VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Message  Javier Jeu 20 Sep 2018, 12:18 pm

VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

Fray Enrique Domingo Lacordaire OP

PRÓLOGO

Al publicar la “Memoria para el restablecimiento de la Orden de Predicadores en Francia” mi
objeto fue poner bajo la protección de la opinión una obra útil, aunque tal vez atrevida.
Posteriormente me he felicitado de ello. Ningún periódico ha señalado contra el libro ni
contra la obra la animadversión del país; no ha habido labios que en público los haya
denunciado desde las alturas de la tribuna; ningún hecho ha revelado desprecio, odio ni
prevención; y, sin embargo, se trataba de santo Domingo y de los dominicos; se trataba de
renovar en el suelo francés una institución calumniada durante largo tiempo en su Fundador y
en sus sucesores. Mas pertenecemos a un siglo colocado en lugar que ofrece puntos de vista
completamente nuevos y que, desde lo alto de las ruinas sobre las cuales le ha dado ser la
Providencia, puede descubrir cosas ocultas a los períodos intermedios y a las pasiones que los
regían. Los tiempos de las vicisitudes políticas permiten todo cuanto está bien y todo cuanto
está mal; con el pasado desarraigan los odios del pasado; convierten al mundo en su campo
de batalla, en que la verdad acampa junto al error, en que Dios desciende al fragor de la
lucha, sabiendo la necesidad que tenemos de Él.

Pero aunque haya de felicitarme por la acogida con que se ha honrado mi “Memoria”
y mi deseo, siento que no he hecho cuanto debía por corresponderle. La gran figura de santo
Domingo es la llave de cualquier escrito destinado a procurar una idea general de la Orden de
Predicadores, y por ello me he dedicado inmediatamente, según me permitían los deberes del
claustro, a trazar con mano resuelta y de la manera más decisiva la vida del santo Patriarca.
Pocos franceses hay que tengan alguna noción sobre el asunto; la mayor parte ignora cuanto
con dicho asunto se relaciona, salvo que inventó la Inquisición y dirigió la guerra de los
Albigenses, ambas cosas tan absolutamente falsas, que sería curioso en la historia de la
inteligencia humana saber cómo se ha llegado a creer tal cosa. Tal vez un día, si hallo
adversarios serios, me vea precisado a examinar esta cuestión y demostrar el origen y
progreso de las causas que han llegado a desfigurar en los oídos de la posteridad la armonía
del nombre de santo Domingo. Por ahora me he limitado a describir los hechos de su vida tal
cual me los han proporcionado los documentos contemporáneos, y por toda polémica me
defiendo tras de esos invencibles monumentos. A quien quiera que hable de santo Domingo
de manera distinta de la que yo hablo, no tendré más que pedirle una línea del siglo XIII, y si
se cree que soy demasiado exigente, me contentaré con una palabra.

Es cuanto tengo que decir del libro; hablemos ahora de la obra.

El 7 de marzo de 1839 salí de Francia con dos compañeros. Íbamos a Roma a tomar el
hábito de la Orden de Predicadores y someternos al año de noviciado que precede a los votos.
Al terminar el año nos arrodillamos dos franceses solamente a los pies de Nuestra Señora de
la Quercia, y, por primera vez después de 50 años, volvió a ver a santo Domingo la Francia
en el banquete de su familia. Hoy habitamos en el convento de Santa Sabina, situado en el
monte Aventino. Somos seis franceses que abandonamos el mundo por diversos motivos,
después de vivir una vida distinta de la que Dios nos concede actualmente. Aquí pasaremos
algunos años aún, si Dios quiere, no por alejar el momento del combate, sino para
prepararnos gravemente a una misión difícil y volver a Francia acompañados con nuestros
derechos de ciudadanos, y además por los que resultan siempre de la abnegación contrastada
por el tiempo. Duro nos es, sin duda, vernos separados de nuestra patria y no poder hacer el
bien que allí nos fuese posible; pero, El que pedía a Abraham la sangre de su único hijo, hizo
de la renuncia a un bien inmediato la condición de un bien mucho mayor. Es preciso que
alguien siembre para que otro coseche. Rogamos a cuantos esperen algo de nosotros nos
perdonen una ausencia necesaria, y no borren nuestro recuerdo de su corazón, ni nos rehúsen
su intercesión cerca de Dios. Los años pasan rápidamente; cuando nos volvamos a encontrar
en los campos de Israel y de Francia, no nos estará mal haber envejecido algo, y la
Providencia sin duda habrá andado también su camino.

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Message  Javier Ven 21 Sep 2018, 11:00 am

CAPÍTULO I

Situación de la Iglesia a fines del siglo XII

El siglo XII de la era cristiana alboreó entre magníficos auspicios. La fe y la opinión, fuertemente unidas, gobernaban conjuntamente el Occidente, formando de una multitud de pueblos obedientes y libres una sola comunidad. En la cumbre del orden social se asentaba el Pontífice del mundo, en un trono del cual descendía la majestad para socorrer y defender la ley divina traicionada por la debilidad de la naturaleza, y la justicia, para ayudar a la obediencia, que había llegado a ser intolerable, debido al exceso de poder. Era a la vez Vicario de Dios y de la humanidad, teniendo su brazo derecho sobre Jesucristo y el izquierdo sobre Europa; de esta manera el Pontífice romano alentaba a las generaciones hacia los caminos rectos, teniendo en sí el recurso de una debilidad personal infinita contra los abusos de su plenitud. Jamás la fe, la razón y la justicia se habían abrazado sobre un tan elevado pedestal; el restablecimiento de la unidad en las entrañas desgarradas del género humano nunca había parecido estar tan próximo y ser tan probable. Ya flotaba la bandera de la cristiandad en Jerusalén sobre la tumba del Salvador de los hombres, e invitaba a la Iglesia griega a una gloriosa reconciliación con la Iglesia latina. El islamismo, vencido en España y desterrado de las costas italianas, se veía atacado en el núcleo de su poder, y veinte pueblos marchaban juntos hacia las fronteras de la Humanidad regenerada para defender el Evangelio de Jesucristo contra la brutalidad de la ignorancia y el orgullo de la fuerza, prometiendo a Europa el término de aquellas emigraciones sangrientas, cuyo foco era Asia. ¿Quién podía predecir en dónde se detendrían las vías triunfales que acababan de abrir en Oriente los caballeros cristianos? ¿Quién podía prever lo que iba a suceder en el mundo bajo la dirección de un pontificado que había sabido crear en el interior una unidad tan extensa y un movimiento tan grande en el exterior?

Pero el siglo XII no terminó su carrera de la misma manera que la había comenzado, y al morir de la tarde, al inclinarse sobre el horizonte para acostarse en la eternidad y dormir, la Iglesia pareció inclinarse con él, con la frente cargada por un pesado porvenir. La cruz de Jesucristo no brillaba ya sobre los minaretes de Jerusalén; nuestros caballeros, vencidos por Saladino, conservaban con dificultad algunos pies de tierra en Siria; la Iglesia griega, lejos de haberse aproximado a la Iglesia romana, había sido confirmada en el cisma por la ingratitud y la deslealtad de los suyos ante los cruzados. Todo se había perdido en Oriente.

La Historia ha demostrado más tarde las consecuencias de este desastre: la toma de Constantinopla y la ocupación de una parte del territorio europeo por los turcos otomanos; una dura esclavitud impuesta a millones de cristianos que estaban bajo sus dominios, y sus ejércitos amenazaron al resto de la cristiandad, hasta la época de Luis XVI; tres siglos de incursiones por parte de los tártaros hasta llegar al corazón de Europa; Rusia adoptó el cisma griego, y estaba pronta a caer sobre el Occidente para destruir en él toda ley y toda libertad; Europa, trastornada por el debilitamiento de las razas musulmanas, de la misma manera que lo había sido debido a su encumbramiento, y la división de Asia, luchando con las mismas dificultades con que había tenido que luchar antes de su conquista. Montaigne dijo que “hay derrotas triunfales mejores que victorias”; podemos decir que el mal éxito del plan de Gregorio VII y de sus sucesores, con referencia a Oriente, ha revelado mejor su talento que el cumplimiento más victorioso de sus deseos.

El espectáculo interno de la Iglesia no era menos triste. Todos los esfuerzos de san Bernardo para el restablecimiento de la santa disciplina no sirvieron de nada contra el desbordamiento de la simonía, del fasto y la avaricia en el clero. La fuente de todos los males, pintados con tanta elocuencia por san Bernardo mismo, eran las riquezas de la Iglesia, que habían llegado a ser objeto de codicia universal. A la investidura violenta del báculo y el anillo había sucedido una usurpación sorda, una simonía cobarde y rastrera. “¡Oh gloria vana! - exclamaba Pedro de Blois -. ¡Oh ciega ambición! ¡Oh insaciable apetito por los honores terrenales! ¡Oh deseo de dignidades, que no es sino el gusano roedor de los corazones y el naufragio de las almas! ¿De dónde nos ha venido esta peste? ¿Cómo ha llegado a enardecerse esta presunción, que empuja a los indignos a ambicionar las dignidades, mostrándose más empeñados en conseguirlas cuanto menos merecedores son? Esos desgraciados se precipitan hacia la sede pastoral franqueando todas las puertas, sin preocuparse de sus almas ni de sus cuerpos; esa sede pastoral, que se ha convertido para ellos en sede envenenada, y para todos en causa de perdición.” (Carta al cardenal Octaviano.)

Treinta años antes decía san Bernardo con amarga ironía: “Los colegiales, los adolescentes impúberes, son elevados a las dignidades eclesiásticas a causa de la dignidad de su sangre, y pasan de la férula al gobierno del clero; más gozosos algunas veces por verse sustraídos a los azotes, que por haber obtenido un mandato; más orgullosos por haber escapado al imperio a que estaban sometidos, que por haber llegado al que adquirían ahora.” (Carta XLII, a Enrique, Arzobispo de Sens.)

