorico de Apolda observa sobre este punto que ya incluso hasta en vida del santo, Dios le había comunicado ya este signo exterior de la pureza de su alma. Un día que celebraba misa en Bolonia en una fiesta solemne, un estudiante se le aproximó en el momento del ofertorio y le besó la mano. Este hombre se había entregado a una gran incontinencia, cuya curación buscaba probablemente. Al besar la mano de Domingo sintió un perfume que le reveló instantáneamente el honor y el gozo de los corazones puros, y desde aquel momento con la gracia de Dios, venció la corrupción de sus inclinaciones.
Los milagros sorprendentes que acompañaron el traslado del cuerpo de santo Domingo determinaron a Gregorio IX a no retrasar más el asunto de su canonización. Por una carta del 11 de julio de 1233 comisionó para que procediesen a efectuar una encuesta sobre su vida a tres eclesiásticos eminentes, que fueron: Tancredo, arcediano de Bolonia; Tomás, Prior de Santa María del Rin, y Palmeri, canónigo de la Santísima Trinidad. Esta encuesta duró desde el 6 al 30 de agosto. Los comisionados apostólicos en este intervalo, y después de formal juramento, oyeron la declaración de nueve Frailes Predicadores, entre los que habían tenido con Domingo las más íntimas relaciones. Aquellos fueron; Ventura de Verona, Guillermo de Monferrato, Amidón de Milán, Bonvisio de Plasencia, Juan de Navarra, Rodulfo de Faenza, Esteban de España, Pablo de Palencia y Frugerio de Penna. Como todos estos testigos, excepto Juan de navarra, no conocieron al santo durante los primeros años de su apostolado, los comisionados de la Santa Sede creyeron necesario establecer en el Languedoc un segundo centro de información, y delegaron para ello al abad de San Saturnino de Tolosa, al arcediano de la misma iglesia y al de San Esteban. Se oyeron veintiséis testigos, y más de trescientas personas honorables confirmaron con su juramento y su firma todo cuanto aquellos testigos dijeron sobre las virtudes de Domingo y los milagros obtenidos por su intercesión. La fecha precisa del acta no nos es conocida, pero sabemos que es de fines del año 1233 o comienzos de 1234.
Las declaraciones de Bolonia y Tolosa fueron enviadas a Roma, y Gregorio IX del libro con el sagrado colegio. Un autor contemporáneo que dijo en esta ocasión al hablar de santo Domingo: “no tengo duda alguna sobre su santidad, así como tampoco la tengo respecto a la de los Apóstoles Pedro y Pablo.” (Esteban de Salanhac: De las cuatro cosas con que Dios ha honrado a la Orden de Predicadores.) La bula de canonización, consecuencia de todos estos procedimientos, estaba concebida en estos términos:
“Gregorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a nuestros venerables hermanos los arzobispos y obispos, y a nuestros queridos hijos los abades, priores, arcedianos, arciprestes, decanos, prebostes y otros prelados de las iglesias a quienes este documento llegare, salud y bendición apostólica.
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
El Manantial de la sabiduría, Verbo del Padre, cuya naturaleza es la bondad, cuya obra es la misericordia, que rescata y regenera a quienes ha creado, y vela hasta la consumación de los siglos por la viña que sacó de Egipto, Nuestro Señor Jesucristo, hace patentes nuevos designios suyos a causa de la inestabilidad de los espíritus, y renueva los milagros a causa de la desconfianza, de la incredulidad. A la muerte de Moisés, es decir, a la expiración de la Ley, sube al carro del Evangelio, tirado por cuatro caballos, cumpliendo los juramentos que prestó ante nuestros padres, y empuñando el arco de la palabra santa, que había conservado armado durante todo el reino de los judíos, avanza en medio de las olas del mar, en aquella vasta extensión de las naciones cuya salvación fue esbozada por Rahab; Va a poner bajo sus pies la confianza de Jericó, la gloria del mundo y aquel que, ante los pueblos atónitos, fue vencido ya con el primer impulso de la predicación. El profeta Zacarías, (cap. VI) vio aquel carro tirado por cuatro caballos saliendo cuatro veces de entre dos montañas de bronce. El primer carro iba tirado por caballos rojos, y en ellos se nos representaba a los dueños de las naciones, los fuertes de la tierra, aquellos que, sometiéndose por la fe al Dios de Abraham, padre de los creyentes, siguiendo el ejemplo de su jefe, y para asegurar los cimientos de la fe, tiñeron sus vestiduras en Bosra, es decir, en las aguas de la tribulación, enrojecieron con su sangre todos los signos de su milicia; todos aquellos a quienes el gozo de la gloria futura hizo despreciar la espada temporal, y que, convertidos en mártires, es decir, testigos, suscribieron con su confesión el libro de la nueva ley, uniendo a su confesión el peso de los milagros, consagrando el libro y el tabernáculo, obra de Dios y no del hombre, y todos los vasos del ministerio evangélico, con la sangre de mártires racionales sustituyendo a la de los animales; lanzando, en fin, la red de la predicación sobre la vasta extensión de los mares, han formado la Iglesia de Dios con todas las naciones existentes bajo la capa del cielo. Pero como la muchedumbre ha engendrado la presunción, y la malicia ha nacido de la libertad, ha aparecido el segundo carro con sus caballos negros, símbolo del luto y de la penitencia, y en ellos se nos y representa ese batallón conducido por el Espíritu al desierto bajo la dirección del santísimo Benito, nuevo Eliseo de la nueva Israel, batallón que devolvió a los hijos del profeta el bien perdido de la vida común, restableció la red desgarrada de la unidad y se extendió con las buenas obras hasta llegar a la tierra del Aquilón, de la que viene todo el mal, e hizo reposar en los brazos contritos a Aquel que no habita en los cuerpos sometidos al pecado. Después de esto, cómo recrear a las tropas fatigadas y hacer reinar la alegría, sucediendo a los lamentos, llegó el tercer carro, con sus caballos blancos, es decir, los monjes de las órdenes Cístercienses y de Flora, que, parecidos a ovejas trasquiladas, henchidas con la leche de la caridad, salieron del baño de la penitencia, llevando a su cabeza a san Bernardo, aquel cordero revestido desde lo alto por el Espíritu de Dios, que los condujo a la abundancia de los valles, para que los transeúntes librados por ellos aclamen con fuerza al Señor, canten himnos de las batallas. Esos tres ejércitos son los que han defendido a la nueva Israel contra tan gran número de filisteos. Pero a las once, cuando el día se inclinaba ya hacia la tarde, y cuando la caridad se enfrió en la iniquidad y el sol de la justicia descendía ya hacia su ocaso, el Padre de familia ha querido reunir una milicia más adecuada aún para proteger la viña que plantó con su mano, y que han cultivado obreros reclutados en diferentes tiempos cuya viña no es solamente estaba invadida por los zarzales y los abrojos, sino casi desarraigada por una multitud enemiga de raposas. Por eso, como vemos actualmente, a continuación de los tres primeros carros, diferentes por sus símbolos, Dios ha suscitado bajo la figura del cuarto carro, tirado por caballos fuertes y de color vario, las legiones de Frailes Predicadores y menores, con sus jefes elegidos para el combate. Uno de esos jefes fue santo Domingo, hombre a quien Dios concedió la fuerza y el ardor de la fe, y a cuyo cuello adoptó, como al caballo de su gloria, el relincho de la divina predicación. Desde su infancia poseyó corazón de anciano, practicó la mortificación de la carne y buscó al Autor de la vida. Consagrado a Dios siguiendo la regla del bienaventurado Agustín, imitó a Samuel en el servicio asiduo del templo, y sustituyó a Daniel en el fervor de sus religiosos deseos. Atleta valeroso, siguió los senderos de la justicia y el camino de los santos; apenas se dio punto de reposo en la guarda del Tabernáculo y de los oficios de la iglesia militante; sometió la carne a la voluntad, los sentidos a la razón, y, transformado en solo espíritu de Dios, se esforzó por diluirse en Él por el exceso de contemplación, sin disminuir en su corazón y en sus obras el amor al prójimo. Al mismo tiempo que hería de muerte las delicias de la carne y llenaba con el resplandor luminoso la inteligencia cegada de los impíos, toda la secta de los herejes tembló, toda la iglesia de los fieles se conmovió. La gracia, mientras tanto, aumentaba en él al mismo tiempo que su edad, y el celo por la salvación de las almas le embriagaba con inefable alegría; no contento con haberse dedicado por entero a la palabra de Dios, convirtió al ministerio evangélico a tan gran número de hombres, qué mereció gozar de un nombre y una obra en la tierra de los patriarcas. Llegado a pastor y príncipe en el pueblo de Dios, instituto por sus méritos una nueva Orden de Predicadores, la reglamentó con sus ejemplos y no cesó de confirmarla con milagros evidentes y auténticos. Entre los signos que manifiestan su poder y su santidad durante el curso de su vida mortal, devolvió la palabra a los mundos, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, la acción a los paralíticos, la salud a un sinfín de enfermos, y aparece claramente por tales prodigios cuál era el espíritu que animaba el barro a su santísimo cuerpo. Nos, que le conocimos familiarmente durante el tiempo en que ocupamos un cargo menos importante en la Iglesia, y que en el espectáculo mismo de su vida hemos tenido una prueba de su santidad, ahora que testigos dignos de fe nos han comprobado la veracidad de sus milagros, creemos con el rebaño del Señor, confiado a nuestro cuidado, que, gracias a la misericordia de Dios, podrá sernos útil con sus sufragios, y que después de habernos consulado sobre la tierra con su amable amistad, nos ayudará desde el Cielo con su poderoso patrocinio. Por todo ello, por consejo y consentimiento de nuestros cardenales y de todos los prelados que ayudaron entonces a la sede apostólica, hemos resuelto inscribirle en el Libro de los Santos y estatuimos firmemente y os ordenamos a todos por el presente documento celebréis y hagáis celebrar su fiesta con solemnidad en las nonas de agosto, víspera del día en que abandonó la carga de su carne y penetró, rico de méritos, en la Ciudad de los santos, a fin de que el Dios a quien honró en vida, conmovido por sus plegarias, nos conceda la gracia en este mundo y la gloria en el futuro. Queriendo, además, que el sepulcro de este gran confesor, sepulcro que ilustra la iglesia católica con sus patentes milagros, sea continuamente frecuentado y venerado por los cristianos, concedemos a todos los fieles penitentes y confesos que le visiten cada año con devoción y respeto, en el día de la fiesta del santo, el perdón de un año de penitencia, confiando para esto en la misericordia de Dios Todopoderoso en la autoridad de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo. Dado en Rieti el 5 de las nonas de julio, en el octavo año de nuestro pontificado.” (“Bulario de la Orden de Predicadores” t. I, pág. 67. Véase en los “bolandistas”, t. I, de agosto, comentario preparatorio a las actas de santo Domingo, una disertación sobre la fecha de esta bula, fecha que ha sufrido algunas controversias.)