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Message  Javier Sam 22 Sep 2018, 11:45 am

Tal era la desgracia de la Iglesia. La vemos convertir a precio de su sangre a naciones infieles a la doctrina de Jesucristo; la vemos suavizar sus costumbres, formar su inteligencia, aclarar sus bosques, poblar sus ciudades y soledades de casas de oración; luego, cuando veinte generaciones de santos han atraído hacia esas piadosas moradas las bendiciones del Cielo y de la tierra, entonces, en lugar del rico atraído por Dios, que venía a llorar en ellas sus pecados; en vez del pobre contento de Dios, que plegaba sus fuertes rodillas con el voto de ser más pobre aún; en lugar de los santos, herederos de santos, veíais llegar al pobre que deseaba ser rico, el rico que deseaba ser poderoso, a las almas mediocres que ni llegaban a conocer el alcance de sus deseos. Pronto hizo caer la intriga el báculo episcopal o abacial en manos que no habían sido bendecidas por una pura intención; el mundo tuvo el placer de ver cómo sus favoritos regían la Iglesia de Dios y cómo cambiaban el amable yugo de Jesucristo por el dominio secular. En los claustros resonaba el eco de los perros de caza y el relincho de los caballos. ¿Quién será capaz de discernir entre la verdadera vocación y la falsa? ¿Quién poseerá la ciencia? ¿Quién tendrá el suficiente tiempo para pensar en ella? No se inquietaban por saber la manera cómo las almas han sido engendradas y dedicadas a Jesucristo, sino solamente por conocer su nacimiento carnal. La oración, la humildad, la penitencia, la abnegación, escapan como tímidos pajarillos a quienes se ha perturbado en su nido; los sepulcros de los santos son cosas extrañas en su propia casa.

Ese es el estado miserable a que una ambición sacrílega había reducido un número considerable de iglesias y monasterios de Occidente a fines del siglo XII, y si en muchos lugares no había llegado el mal a ser tan profundo, era grande, sin embargo. La Santa Sede, aunque conturbada por los cismas que había fomentado y sostenido contra ella el emperador Federico I, no había cesado de aportar sus remedios a tan grandes desórdenes: les había opuesto tres Concilios ecuménicos en cincuenta y seis años, pero sin llegar a realizar sino imperfectamente una reforma a que tan dignos acreedores eran los ilustres Pontífices que nacían sin interrupción de las cenizas de Gregorio VII.

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Message  Javier Lun 24 Sep 2018, 11:21 am

Un día, hacia 1160, un rico habitante de Lyon, llamado Pedro Valdo, vio caer a su lado, muerto por el rayo, a uno de sus conciudadanos. Ese accidente le hizo reflexionar; distribuyó sus bienes entre los pobres y se consagró al servicio de Dios por completo. Como la reforma de la Iglesia era cosa que preocupaba a las mentes, le fue fácil, precisamente por su desinterés, creer que él era el llamado a desempeñar aquella misión, y reunió cierto número de hombres, a quienes persuadió a abrazar una vida apostólica. ¡Cuán poco difieren algunas veces los pensamientos que forman a los grandes hombres de los que producen perturbadores públicos! Si Pedro Valdo hubiese poseído más virtud y más talento, hubiese llegado a ser un Santo Domingo o un San Francisco de Asís; pero sucumbió a la tentación, que en todo tiempo ha perdido a los hombres de elevada inteligencia. Creyó imposible salvar a la Iglesia por la Iglesia. Declaró que la verdadera Esposa de Jesucristo había sufrido un desfallecimiento en tiempos de Constantino aceptando el veneno de los bienes temporales; que la Iglesia Romana era la gran prostituta descrita en el Apocalipsis, la madre y la señora de todos los errores; que los prelados eran escribas y los religiosos fariseos; que el Pontífice romano y todos los obispos eran homicidas; que el clero no debía poseer diezmos ni tierras; que era un pecado dotar a las iglesias y a los conventos, y que todos los clérigos debían ganarse la vida por medio del trabajo de sus brazos, imitando el ejemplo de los Apóstoles; en fin, creyó que él, Pedro Valdo, venía a restablecer sobre sus primitivos cimientos la verdadera sociedad de los hijos de Dios. Dejo aparte los errores secundarios que necesariamente tenían que desprenderse de los primeros. Toda la fuerza de los valdenses residía en su ataque directo contra la Iglesia y en el contraste real o aparente de sus costumbres con las costumbres mal reguladas del clero de su época. Arnoldo de Brescia, muerto en Roma en la hoguera, fue su precursor. Fue éste un hombre cuya personalidad resalta mucho más en la Historia que la de Pedro Valdo; pero este último gozó de la ventaja de nacer más tarde, cuando el escándalo estaba ya maduro, y por ello tuvo un éxito muy alarmante. Fue el verdadero patriarca de las herejías occidentales, dándoles uno de los grandes caracteres que las distinguen de las herejías griegas; me refiero al carácter más práctico que metafísico.

A favor de las mismas circunstancias que protegían a los valdenses, se introdujo en Alemania una herejía de orden oriental, que también hizo su entrada en Italia y vino a asentar su campo principal en el Mediodía de Francia. Esta herejía, combatida siempre y siempre viva, remontaba su origen a fines del siglo III. Se formó en las fronteras de Persia y el Imperio romano por la mezcla de las ideas cristianas con la vieja doctrina persa, que atribuía el misterio de este mundo a la lucha entre dos principios coeternos, uno de ellos bueno y el otro malo. Esta clase de alianzas entre religiones y filosofías diversas era muy común en aquellos tiempos: es la tendencia de las inteligencias débiles a querer unir lo que es incompatible. Un persa llamado Manés dio su última forma a la mezcla monstruosa de que hablamos. Menos afortunado que los demás heresiarcas, su secta no logró llegar nunca al estado de sociedad pública, es decir, a tener templos, un sacerdocio y un pueblo reconocidos. Las leyes de los emperadores, apoyadas por la opinión, la perseguían con infatigable perseverancia, y esto fue precisamente lo que prolongó su vida. El estado de sociedad pública es una prueba que el error no puede soportar nunca más que durante corto tiempo, y este tiempo es tanto más corto cuanto el error reposa sobre cimientos más contradictorios y acarrea consecuencias más inmorales. Los Maniqueos, rechazados a la luz del sol, tuvieron que refugiarse en las tinieblas; formaron una sociedad secreta, único estado que permite al error perpetuarse por mucho tiempo. La ventaja de estas asociaciones misteriosas es menor en cuanto a la facilidad de que disfrutan de sustraerse a las leyes, que en cuanto a la que gozan para escapar a la razón pública. Nada impide que algunos hombres, unidos por los dogmas más perversos y las más ridículas prácticas, recluten en la sombra inteligencias mal formadas, atraigan a los espíritus aventureros debido al encanto de sus iniciaciones, les persuadan por medio de una enseñanza sin comprobación; les aprisionen valiéndose de un fin grande y alejado, cuyo culto profundo, según creen ellos, se han transmitido cien generaciones; ligarles por las partes bajas del corazón del hombre, consagrando sus pasiones sobre altares desconocidos para el resto de la Humanidad. Existe hoy día en este mundo alguna sociedad secreta que no cuenta tal vez más de tres iniciados, y que remonta por una sucesión invisible hasta el antro de Trofonio o los subterráneos de los templos de Egipto. Esos hombres henchidos por el orgullo de tan raro depósito, pasan imperturbablemente a través de los siglos con profundo desprecio por todo cuanto tiene lugar, juzgándolo todo a través del prisma de la doctrina privilegiada que ha caído entre sus manos, y preocupados por el único deseo de engendrar un alma que, a su fallecimiento, sea la heredera de su felicidad oculta. Esos son los judíos del error. De esta manera vivieron los Maniqueos, apareciendo en esta o aquella página de la Historia de la misma manera que esos monstruos que siguen en el fondo del Océano caminos ignorados y algunas veces sacan su cabeza secular por encima de las olas. Pero lo maravilloso en su aparición durante el siglo XII fue que por primera vez llegaron a un comienzo de sociedad pública. ¡Espectáculo verdaderamente inaudito! Esos sectarios, a quienes el Bajo Imperio había tenido constantemente a sus pies, se establecían abiertamente en Francia, ante los ojos de esos Pontífices que eran lo suficientemente poderosos para obligar al mismo emperador a respetar la ley divina y la voluntad de las naciones cristianas. Ningún hecho revela con mayor seguridad la reacción sorda que minaba a Europa. Ramón VI, conde de Tolosa, figuraba a la cabeza de los Maniqueos de Francia, vulgarmente llamados albigenses. Era sobrino segundo de aquel famoso Ramón, conde San Gil, cuyo nombre figura entre los más grandes de la primera Cruzada, entre los de Godofredo de Bouillón, Balduino, Robert, Hugues, Boemond. Abdicó la herencia de gloria y de virtud que le habían transmitido sus antepasados para convertirse en jefe de la más detestable herejía nacida en el Oriente, subyugado tanto por los misterios propios de los Maniqueos como por la careta valdense que habían adoptado para penetrar en los pensamientos de Occidente.

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Message  Javier Mer 10 Oct 2018, 12:19 pm

No fue eso todo. La enseñanza de las escuelas católicas, reinstaurada después del largo interregno, se desarrollaba bajo la influencia de la filosofía de Aristóteles, y la tendencia de este movimiento era hacer prevalecer la razón sobre la fe en la exposición de los dogmas cristianos. Abelardo, hombre célebre por sus pecados, más aún que por sus errores, fue una de las víctimas de este espíritu aplicado a la Teología. San Bernardo le acusó de transformar la fe, fundada sobre la palabra de Dios, en una pura opinión, asentada sobre principios y conclusiones de orden humano. Pero aunque había ganado una fácil victoria, honrada por la sumisión real de su adversario y por un raro ejemplo de reconciliación, no por ello había dejado el mal de continuar su curso. Difícil es, en todo tiempo, resistir a ciertos impulsos cuya fuerza viene de lejos y de arriba. Los tiempos griegos habían quedado grabados en la memoria de los hombres instruidos como el punto más elevado que el genio del hombre había podido alcanzar. El Cristianismo no había tenido descanso suficiente para crear una literatura que pudiese compararse a la de aquellos ni formarse una filosofía y una ciencia propias. El germen de ellas existía, sin duda alguna, en los escritos de los Padres de la Iglesia; pero era cosa mucho más cómoda aceptar un cuerpo filosófico y científico formado ya. Se aceptó, pues, a Aristóteles como representante de la sabiduría. Desgraciadamente, Aristóteles y el Evangelio no estaban siempre de acuerdo, y esto dio origen a tres partidos. Uno de ellos sacrificaba el filósofo a Jesucristo, de acuerdo con estas palabras: “No tenéis sino un solo Maestro, que es Cristo” (San Mateo, Capítulo XXIII, v. 10). El otro sacrificaba Jesucristo al filósofo, fundándose en que la razón era la primera luz del hombre, y por ello debía conservar siempre la primacía. El tercero admitía que había dos órdenes de verdad: el orden de la razón y el orden de la fe, y que lo que era verdad en uno de ellos podía ser falso en el otro.

En resumen: el cisma y la herejía, favorecidos por el mal estado de la disciplina eclesiástica y por la resurrección de las ciencias paganas, conmovía en Occidente la obra de Cristo, mientras el mal resultado de las Cruzadas acababa su ruina en Oriente, abriendo a los bárbaros las puertas de la cristiandad. Los Papas verdaderamente resistían con inmensa virtud los peligros crecientes de esta situación. Dominaron al emperador Federico I, animaron a los pueblos a emprender nuevas cruzadas, convocaban Concilios contra el error y la corrupción, vigilaban la pureza de la doctrina en las escuelas, estrechaban con sus poderosas manos la alianza entre la fe y la opinión europea, y de la sangre conmovida de aquel viejo trono pontificio se vio surgir a Inocencio III. Pero nadie puede sostener por sí solo el peso de las cosas divinas y humanas; los más grandes hombres tienen necesidad del concurso de mil fuerzas, y las que la Providencia había concedido al pasado parecía cedían bajo el peso del porvenir. La obra de Clodoveo, de san Benito, de Carlomagno y de Gregorio VII en pie aún y viviente, animada por los restos de sus talentos, llamaba en su ayuda a una nueva efusión del Espíritu, en el cual y solo en el cual reside la inmortalidad. En estos supremos momentos es cuando hay que estar atento a los consejos de Dios. Trescientos años más tarde abandonará media Europa el error, para en un día sacar del error triunfos cuyo secreto comenzamos a entrever; pero entonces quiso ayudar a su Iglesia por la vía directa de la misericordia. Jesucristo miró sus pies y manos traspasados por nosotros, y con esta mirada de amor nacieron dos hombres: santo Domingo y san Francisco de Asís. La historia de estos dos hombres, tan semejantes y tan diversos, no debería separarse nunca; pero lo que Dios crea de una vez no es capaz de escribirlo una sola pluma. Mucho representa para nosotros poder dar solamente una ligera idea del santo patriarca Domingo a todos aquellos que no hayan estudiado sus actos.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Ven 12 Oct 2018, 6:49 am

CAPÍTULO II

Génesis de santo Domingo

En un valle de Castilla la Vieja, regado por el Duero, no lejos de Aranda, entre ésta y el burgo de Osma, existe un sencillo pueblecito llamado Caleruega en la lengua del país y Calaroga en la lengua más dulce de un gran número de historiadores. En aquel pueblecito nació santo Domingo en el año 1170 de la era cristiana. Debía su vida, después de Dios, a Félix de Guzmán y a Juana de Aza. Aquellos piadosos señores poseían en Caleruega un palacio en el cual vino al mundo santo Domingo, habitación de la que aun hoy se conserva algo. Alfonso “el Sabio”, rey de Castilla, de acuerdo con su esposa, sus hijos y los principales grandes de España, fundó en ella, en 1266, un monasterio de religiosas dominicas. En dicho monasterio pueden verse en departamentos más antiguos que el cuerpo del edificio y extraños a la arquitectura de un convento: una torre de guerra de la Edad Media, en la que se observan incrustadas las armas de los Guzmán; una fuente que lleva su nombre, y otros muchos vestigios, llamados por el pueblo, órgano de la tradición, el “Palacio de los Guzmanes”. La rama castellana de esta ilustre familia poseía su casa principal a algunas leguas de allí, en el castillo de Guzmán; el lugar en que recibían sepultura estaba también cerca de Caleruega, en Gumiel de Izán, en la capilla de una iglesia perteneciente a la Orden de los Cistercienses. Félix de Guzmán y Juana de Aza fueron transportados después de su muerte a esta capilla y enterrados en dos criptas, uno al lado del otro. Pero la misma veneración de que eran objeto no tardó en separarlos. Hacia 1318, el infante de Castilla Juan Manuel transfirió el cuerpo de Aza al convento de los dominicos de Peñafiel, que había edificado. Félix quedó solo en la tumba de sus antepasados, para ser testigo fiel del esplendor de la sangre que había transmitido a santo Domingo, y Juana fue a unirse a la posteridad espiritual de su hijo, para gozar de la gloria que aquél había adquirido prefiriendo la fecundidad que viene de Jesucristo a la fecundidad de la carne y de la sangre. (Consúltese la disertación latina del P. Brémond que lleva por título “De Gusmana stirpe sancti Dominici”; Romæ, 1740. Los continuadores de los “Actos de los Santos”, de los Bollandos, pusieron en duda si realmente santo Domingo pertenecía a la familia de los Guzmán; el padre Brémond les contestó por medio de esa obra. Las pruebas en que abundaban han decidido por vía de crítica una cuestión que estaba ya decidida por tradición inmemorial).1

Un signo célebre precedió al nacimiento de santo Domingo. Su madre vio en sueños el fruto de sus entrañas en forma de un perro que llevaba una antorcha entre sus dientes y que escapaba de su seno para abrasar toda la tierra. Inquieta por el presagio, cuyo sentido era oscuro, iba con frecuencia a orar sobre el sepulcro de santo Domingo de Silos, que había sido abad de un monasterio que llevaba este nombre y que no estaba muy lejos de la villa de Caleruega; en agradecimiento a los consuelos que allí había alcanzado, dio el nombre de Domingo al niño que había sido objeto de sus plegarias. Era el tercer hijo que salía de sus benditas entrañas. El mayor, Antonio, consagró su vida al servicio de los pobres y honró con su inmensa caridad el sacerdocio, cuyo hábito vestía; el segundo, Manés, murió con el hábito de fraile Predicador.


1. Puede verse sobre esto las “notas” del P. Gettino a la “Vida de Santo Domingo”, por el Beato Jordán de Sajonia.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Sam 13 Oct 2018, 8:00 am

Cuando Domingo fue presentado en la iglesia para recibir el bautismo, un nuevo signo manifestó la grandeza de su predestinación. Su madrina, a quien los historiadores designan solamente con el nombre de noble señora, vio en sueños sobre la frente del bautizado una estrella radiante. Siempre quedó algún vestigio de dicha estrella sobre la faz de Domingo, y se ha observado, como signo singular de su fisonomía, que cierto esplendor surgía de su frente y atraía hacia él, el corazón de cuantos le miraban. La pila de mármol blanco en la que había recibido el baño santo fue transportada en 1605 al convento de los Padres Predicadores de Valladolid, por orden de Felipe III, quien quiso que su hijo fuese bautizado en ella. Hoy está en Santo Domingo el Real, en Madrid, y en ella reciben los infantes de España el sacramento de la regeneración.

Domingo no fue alimentado con leche extraña, pues su madre no quiso que corriese por sus venas otra sangre que no fuese la suya; ella le conservó a su lado, alimentándole de un seno del cual sólo podía sacar un alimento casto, y al alcance de unos labios de los que no podía oír sino palabras de verdad. A lo más, en aquel comercio materno podía temerse solamente la blandura involuntaria de sus pañales y aquella abundancia de cuidados que la ternura más cristiana no sabe contener siempre. Pero la gracia existente en él se rebeló pronto contra tal yugo. Tan pronto pudo mover sus piernas y bracitos a voluntad, salía secretamente de su cunita y se acostaba en tierra. Se podía decir que conocía ya la miseria de los hombres, la diferencia de su destino en este mundo, y que, provisto ya de amor hacia ellos, sufría por tener una cama mejor que el último de entre sus hermanos, o que, iniciado en los secretos de la cuna de Jesucristo, quería tener una parecida a la suya. Nada más se sabe sobre los seis primeros años de su vida.

Cuando cumplió los siete años salió de la casa paterna y fue enviado a Gumiel de Izán, a casa de un tío suyo que desempeñaba en aquella iglesia las funciones de arcipreste. En aquel lugar, cerca del sepulcro de sus abuelos y bajo la doble autoridad de la sangre y del sacerdocio, fue en donde Domingo pasó la segunda parte de su infancia. “Antes que el mundo hubiese tocado este niño, fue confiado, como Samuel, a las lecciones de la Iglesia, a fin de que una disciplina saludable tomase posesión de su corazón, tierno aún; y, en efecto, sucedió que, edificado sobre tan sólidos cimientos, crecía tanto en edad como en inteligencia, elevándose día tras día, progresando felizmente, hasta elevarse a una excelsa virtud”. (Constantino de Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, II, 3)

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Dim 14 Oct 2018, 12:31 pm

La Universidad de Palencia, en el reino de León, única que poseía en aquel tiempo España, fue la tercera escuela en donde se formó Domingo. Llegó allí la edad de quince años, y, por primera vez en su vida, se vio abandonado a su propia iniciativa, lejos del hermoso valle en que, bajo los techos de Caleruega y Gumiel de Izán, había dejado todos esos dulces recuerdos que rememoran su pueblo natal. La estancia en Palencia duró diez años, consagrando los seis primeros al estudio de las Letras y Filosofía, tal cual se enseñaban en aquella época. “Pero -dice un historiador- el angélico joven Domingo, aunque comprendía fácilmente las cosas humanas no le atraían sin embargo, porque buscaba en vano en ellas la sabiduría de Dios, que es Cristo. Ninguno de los filósofos, en efecto, la ha comunicado a los hombres; ningún príncipe de este mundo la ha llegado a conocer. Por eso, por miedo a consumir en inútiles trabajos la flor y la fuerza de su juventud, y para apagar la sed que le devoraba, fue a beber en las profundas fuentes de la Teología. Invocando y rogando a Cristo, que es la sabiduría del Padre, abrió su corazón a la verdadera ciencia, prestó sus oídos a los doctores de las santas Escrituras; y esta palabra divina le pareció tan dulce, la recibió con tal avidez y con tan ardientes deseos, que, durante los cuatro años que la estudió, pasaba muchas noches casi sin dormir, dando al estudio el tiempo del reposo. Con objeto de beber en aquel río de la sabiduría con castidad más digna aún de ella, se abstuvo de beber vino durante diez años. Era cosa maravillosa y amable ver aquel hombre, en el cual los pocos años de vida acusaban la juventud, pero que por la madurez de su conversación y la fuerza de sus costumbres revelaba al anciano. Superior a los placeres de su edad, solamente buscaba la justicia; estaba atento a no perder tiempo en nada; prefería el seno de la Iglesia, su madre, a los viajes sin objeto, el reposo sagrado de sus tabernáculos, y toda su vida se deslizaba entre una plegaria y un trabajo igualmente asiduos. Dios le recompensó con aquel ferviente amor con el cual guardaba sus mandamientos, inspirándole un espíritu de sabiduría y de inteligencia que le permitía resolver sin dificultades los más difíciles problemas” (Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, cap. I, n. 17 y 18.)