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
El día de la fiesta de santo Domingo estaba ocupado por la fiesta de san Sixto, Papa y mártir. El día procedente, 5 de agosto, fue consagrado a la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves por el Papa Clemente XIII, y santo Domingo quedó señalado para el 4 de agosto, que es el lugar que ocupa actualmente en el calendario.
Exceptuando san Jacinto, Gregorio IX fue el último superviviente de los grandes hombres que amaron a santo Domingo y concurrieron al cumplimiento de sus deseos. Murió el 21 de agosto de 1241, a la edad de noventa y siete años, después de treinta de cardenal y catorce de pontificado, sin que la majestad de la edad ni la brillantez de las dignidades pudiesen superar en él esplendor de su mérito personal. Jurisconsulto, literato, negociador, unía a todos los dones del cuerpo y de la inteligencia la posesión de un espíritu magnánimo, en el cual cabían cómodamente santo Domingo y san Francisco, ambos canonizados por él,. Probablemente nunca se volverá a ver alrededor de un solo hombre figuras como Azevedo, Montfort, Foulques, Reginaldo, Jordán de Sajonia, san Jacinto, Inocencio III, Honorio III, Gregorio IX, ni tantas virtudes, ni tantas naciones ni acontecimientos concurrirán a tan gran fin en tiempo tan breve.
El culto de santo Domingo no tardó en extenderse por Europa con la bula que le canonizaba; le levantaron altares en gran número de lugares, pero Bolonia se distinguió siempre en su celo por el gran tesoro que la muerte le había proporcionado. En 1267 transportó su cuerpo desde la tumba sin mausoleo en donde reposaba, a un sepulcro más rico y adornado. Este segundo traslado lo efectuó con sus manos el arzobispo de Rávena, en presencia de muchos otros obispos, del Capítulo General de la Orden, del podestá y de los decanos de Bolonia. Abrieron el féretro, y la cabeza del santo, después de haber recibido el beso de los obispos y religiosos, fue presentada a todo el pueblo desde lo alto de un púlpito levantado fuera de la iglesia de San Nicolás. En 1373 el féretro fue descubierto por tercera vez, colocándose la cabeza en una urna de plata para que los fieles pudiesen gozar más fácilmente de la dicha de venerar aquel precioso depósito. Por fin, el 16 de julio de 1473, se levantaron de nuevo los mármoles del monumento y se reemplazaron por esculturas más acabadas, siguiendo el estilo del siglo XV. Fueron hechas por Nicolás de Bari y representan diversos rasgos de la vida del santo. No las describiré. Las he contemplado dos veces, y dos veces, al considerarlas de rodillas, he sentido, ante la suavidad de aquella tumba, que una mano divina condujo la del artista, forzando a la piedra a expresar sensiblemente la incomparable bondad del corazón cuyas cenizas cubre. Desde entonces no se ha tocado ya aquel glorioso sepulcro, y han pasado tres siglos sin que ojo alguno se haya posado sobre los sagrados huesos que contiene, ni aún sobre las tablas del féretro que los contiene. El mundo no ha sido ya digno de semejante aparición. Domingo descansaba, como se puede descansar cuando se ha guardado durante trescientos años el campo de batalla. Es que tenía que compartir con todos los hombres y todas las obras de la Edad Media la ingratitud de una posteridad seducida y esperar pacientemente en su sepulcro, sellado y mudo, esa justicia de revisión que no pueden rehusar siempre los hombres a quienes los han servido. Muchos de sus contemporáneos vieron cómo la Historia volvía a poner en pie sus estatuas derrocadas. No tengo la pretensión de haber logrado semejante éxito. Pero el tiempo, después de mi muerte, tomará la pluma; y a él dejo, sin temores ni recelos, el cuidado de terminar mi empresa.
FIN
Fray Enrique Domingo Lacordaire, OP
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