Dos rasgos nos han quedado de aquellos diez años de vida en Palencia. Durante una plaga de hambre que desolaba a España, Domingo, no contento con dar a los pobres todo cuanto poseía, hasta sus vestidos, vendió sus libros, con notas de su puño, para entregarles lo que sacó de ellos, y al extrañarse algunos de que se privase de los medios de estudio, dijo estas palabras, que fueron las primeras que pronunció que hayan llegado a la posteridad: “¿Podría estudiar yo sobre pieles muertas, cuando hay hombres que mueren de hambre?” (“Actas de Bolonia”, declaración del señor Esteban, n. I.) Su ejemplo cundió, y los maestros y alumnos de la Universidad se vieron impelidos a acudir en auxilio de los desgraciados. Otra vez, al ver a una mujer, cuyo hijo estaba cautivo entre los moros, llorar amargamente por no poder pagar su rescate, le ofreció venderse él mismo para poder restituirle su hijo; pero Dios, que le reservaba para la redención espiritual de muchísimos hombres, no se lo permitió.

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Message  Javier Mar 16 Oct 2018, 1:28 pm

Cuando un viajero pasa a fines de otoño por un país despojado de todas sus cosechas, encuentra alguna vez colgando de un árbol un fruto escapado a la mano del labrador, y esta reliquia de la fertilidad desaparecida le basta para juzgar los campos desconocidos que atraviesa. De la misma manera, la Providencia, dejando en la sombra del pasado la juventud de su siervo Domingo, ha querido, sin embargo, que la Historia conservase algunos rasgos, revelaciones incompletas, pero conmovedoras, de un alma en que la pureza, la gracia, la inteligencia, la verdad y todas las virtudes eran efecto de un amor a Dios y a los hombres maduros antes de que fuese tiempo.

Llegó Domingo a cumplir los veinticinco años sin que Dios le hubiese manifestado aún lo que quería de él. Para el hombre del mundo la vida no es sino un espacio que hay que franquear, lo más lentamente posible, por el camino más cómodo; pero el cristiano no la considera de esta manera. Sabe que todo hombre es vicario de Jesucristo para trabajar por medio del sacrificio de sí mismo en la redención de la Humanidad, y que en el plan de esta grande obra cada uno de nosotros tiene señalado un lugar eternamente marcado y que dispone de la libertad de aceptarlo o rehusarlo. Sabe que si voluntariamente deserta de este lugar que la Providencia le ofrecía en la milicia de las criaturas útiles, será sustituido por otro mejor que él, y que se verá abandonado a su propia dirección en el ancho y corto camino del egoísmo. Estos pensamientos preocupan al cristiano a quien no ha sido revelada aún su predestinación, y convencido de que el medio más seguro para llegar a conocerla es su deseo de cumplirla, sea cual fuere, está presto a todo cuanto Dios le ordene. No desprecia ninguna de las funciones necesarias a la república cristiana, porque en todas ellas pueden encontrarse tres cosas de las cuales depende su valor real: la voluntad de Dios, que las impone; el bien resultante de su fiel ejercicio, y la abnegación del corazón encargado de desempeñarlas. Cree firmemente que los que reciben menos honores no son los menos elevados, y que la corona de los santos no cae nunca desde el Cielo tan directamente como cuando ha de posarse sobre una cabeza pobre, encanecida por la humildad y aceptada a cambio de un duro servicio. Poco le importa, pues, el lugar que Dios le haya señalado; le basta con conocer su voluntad.

Dios había preparado al joven Domingo un mediador digno de él, quien debía, no solamente manifestarle su vocación, sino abrirle las puertas de su futuro camino y conducirle por los caminos imprevistos en el terreno donde le esperaba la Providencia.

Entre los medios de reforma a que recurrían aquellos que se esforzaban por elevar la disciplina eclesiástica, existía uno particularmente recomendado por los soberanos Pontífices, y al decir esto me refiero al establecimiento de la vida del clero en comunidad. Los Apóstoles vivieron de este modo, y san Agustín, su imitador, había legado sobre este asunto la famosa regla que lleva su nombre. La vida en común no es más que la vida en familia, la vida de amor en su más alto grado de perfección, y es imposible practicarla fielmente sin inspirar a los que a ella se entregan los sentimientos de fraternidad, pobreza, paciencia y abnegación que son el alma del Cristianismo. Desde hacía siglo y medio, aproximadamente, se daba el nombre de canónigos regulares a los sacerdotes que abrazaban este género de vida, No formaban un solo cuerpo bajo un solo jefe, sino que cada casa tenía su prior, que dependía únicamente del obispo. Hay que exceptuar solamente la Orden de los canónigos regulares de Premontré, fundada en 1120 por san Norberto. Ahora bien: el Obispo de Osma, Martín de Bazán, celoso por contribuir a la restauración de la Iglesia, había convertido recientemente a los canónigos de su catedral en canónigos regulares; e instruido sobre el caso de que en la Universidad de Palencia había un joven de gran mérito, oriundo de su diócesis, concibió la esperanza de agregarlo a su Capítulo, así como a sus deseos de reforma. Encargó este asunto al hombre que había sido su principal apoyo en la difícil obra que acababa de llevar a cabo, hombre ilustre, tanto por su cuna como por su ciencia, su talento y la venerable belleza de su vida, pero que más tarde unió a estas cualidades, comunes a los demás, un título que nadie comparte con él. Hace siglos que el español D. Diego de Azevedo descansa bajo una losa que no he visto, y, sin embargo, pronuncio su nombre con un respeto que me conmueve. El fue el mediador escogido por Dios para esclarecer y conducir al patriarca de una dinastía, cuyo hijo soy yo, y cuando remonto la larga cadena de mis ascendientes espirituales le encuentro entre santo Domingo y Jesucristo.

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Message  Javier Mer 17 Oct 2018, 6:54 am

La Historia no nos ha conservado las primeras conversaciones entre D. Diego con el joven Guzmán; pero fácil es adivinarlas por sus resultados. A los veinticinco años, un alma generosa lo único que busca es encauzar su vida. Lo único que pide al Cielo y a la tierra es una gran causa para entrar a su servicio con grande abnegación; el amor abunda en ella juntamente con la fuerza. Y si esto es así tratándose de un alma que ha recibido su temple de una naturaleza feliz, ¡cuánto más verdad será tratándose de aquella en que el Cristianismo y la naturaleza fluyen al unísono como dos ríos vírgenes de cuyas aguas no se ha desperdiciado una sola gota en vanas pasiones! Sin esfuerzo alguno escucho la conversación habida entre D. Diego y el noble estudiante de Palencia. En pocos momentos le enseñó lo que no se aprende en los libros y en las Universidades: el estado de la lucha entre el bien y el mal en este mundo, las profundas llagas producidas a la Iglesia, la tendencia general de los acontecimientos, y, en fin, todo cuanto forma el nudo secreto de un siglo. Domingo, iniciado en los males de su tiempo por un hombre que los comprendía, sintió, sin duda, la necesidad de aportar el tributo de su cuerpo y de su alma a la cristiandad doliente. Con una mirada tuvo bastante para hacerse cargo de su deber y ocupar su lugar: los vio en el sacerdocio, según la orden de Melquisedec, siguiendo a Jesucristo, único Salvador del mundo, única fuente de toda verdad, de todo bien, de toda gracia, de toda paz, de toda abnegación, y cuyos enemigos son los eternos enemigos del género humano, lleven el nombre que lleven y que hayan adoptado. Vio que este divino sacerdocio, envilecido por manos demasiado indignas, tenía necesidad de ser realzado ante Dios y ante los pueblos, y que únicamente podía serlo por la resurrección de las virtudes apostólicas en aquellos que con ellas se adornaban y a cuyo cargo estaban. El primer paso que hay que dar en toda renovación es que hagamos aquello que queremos hagan los demás; por ello el heredero de los Guzmán consagró su vida a Dios en el cabildo reformado de Osma, bajo la dirección de D. Diego, que era su prior.

“Entonces - dice el bienaventurado Jordán de Sajonia - comenzó a vérsele entre los canónigos, sus hermanos, como la antorcha que brilla, el primero por su santidad y el último de todos por la humildad de su corazón, esparciendo a su alrededor un olor de virtud que daba vida y un perfume parecido al incienso en los días de verano. Sus hermanos admiraban una religión tan sublime; le nombran su subprior, con objeto de que, colocado más alto, sus ejemplos fueran más visibles y más eficaces. En cuanto a él, como un olivo que produce retoños, como un ciprés que se eleva, pasaba el día y la noche en la iglesia, ocupándose sin descanso en la oración, y dejándose ver apenas fuera del claustro por miedo a robar el tiempo a su contemplación. Dios le había concedido la gracia de llorar por los pecadores, por los desdichados y por los afligidos; el llevaba sus males en un santuario interior de compasión, y este amor doloroso le oprimía el corazón, traduciéndose al exterior en forma de lágrimas. Era costumbre suya, interrumpida rara vez, pasar la noche orando, y hablar con Dios, teniendo su puerta cerrada. Algunas veces se oían voces y como rugidos que salían de sus entrañas conmovidas que no podían contenerlos. Pedía con frecuencia a Dios especialmente una cosa, y era le concediese una verdadera caridad, un amor al que nada pareciese mucho tratándose de la salvación de los hombres, persuadido de que no llegaría a ser nunca un verdadero miembro de la familia de Cristo sino cuando se consagrase por entero, en la medida de sus fuerzas, a ganar almas, siguiendo el ejemplo del Salvador de todos, Nuestro Señor Jesucristo, inmolado sin reserva por nuestra redención. Leía un libro que llevaba por título “Conferencias de los Padres”, el cual trata al mismo tiempo de los vicios y de la perfección espiritual, y se esforzaba, al leerlo, por conocer y seguir todos los senderos del bien. Este libro, con la ayuda de la gracia, le elevó a una difícil pureza de conciencia, a una abundante luz en la contemplación y a un grado de perfección grandísimo.” (“Vida de Santo Domingo”, cap. I, número 8 y siguientes.)

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Message  Javier Jeu 18 Oct 2018, 6:19 am

La Providencia no se apresuraba respecto a Domingo, aunque su vida había de ser de corta duración. Le dejó durante nueve años en Osma para que se preparase para la misión, aun desconocida, que tenía que cumplir. En este intervalo, en 1201, D. Diego de Azevedo sucedió en la sede episcopal a Martín de Bazán. Casi en la misma época Domingo comenzó a anunciar al pueblo la palabra de Dios, pero sin alejarse mucho de Osma, y probablemente continuó en este ministerio, sobre el cual no poseemos ningún detalle, hasta 1203, momento solemne en que salió de España y se encaminó, sin saberlo, a la edad de treinta y cuatro años, hacia el lugar de sus destinos.

Aquí termina la génesis de santo Domingo, es decir, la sucesión de cosas que contribuyeron a formar su cuerpo y su alma y le prepararon para el fin providencial que debía llevar a cabo libremente. Todos los hombres tienen su génesis particular, proporcionada a su servicio futuro en este mundo, y la única cosa que puede explicarnos lo que son es el conocimiento de dicha génesis. La amistad nos abre esos pliegues profundos en los cuales están ocultos los misterios del pasado y del porvenir; la confesión nos los revela en otro sentido; la Historia busca la manera de llegar hasta ellos con objeto de conocer los acontecimientos en sus primeras fuentes y unir el hilo a la mano de quien los inició relatando los hechos bajo infinitas formas. Domingo, llamado por Dios para que fundase una nueva Orden que edificase la Iglesia por la pobreza, la predicación y la ciencia divina, tuvo una génesis cuya relación con esta predestinación es cosa manifiesta. Nació de una familia ilustre, porque la pobreza voluntaria es más conmovedora en aquel que desprecia una fortuna y una jerarquía de las que puede disponer por ser cosas suyas. Nació en España, fuera del país que debía ser teatro de su apostolado, porque uno de los mayores sacrificios del apóstol es abandonar su patria para llevar la luz a otras naciones de las cuales ignora hasta el idioma. Pasó en el seno de una Universidad los diez primeros años de su juventud, con objeto de adquirir en ella la ciencia necesaria para las funciones evangélicas y transmitir su estimación y la cultura de su Orden. Durante nueve años más se amoldó a las prácticas de la vida en comunidad, con objeto de conocer sus recursos, sus dificultades y sus virtudes, y poder imponer un día a sus hermanos el yugo que durante tan largo tiempo había soportado. Ya en la cuna, Dios le había concedido el instinto y la gracia de la sujeción de su cuerpo a una vida dura; pues, lo mismo que el Apóstol, soporta la fatiga de los viajes, el calor, el frío, el hambre, la prisión, los azotes, la miseria; ¿Y cómo podría él sufrir todo esto si desde la primera hora no hubiese sometido su cuerpo al más rudo de los aprendizajes? También le concedió Dios un gusto precoz y ardiente por la oración, pues la oración es un acto potentísimo que pone a disposición del hombre las fuerzas celestes. El Cielo es inaccesible a la violencia; la oración hace que descienda hasta nosotros. Pero, ante todo y por encima de todo, Domingo recibió el don sin el cual nada son los otros dones: el don inmenso de la caridad, que le instaba perentoriamente día y noche a la abnegación en favor de sus hermanos, y le hacía sensible hasta el punto de verter lágrimas apenado por las aflicciones que les aquejaban. Por fin Dios le envió, para iniciarle en los misterios de su siglo, un hombre de fuerte temple, que fue su amigo, su obispo y, como veremos más adelante, su introductor en Francia y en Roma. Estos hechos, poco numerosos, pero continuos y profundos, se entrelazan lentamente en un cielo de treinta y cuatro años, y Domingo, formado por todos ellos, llega inmaculado a la más bella virilidad que pudiera desear un hombre que conozca a Dios.

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Message  Javier Ven 19 Oct 2018, 9:42 am


CAPÍTULO III

Llegada de santo Domingo a Francia. - Su primer viaje a Roma. - Entrevista de Montpellier.

En aquellos días, el rey de Castilla, Alfonso VIII, tuvo la idea de casar a su hijo con una princesa de Dinamarca. Para las negociaciones escogió al obispo de Osma que, llevando consigo a Domingo, salió a fines del año 1203 para el norte de Alemania. Ambos al pasar a través del Languedoc, pudieron ser testigos del espantoso progreso de los Albigenses, y su corazón sufrió una amarguísima aflicción. Llegados a Tolosa, en cuya ciudad debían pasar una sola noche, Domingo se dio cuenta de que su posadero era hereje. Aunque el tiempo de que disponía era corto, no quiso que su paso fuese inútil para aquel hombre extraviado en cuya casa fueron recibidos. Jesucristo ya dijo a sus apóstoles: “Cuando entréis en una casa, saludadla diciendo: La paz sea en esta casa. Y si esta casa es digna de ella, vuestra paz descenderá sobre ella; si no fuera digna de ella, vuestra paz volverá a vosotros”. (San Mateo, X, 12, 13.)

Los santos para quienes todas las palabras de Jesucristo están siempre presentes, y que saben el poder de una bendición dada hasta a quien la ignora, se consideran como enviados de Dios ante toda criatura que encuentran, y se esfuerzan por no abandonarla sin haber depositado en su seno algún germen de misericordia. Domingo no se contentó con orar en secreto por su hostelero infiel; pasó la noche hablando con él, y la elocuencia imprevista de este extranjero conmovió de tal manera el corazón del hereje, que volvió a la fe antes de que despuntase el nuevo día. Entonces tuvo lugar otra maravilla: Domingo, conmovido por la conquista que acababa de efectuar en favor de la verdad y por el triste espectáculo de la devastación producida por el error, tuvo por vez primera el pensamiento de crear una Orden consagrada a la defensa de la Iglesia por medio de la predicación. Este pensamiento súbito se apoderó de él y no le abandonó ya. Salió de Francia sabedor ya del secreto de su futura carrera, como si Francia, celosa por no haber producido aquel grande hombre, hubiese obtenido de Dios el favor de que no pisara en vano su suelo, y que fuese ella, al menos, la que le diese el consejo decisivo de su vida.

Don Diego y Domingo, llegados, después de muchas fatigas, al término de su viaje, encontraron a la corte de Dinamarca dispuesta a efectuar la alianza que deseaba Castilla. Inmediatamente volvieron para ponerlo en conocimiento del rey Alfonso, retornando prontamente con gran aparato para acompañar a la princesa en su viaje a España, pero la princesa murió en aquellos días. Don Diego, libre de su misión, envió al rey un correo y se dirigió a Roma.

No había en aquellos días cristiano alguno que consintiese morir sin haber posado sus labios sobre el sepulcro de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Los pobres venían desde lejanas tierras, haciendo a pie su viaje, a fin de visitar aquellas reliquias y recibir al menos una vez sobre sus cabezas la bendición del Vicario de Jesucristo. Don Diego y Domingo se arrodillaron uno al lado del otro sobre aquel sepulcro que rige al mundo, y al levantar sus frentes del polvo experimentaron una segunda dicha, la más grande que un cristiano puede gozar en este mundo, y fue la de ver en el trono pontificio a un hombre digno de ocuparlo: era Inocencio III. La Historia no nos ha dicho cuáles fueron las sensaciones que experimentaron sus almas ante el espectáculo de la ciudad universal. Los que vienen a Roma por primera vez, trayendo la unción del Cristianismo y la gracia de la juventud, saben la emoción que produce; los que no están en este caso difícilmente la comprenden, y yo gusto de la sobriedad de esos antiguos historiadores que se detienen allí donde acaba el poder de la palabra.

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Message  Javier Sam 20 Oct 2018, 7:20 am

El obispo de Osma se había propuesto pedir una gracia al Soberano Pontífice. Había resuelto abdicar el episcopado y consagrar el resto de su vida a la predicación de la fe entre los cumanos, población bárbara acampada en los confines de Hungría, célebre por la crueldad de sus costumbres. Inocencio III rehusó acceder a este heroico deseo. Don Diego insistió para que, al menos, le fuese permitido, conservando su episcopado, ir a evangelizar a los infieles; pero el Papa persistió en su negativa y le ordenó volviese a su sede. Los dos peregrinos cruzaron los Alpes durante la primavera del año 1205, con intención de volver inmediatamente a España. No obstante, cedieron a la piadosa voluntad de visitar de paso uno de los más célebres monasterios de la cristiandad, y dando una gran vuelta, fueron a llamar a la puerta de la abadía de los Cistercienses. La sombra de san Bernardo habitaba aún el convento. Si no se veía en aquella casa la misma pobreza de tiempos anteriores, podían observarse restos de virtud bastante bellos para que el Obispo de Osma se prendase de aquello. Expuso a los religiosos el placer que experimentaría en vestir su ilustre hábito. Se lo concedieron al punto, y se consoló algo bajo aquellos hábitos monásticos del dolo que había sufrido al no serle posible convertirse en pobre misionero entre los bárbaros. Domingo se abstuvo de imitar en aquella ocasión a su amigo; pero salió de la abadía llevando consigo la estimación y afecto para con los religiosos de aquella Orden. Ambos, después de breve estancia en la abadía, volvieron a ponerse en camino, y al bajar, cosa probable, a lo largo de las riberas del Saona y el Ródano, llegaron a los poblados de Montpellier.

Tres hombres que han desempeñado un gran papel en los asuntos de la Iglesia en aquella época estaban entonces reunidos dentro de los muros de Montpellier: Arnoldo, abad de los Cistercienses, Raúl y Pedro de Castelnau, monjes de la misma Orden. El Papa Inocencio III les había nombrado legados apostólicos en las provincias de Aix, Arles y Narbona, con plenos poderes para hacer cuanto juzgasen útil para la represión de la herejía. Pero su legación, que llevaba ya más de un año, no había tenido buen éxito. El conde de Tolosa, señor de aquellas provincias, sostenía abiertamente a los herejes: los obispos rehusaron ayudar a los legados: unos por cobardía, otros por indiferencia y otros porque eran también herejes. El clero había llegado a ser despreciado por la gente, “hasta el punto -observa Guillermo de Puy-Laurens- que el nombre de eclesiástico había llegado a convertirse en proverbio como el de judío, y en lugar de decir: “prefiero ser “judío antes que eso”, muchos decían: “prefiero ser “eclesiástico”. Cuando los clérigos aparecían en público tenían el cuidado de arreglarse el cabello de manera que ocultase la tonsura, que llevaban lo más pequeña posible. Rara vez destinaban los caballeros a sus hijos a la carrera eclesiástica; pero presentaban los hijos de sus vasallos en las iglesias cuyos diezmos percibían, y los obispos conferían órdenes a quienes querían”. (“Crónica”, prólogo.) Inocencio III no había disimulado la magnitud del mal a sus legados. En una carta, fechada el 31 de mayo de 1204, les decía: “Aquellos a quienes san Pedro ha llamado para compartir su solicitud para guardar el pueblo de Israel, no vigilan su rebaño durante la noche; por el contrario, duermen y apartan sus manos del combate mientras Israel lucha como Madián. El pastor ha degenerado, convirtiéndose en mercenario; no apacienta su rebaño, sino que se ocupa de sí mismo; busca la leche y la lana de las ovejas; deja que el lobo haga cuanto quiera, que entre en el redil, y no se opone como dique ante los enemigos de la casa del Señor. Como mercenario, huye ante la perversidad que pudiera destruir, y se convierte en protector suyo a causa de su traición. Casi todos han desertado la causa de Dios, y muchos entre los que quedan no reportan ninguna utilidad”. (“Cartas de Inocencio III, lib. VII, carta LXXV.)

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Message  Javier Dim 21 Oct 2018, 12:20 pm

Los tres legados eran hombres de gran fe y gran carácter; pero abandonados por todos, no habían podido obrar ni por la vía de autoridad ni por la de persuasión. Ningún obispo de aquellas provincias había acudido a unirse a ellos para exhortar al conde Ramón VI a que recordase el papel glorioso que habían desempeñado sus antecesores. Sus conferencias con los herejes no habían dado tampoco resultados satisfactorios, pues aquellos les presentaban siempre la vida deplorable del clero y les recordaban las palabras del Señor, que dicen: “por sus frutos los conoceréis”. (San Mateo, XII, 16.). Estaban, pues, como anonadados, a pesar del temple vigoroso de sus almas, y se daban cuenta de que hay cargas imposibles de sobrellevar por el hombre, cuando los pecados acumulados han proporcionado a las pasiones una presa demasiado grande, comparada con la realidad. Bajo el peso de esta impresión deliberaban entonces en Montpellier. Su unánime opinión era presentar al soberano Pontífice un relato exacto de aquel estado de cosas y resignar al mismo tiempo entre sus manos una carga que no podían llevar y un encargo que no podían cumplir con fruto y con honor. Pero lo que es cosa desesperada para los hombres no lo es para Dios. Desde hacía treinta años preparaba la Providencia una respuesta a las quejas de sus servidores y a las injurias de sus enemigos, y había llegado la hora de darla. En el momento en que los legados tomaban tan penosas resoluciones, supieron que D. Diego de Azevedo, Obispo de Osma, llegaba a Montpellier. Inmediatamente enviaron recado rogándole viniese a verlos, y D. Diego acudió a su invitación.

Dejemos la palabra al bienaventurado Jordán de Sajonia: “Los legados le reciben con honores y le piden consejo, sabiendo era hombre santo, maduro y lleno de celo por la fe. Dotado como estaba de circunspección e instruido en los caminos de Dios, comenzó a inquirir sobre los usos y costumbres de los herejes. Observa que atraían hacia su secta por el camino de persuasión, por la predicación y un exterior de santidad, mientras los legados estaban rodeados por un grande y fastuoso aparato de servidores, caballos y trajes. Entonces les dijo: “hermanos míos, no es así como debéis conduciros “me parece imposible atraer a esos hombres con palabras cuando ellos se valen del ejemplo. Por medio del simulacro de “la pobreza y la austeridad evangélica seducen a las almas “sencillas; al presentarles un espectáculo contrario poco podréis edificar: destruiréis muchas cosas y nunca llegaréis a tocar en su corazón. Combatid el ejemplo con el ejemplo; “oponed a la fingida santidad la verdadera religión; no podemos triunfar contra el fasto engañoso de los falsos apóstoles sino por medio de una humildad que salte a la vista. “De esta manera se vio obligado san Pablo a demostrar su virtud, sus austeridades y los continuos peligros de su vida “a quienes presentaban contra él el mérito de sus trabajos”. Los legados le respondieron: “¿Qué consejos nos dais, venerable Padre?”. Y él les contestó: “Haced lo que yo hago”. En aquel instante el espíritu de Dios se apoderó de él; llamó a la gente de su escolta y ordenó que partiese para Osma con sus coches, equipajes y todo el aparato de que iba acompañado. Solamente guardó junto a sí un reducido número de eclesiásticos, y declaró que su intención era detenerse en aquellos países para dedicarse al servicio de la fe. También conservó consigo al subprior Domingo, a quien estimaba mucho y amaba con gran afecto; allí quedó el hermano Domingo, primer fundador de la Orden de los Predicadores, que a partir de aquel momento no se llamaba ya el subprior, sino el hermano Domingo, verdadero siervo del Señor por la
inocencia de su vida y el celo que sentía por sus mandamientos. Los legados, conmovidos por el consejo y el ejemplo que se les daba, accedieron al punto. Se deshicieron de sus coches, equipajes y despidieron a sus servidores; y conservando únicamente los libros necesarios para la controversia, partieron a pie, en estado de pobreza voluntaria, y bajo la dirección del obispo de Osma, a predicar la verdadera fe”. (“Vida de Santo Domingo”, capítulo I, n. 16 y siguientes.)


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Message  Javier Sam 27 Oct 2018, 6:56 am

¡Con qué arte y paciencia había preparado Dios este desenlace! En las riberas de un río español, dos hombres, de edad diferente, reciben abundantemente el espíritu de Dios. Un día se encuentran, atraídos uno hacia en otro por el perfume de sus virtudes, como dos árboles preciosos plantados en un mismo bosque que se buscan y se inclinan para entrar en contacto. Después que una larga amistad haya confundido sus días y sus pensamientos, una voluntad imprevista los saca de su país, los pasea por Europa, desde los Pirineos hasta el mar Báltico, desde el Tíber hasta las colinas de Borgoña, y llegan precisamente, sin haber pensado en ello, a tiempo de dar a hombres desfallecidos, a pesar de su gran corazón, un consejo que cambia la faz de las cosas, salva el honor de la Iglesia y le prepara para un porvenir próximo legiones de apóstoles. Los enemigos de la Iglesia no han leído nunca atentamente su historia: de otro modo, hubieren observado la fecundidad invencible de sus recursos y la oportunidad maravillosa de esta fecundidad. La Iglesia se parece a aquel gigante, hijo de la tierra, que en su misma caída adquiría una nueva fuerza; por la desgracia vuelve a las virtudes de su cuna, y recobra su potencia natural al perder el poder prestado que tenía del mundo. El mundo no podrá quitarle lo que ha recibido de él: es decir, la riqueza, la ilustración de la sangre, una parte en el gobierno temporal, privilegios de honor y de protección; vestido tejidos por una mano que no es pura, túnica de Dejanira que la Iglesia no puede llevar sobre su carne sagrada, sino únicamente sobre la estameña de su pobreza natal. Si el oro, en lugar de ser instrumento de la caridad y adorno de la verdad, altera tanto la una como la otra, es preciso que perezca, y el mundo entonces, al despojar a la Iglesia, no hace sido devolverle el traje nupcial que conserva procedente de su divino esposo y que nadie puede quitarle. Pues, ¿Cómo podremos quitar la desnudez a quien la quiere? ¿Cómo podremos quitar el nada a quien de él hace su tesoro? En el despojo voluntario es en donde Dios ha puesto la fuerza de su Iglesia, y ninguna mano puede penetrar en este abismo para tomar algo en él. Por eso los perseguidores hábiles han buscado antes la manera de corromper a la Iglesia que de despojarla. En eso estriba el último grado de la profundidad en el mal, y todo se perdería con esa astucia si Dios permitiese alguna vez que la corrupción fuese universal. Pero la corrupción da nacimiento a la vida, y la conciencia renace de entre sus mismas ruinas: círculo vicioso cuyo secreto posee Dios y por el cual lo domina todo.

¿Qué podría haber de más desesperado en 1205 que el estado religioso del Languedoc? El príncipe era hereje apasionado: la mayor parte de los barones favorecían la herejía; los obispos no mostraban ninguna inquietud ni cuidado por cumplir sus deberes, y algunos, tales como el obispo de Tolosa y el arzobispo de Auch, estaban manchados por crímenes públicos; el clero perdió la estimación; los católicos que habían continuado siendo fieles eran pocos; el error insultaba con el espectáculo de una virtud ficticia a los desórdenes de la Iglesia, y el desaliento había alcanzado hasta aquellos que tenían una fe inquebrantable en un corazón casto y fuerte. Pero dos cristianos de paso bastaron para cambiarlo todo. Realzaron el valor de los legados de la Santa Sede, confundieron a los herejes con un apostolado pobre y austero, afirmaron las almas vacilantes, conservaron a las firmes, arrancaron al episcopado de su apatía, un gran obispo ascendió a la sede de Tolosa, y si el buen éxito no fue decisivo, fue siempre lo bastante notable para manifestar de qué parte estaba la razón, la rectitud, la abnegación y la certidumbre de una causa divina.

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Message  Javier Dim 28 Oct 2018, 5:53 am

CAPÍTULO IV

Apostolado de santo Domingo desde la entrevista de Montpellier hasta iniciarse la guerra de los Albigenses - Fundación del monasterio de Prouille.

Cuando quedó convenido entre los legados apostólicos y el obispo de Osma fue llevado a cabo sin tardar. El abad de Císter salió para Borgoña, en donde debía presidir el Capítulo General de su Orden, prometiendo traer en su compañía a su regreso algunos de aquella para que le ayudasen en su misión evangélica. Los otros dos legados, D. Diego, Domingo y algunos clérigos españoles emprendieron a pie el camino de Narbona y Tolosa. Durante su viaje se detuvieron en las villas y aldeas en las que, a juzgar por las circunstancias exteriores, creían podía ser útil su predicación, inspirándose siempre en el espíritu de Dios. Cuando resolvían evangelizar algún pueblo residían en él durante el tiempo proporcionado a la importancia del lugar y según la impresión que producían. Predicaban a los católicos en las iglesias y conferenciaban con los herejes en las casas particulares. La costumbre de estas conferencias remonta a muy antiguos tiempos: san Pablo las tenía con frecuencia con los Judíos; san Agustín con los Donatistas y Maniqueos de África. En efecto; si una de las causas del error es la obstinación de la voluntad, la ignorancia es tal vez su causa más general. La mayor parte de los hombres no rechaza la verdad sino debido al desconocimiento que de ella tiene, porque se la representan por medio de imágenes que nada tienen de real. Una de las funciones del apostolado es, pues, la exposición neta de la verdadera fe, desprovista de opiniones particulares que la oscurezcan, y dejando al espíritu del hombre la completa libertad que la palabra de Dios y la Iglesia, su intérprete, le han facilitado. Pero esta exposición no es posible sino cuando atrae a aquellos que la necesitan, y no es completa más que cuando se les respeta el derecho de discutirla, de la misma manera que nos reservamos el derecho de discutir nosotros su propia doctrina. Este es el objeto de las conferencias, palenque honorable en el que los hombres de buena fe llaman a los hombres de buena fe, en el que la palabra es un arma igual para todos y la conciencia el único juez.

Pero si el uso de las conferencias es antiguo, algo hubo de nuevo en los que tuvieron lugar en aquel tiempo con los Albigenses, algo nuevo y atrevido. Los católicos no temían la frecuente elección de sus adversarios como árbitros de la discusión, ni sentían temor alguno por someterse a su juicio. Rogaban a los más notables herejes presidiesen las asambleas, declarando de antemano que aceptarían su decisión sobre el valor de las cosas que se dijesen tanto por una como por la otra parte. Esta confianza heroica les dio buen resultado. Muchas veces obtuvieron el consuelo de ver que su presentimiento sobre la naturaleza del corazón del hombre no había sido equivocado, y adquirieron una prueba sorprendente de todos los recursos que en él están ocultos para hacer el bien.

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Message  Javier Jeu 01 Nov 2018, 7:34 am

Una de las primeras aldeas en donde se detuvieron fue Caramán, no lejos de Tolosa. Anunciaron la verdad con tanto éxito, durante ocho días, que sus habitantes querían de allí a los herejes, y al marcharse nuestros misioneros les acompañaron durante largo trecho. Quince días estuvieron en Beziers. Su pequeño ejército sufrió una disminución a causa de la retirada del legado Pedro de Castelnau, a quien sus amigos suplicaron se alejase a causa del odio particular que contra él mostraban los herejes. Se detuvieron en Carcasona como tercera estación; luego en Verfeil, en los alrededores de Tolosa; más tarde, en Fanjeaux, pueblecito situado sobre una colina entre Carcasona y Pamiers. Fanjeaux es célebre por un hecho milagroso que en él tuvo lugar, y que el bienaventurado Jordán de Sajonia cuenta de esta manera: “Sucedió que en Fanjeaux tuvo lugar una gran conferencia en presencia de una multitud de fieles e infieles que habían sido convocados. Los católicos habían preparado muchas memorias conteniendo razones y autoridades en apoyo de su fe; pero después de haberlas comparado unas con otras, prefirieron la que el bienaventurado siervo de Dios Domingo había escrito, y resolvieron oponerla a la memoria que los herejes presentasen por su parte. Se eligieron tres árbitros de común acuerdo para que juzgasen qué partido presentaba las mejores razones, y, en consecuencia la fe más sólida. Pero después de muchos discursos, dichos árbitros no pudieron llegar a un acuerdo, y decidieron echar al fuego las dos memorias, conviniendo que aquella de las dos que respetasen las llamas, no consumiéndola, sería la que contenía la verdadera doctrina. Entonces encendieron una grande hoguera, echando en ella ambos volúmenes; prontamente fue consumido por el fuego el de los herejes, mientras que el que había escrito el bienaventurado siervo de Dios, Domingo, no sólo quedó intacto, sino que las llamas lo apartaron de la hoguera en presencia de toda la asamblea. De nuevo lo echaron al fuego, repitiendo la operación, y otras tantas veces se reprodujo el acontecimiento, manifestando claramente en dónde estaba la verdadera fe y cuánta era la santidad de quien había escrito el libro”. (“Vida de Santo Domingo”, capítulo I, n. 20.)

El recuerdo de este prodigio, conservado por los historiadores, se conservaba fresco en Fanjeaux, debido también a la tradición, y en 1325 los habitantes de aquella aldea obtuvieron del rey Carlos el deseado permiso para comprar la casa donde había tenido lugar el hecho y edificar una capilla que los soberano Pontífices han enriquecido concediéndole muchas gracias. Más tarde tuvo lugar un milagro parecido en Montreal, pero en secreto, entre los herejes reunidos por la noche para examinar otra memoria del siervo de Dios. Se comprometieron a ocultar este prodigio; uno de ellos, que llegó a convertirse, lo hizo público.

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Message  Javier Sam 03 Nov 2018, 1:08 pm

No obstante, Domingo se dio cuenta de que una de las causas del progreso de la herejía era la habilidad con que los herejes se apoderaban de la educación de las jóvenes de familia noble cuando sus familias eran demasiado pobres para procurarles una educación conveniente a su jerarquía. Ante Dios pensó la manera de aportar remedio a esta seducción, y creyó llegar a ello fundando un monasterio destinado a recoger a las jóvenes católicas cuyo nacimiento y pobreza las expusiesen a los lazos que les preparaba el error. Existía en Prouille, lugar situado en una llanura entre Fanjeaux y Montreal, al pie de los Pirineos, una ermita dedicada a la Santísima Virgen y célebre desde hacía mucho tiempo por la veneración del pueblo. Domingo sentía gran afecto por Nuestra Señora de Prouille, pues con frecuencia había orado allí durante sus viajes apostólicos. Ya ascendiese o descendiese las primeras colinas de los Pirineos, el humilde santuario de Prouille se le presentaba, a la entrada de Languedoc, como un lugar de esperanza y de consuelo. Allí, al lado mismo de la iglesia, fue donde estableció su monasterio, con el consentimiento y ayuda del obispo Foulques, que recientemente había ocupado la sede de Tolosa. Foulques era un monje de la Orden de los Cístercienses, conocido por la pureza de su vida y el ardor de su fe; los católicos de Tolosa le eligieron obispo, después de que su antecesor, Ramón de Rabanstens, fue privado del episcopado por un decreto del soberano Pontífice. Su elevación a una silla episcopal de tal importancia produjo un júbilo universal en la Iglesia, y cuando el legado Pedro de Castelnau, que estaba gravemente enfermo, lo supo, se levantó de la cama y, juntando las manos, dio las gracias a Dios. Foulques no tardó en llegar a ser amigo de Domingo y de D. Diego. Favoreció con todo su poder la erección del monasterio de Prouille, al que concedió el goce, y más tarde la propiedad, de la ermita de Santa María, al lado de la cual lo había edificado santo Domingo. Berenguer, arzobispo de Narbona, le había ya precedido en aquella generosa protección, dando a las religiosas, cuatro meses después de su clausura, la iglesia de San Martín de Limoux, con todas las rentas que de ella dependían. Tiempo después, el conde Simón de Montfort y otros católicos distinguidos hicieron grandes dádivas a Prouille, que llegó a ser una casa de oración floreciente y célebre. Parecía que sobre ella flotaba siempre una gracia particular. La guerra civil y religiosa, que estalló pronto, no se acercó a sus muros sino para respetarlos, y mientras otras iglesias era expoliadas y destruidos otros monasterios por la herejía armada y victoriosa con frecuencia, aquellas jóvenes indefensas podían entregarse tranquilamente a la oración en Prouille a la sombra de su claustro. Y es que las primeras obras de los santos tienen una virginidad que conmueve el corazón de Dios, y Aquel que protege la brizna de hierba contra la tempestad, cuida al lado de su cuna de las cosas grandes.

No se sabe de manera cierta cuáles fueron las costumbres y estatutos de las religiosas de Prouille durante sus primeros tiempos. A su cabeza tenían una priora, pero bajo la autoridad de Domingo, que guardó para sí la administración espiritual y temporal del monasterio, a fin de no separar a sus queridas hijas de la Orden futura que meditaba, procurando fuesen su primer brote. Sin embargo, sus trabajos apostólicos no le permitían residir en Prouille, y se alivió de la administración temporal encargándosela a un habitante de Pamiers que le había tomado afecto y cuyo nombre era Guillermo Claret. También llamó para que le ayudasen en la administración espiritual a uno o dos eclesiásticos, franceses o españoles, cuyos nombres se ignoran. En una parte del monasterio, situada fuera de la clausura, estaba la habitación de Domingo y sus compañeros, a fin de que esta morada, distinta pero bajo el mismo techo fuese una garantía de la unidad que debía existir un día entre los frailes Predicadores y las monjas Predicadoras, dos ramas salidas de su mismo tronco. Cuando terminaron todos los preparativos, el 27 de diciembre de 1206, día de san Juan Evangelista, Domingo tuvo la alegría de abrir las puertas de Nuestra Señora de Prouille a varias señoras y jóvenes que deseaban consagrarse a Dios bajo su dirección.

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Message  Javier Dim 04 Nov 2018, 4:54 pm

Tales fueron las primicias de las instituciones dominicanas. Comenzaron por un asilo en favor de la triple debilidad del sexo, del nacimiento y de la pobreza de la misma manera que la redención del mundo comenzó en el seno de una Virgen pobre e hija de David. Nuestra Señora de Prouille, solitaria y modesta, esperó largo tiempo aún al pie de las montañas a los religiosos y religiosas que debían entregársele sin medida y llevar su nombre a todos los extremos de la tierra. Hija mayor de un padre que se educaba lentamente bajo la dirección paciente de Dios, crecía en silencio honrada por la amistad de muchos grandes hombres y como mecida sobre sus rodillas. Domingo añadió entonces a su humilde y suave calificación la de prior de Prouille, de manera que se llamaba “fray Domingo, prior de Prouille”.

Algún tiempo después de esta fundación, Domingo, al predicar en Fanjeaux y quedar en la iglesia para orar, según tenía por costumbre, se vio sorprendido por la presencia de nueve damas nobles que vinieron a postrarse a sus pies, diciéndole: “Siervo de Dios, venid en nuestra ayuda. Si cuanto habéis predicado hoy es verdad, nuestro espíritu hace tiempo que está cegado por el error; pues los que vos llamáis herejes, y que nosotras llamamos “buenos hombres” es en quienes hemos creído hasta hoy y poseían el afecto de nuestro corazón. Ahora no sabemos qué pensar. Siervo de Dios, tened piedad de nosotras y rogad al Señor vuestro Dios que nos dé a conocer la ceguera en que vivíamos, para que muramos en estado de salvación”. Domingo, reconcentrándose en sí mismo y orando, les dijo al cabo de algún tiempo: “Tened paciencia y esperad sin temor; creo que el Señor, que no quiere que se pierda nadie, va a mostrarnos a qué dueño habéis servido hasta ahora”. En efecto, de pronto vieron, en forma de un animal inmundo, al espíritu del error y del odio, y Domingo les dijo tranquilizándolas: “Por la figura que Dios ha hecho aparecer ante vosotras podéis juzgar a quién seguíais en pos de los herejes”. (B. Humbert: “Vida de Santo Domingo”, número 44.) Estas mujeres, dando gracias a Dios, se convirtieron inmediatamente y con firmeza a la religión católica; algunas de ellas llegaron a consagrarse a Dios en el monasterio de Prouille.

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Message  Javier Mar 06 Nov 2018, 4:49 pm

Durante la primavera de 1207 tuvo lugar una conferencia en Montreal entre los Albigenses y los católicos. Estos últimos eligieron entre sus adversarios cuatro árbitros, a los cuales se entregaron, tanto por una parte como por la otra, memorias sobre las cuestiones objeto de la controversia. La discusión pública duró quince días, transcurridos los cuales los árbitros se retiraron sin querer decidir. La conciencia les hacía sentir la superioridad de los católicos, pero no les daba los suficientes ánimos para declararse contra su partido. No obstante, ciento cincuenta hombres abjuraron la herejía y volvieron al seno de la Iglesia. El legado Pedro de Castelnau fue uno de los asistentes a esta conferencia. Pronto llegaron a Montreal también el abad del Císter, como otros doce abades de la misma Orden y unos veinte religiosos, todos gente de corazón, instruidos en las cosas divinas y de una santidad de vida digna de la misión que venían a llevar a cabo. Salieron del Císter al terminar el Capítulo General, y se pusieron en camino sin llevar consigo más que lo estrictamente necesario, de acuerdo con la recomendación del obispo de Osma. Este refuerzo exaltó los ánimos de los católicos. Después de laboriosos años, veían por fin el fruto de sus sudores, y que no habían contado en vano con la ayuda prometida a todos aquellos que trabajan por Dios dentro de la sinceridad de la abnegación. La provincia de Narbona había sido evangelizada por completo, muchas conversiones obtenidas, el orgullo de los herejes humillado por las virtudes que superaban a sus fuerzas; y los pueblos que seguían atentamente este movimiento podían comprender que la Iglesia católica no estaba muerta. El episcopado se había realzado en la persona de Foulques; Navarre, obispo de Conserans, le imitaba; aquellos de sus colegas cuya culpa había sido la debilidad solamente, salían de su aletargamiento. La erección del monasterio de Prouille había dado ánimos a la nobleza pobre y católica. Pero el mayor resultado era el haber reunido tantos hombres eminentes por sus virtudes, su ciencia y su carácter en un pensamiento común, el del apostolado, y haber dado a este apostolado naciente una consistencia inesperada. No obstante, faltaba aún la unidad a aquellos elementos regidos por cuatro autoridades diferentes: la de los legados, la de los obispos, la de los abades del Císter y la de los españoles. Se trataba con frecuencia de la necesidad de establecer una Orden religiosa cuyo oficio fuese la predicación, y la llegada de los Cístercienses a Montreal, confirmando todo cuanto había sido hecho, inspiró el deseo más firme de ir más allá. En el fondo, era el obispo de Osma el que figuraba como jefe de la empresa, aunque en su calidad de simple obispo fuese inferior a los legados, y que, como obispo extranjero, dependía en su acción espiritual de los prelados franceses. Pero por medio de sus consejos había dado el impulso en el momento en que todo parecía desesperar; había sido el primero que había puesto sus manos al servicio de la obra, sin volver nunca la cabeza hacia atrás; hasta había llegado a conquistarse el afecto de los herejes, que decían de él “que era imposible que aquel hombre no hubiese sido predestinado para aquella función, y que, sin duda, había sido enviado para que viviese entre ellos para enseñar la verdadera doctrina”. (Bto. Jordán de Sajonia: “Vida de Santo Domingo”, cap. I n. 1.) Por fin, esa fuerza secreta que coloca a cada hombre en el lugar que debe ocupar le elevó sobre todos. Pensó volver a España para arreglar los asuntos de su diócesis, reunir recursos en favor del convento de Prouille, que los necesitaba; traer nuevos misioneros a Francia y sacar provecho del estado a que las cosas habían llegado. Una vez tomada esta resolución, salió a pie camino de España.

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Message  Javier Ven 09 Nov 2018, 4:21 pm

Al entrar en Pamiers, D. Diego encontró al obispo de Tolosa, al de Coserans y un gran número de abades de diversos monasterios, que, advertidos de su marcha, habían venido para saludarle. Su presencia dio lugar a una célebre disputa con los Valdenses, que dominaban en Pamiers bajo la protección del conde de Foix. El conde invitó a comer a los herejes y a los católicos, y les ofreció su palacio para que en él se celebrase la conferencia. Los católicos eligieron por árbitro a uno de sus adversarios más declarados, que pertenecía a la más elevada nobleza de la ciudad. El resultado superó con mucho a cuanto esperaban. Arnoldo de Campranham, que era el árbitro designado, dio su voto en favor de los católicos y abjuró la herejía; otro hereje distinguido, Durando de Huesca, no contento con convertirse en la verdadera fe, abrazó la vida religiosa en Cataluña, adonde fue a retirarse, y fue el padre de una nueva Congregación que llevaba el nombre de “Católicos pobres”. Estos dos abjuraciones, que no fueron las únicas, conmovieron profundamente la ciudad de Pamiers y atrajeron sobre los católicos grandes pruebas de estima y alegría por parte del pueblo. Después de este triunfo, que coronaba dignamente su apostolado, D. Diego se despidió de todos los reunidos para honrarle a su salida de Francia. Se ignora si Domingo le acompañó hasta allí; tal vez se separasen en Prouille y fuera bajo aquel techo amado donde sus ojos se vieran por última vez; pues Dios, en sus impenetrables consejos, tenía decidido que aquella mirada no se renovase entre ellos en este mundo.

Don Diego pasó los Pirineos, y por Aragón, siguiendo siempre a pie su camino, llegó a Osma; ocupó aquella sede episcopal, que no había ocupado desde hacía tres años, y cuando se preparaba de nuevo a salir de su patria, le llamó Dios a la ciudad permanente de los ángeles y de los hombres. Su cuerpo fue enterrado en una iglesia de su ciudad episcopal, bajo una losa que ostentaba grabada esta breve inscripción: “Aquí yace Diego de Azevedo, obispo de Osma. Murió en 1245 de nuestra era”. (La era de España había comenzado treinta y ocho años antes de la era cristiana.) Esta muerte, anunciada a la posteridad con tan poco fausto tuvo, no obstante, un efecto que reveló claramente el fin de un grande hombre. Tan pronto llegó su noticia a la otra parte de los Pirineos, se disipó la obra heroica cuyos elementos había reunido. Los abades y los religiosos del Císter volvieron a tomar el camino de sus monasterios; la mayor parte de los españoles, que D. Diego había dejado bajo las órdenes de Domingo, retornaron a España; de los tres legados, Raúl acababa de morir; Arnoldo no se había dejado ver más que un momento; Pedro de Castelnau estaba en Provenza, en vísperas de perecer víctima de un asesino. Quedaba un hombre que conservase el antiguo pensamiento de Tolosa y de Montpellier, hombre joven aun, extranjero, sin jurisdicción, que sólo se había destacado en segunda línea; sin que pudiese ocupar de pronto el lugar de un hombre como Azevedo, en el cual el episcopado, la antigüedad y la fama sostenían el talento y la virtud. Todo cuanto podía hacer Domingo era no sucumbir bajo el peso tremendo de aquella pérdida, y continuar firme al verse privado de un amigo como aquél. Necesitó ocho años de trabajos para llenar aquel vacío, y nunca hubo hombre que trabajase tan afanosamente para alcanzar su objetivo y que lograse llegar a él con tan maravillosa rapidez.

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Message  Javier Dim 11 Nov 2018, 6:30 am

Varios milagros honraron el sepulcro de Azevedo. Más tarde, en la misma iglesia en donde reposaban sus restos, erigieron una capilla a santo Domingo, y la piedad los aproximó, transportando el cuerpo del uno y colocándolo bajo la imagen del otro. Pero como si Domingo no hubiese podido sufrir la vista a sus pies del que había sido su mediador en la tierra, una mano respetuosa levantó el cuerpo venerable en que había habitado el pensamiento de su amigo, y lo dio al convento de religiosos Predicadores de Málaga 2. A pesar de estos homenajes, la memoria de Azevedo no ha igualado a su mérito. Francia solamente le vio de paso; España le vio muy poco, y murió sin haber consumado nada. Dios le había destinado solamente a ser el precursor de un hombre más santo y más extraordinario que él: papel difícil que supone un corazón perfectamente desinteresado. Azevedo cumplió este fin con la misma sencillez con que pasaba los Pirineos a pie: se olvidaba siempre de sí mismo; pero la posteridad de santo Domingo guarda para él un recuerdo tan grande como era su humildad, y en cuanto a mí, debo confesar que me separo de él con la piedad de un hijo que acaba de cerrar los ojos a su padre.

Todo había sido dispensado por la muerte del Obispo de Osma; Domingo se encontró casi solo. Los dos o tres cooperadores que no le abandonaron eran solamente afectos a su persona por su buena voluntad, y podían marcharse de su lado de un momento a otro. Pronto dejó de ser la soledad la única desgracia de su situación; una guerra terrible vino a aumentar la amargura y las dificultades.

2. Desaparecida la comunidad por la exclaustración, hoy sólo se conserva la parte superior del cráneo en el convento de dominicos del Ángel

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Message  Javier Sam 17 Nov 2018, 7:10 pm

El legado Pedro de Castelnau había dicho con frecuencia que la religión no volvería a florecer en el Languedoc sino después que este país hubiese sido regado por la sangre de un mártir, y rogaba a Dios ardientemente le concediera la gracia de ser él la víctima. Sus deseos fueron cumplidos. Se había dirigido a San Gil, por invitación urgente del conde de Tolosa, a quien había castigado con la excomunión, y que quería, según decía, reconciliarse sinceramente con la Iglesia. El abad del Císter se unió a su colega para asistir a aquella entrevista, a la que ambos fueron con un deseo extremado de paz. Pero el conde no hizo más que burlarse de ellos, y parece que su deseo era obtener por medio del terror se le levantase la excomunión; amenazó a los legados con la muerte si se atrevían a salir de San Gil sin haberle absuelto. Los legados despreciaron sus amenazas y se retiraron con una escolta que los magistrados de la ciudad les habían prestado. Durmieron a orillas del Ródano, y al siguiente día por la mañana, despidiéndose de la gente que le acompañaba, se dispusieron a pasar el río. Entonces dos hombres se aproximaron, y uno de ellos hundió una lanza en el cuerpo de Pedro de Castelnau. El legado, herido de muerte, dijo a su asesino: “Que Dios te perdone como yo te perdono”. (Pedro de Vaulx-Cernay: “Historia de los Albigenses”, capítulo VIII.) Repitió varias veces aquellas palabras, y tuvo aún tiempo para exhortar a sus compañeros a servir a la Iglesia sin temor y sin descanso, y exhaló su último suspiro. Su cuerpo fue transportado a la abadía de San Gil. Fue asesinado en 15 de enero de 1208.

Esta violencia fue la señal de una guerra, en la que Domingo no tomó parte alguna, pues sólo fue para él una fuente de tribulaciones en el ejercicio de su apostolado. Sin embargo, los acontecimientos de aquella guerra estaban ligados a los de su vida, y es preciso que rápidamente tracemos su historia.

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Message  Javier Jeu 22 Nov 2018, 4:49 pm

CAPÍTULO V - Guerra de los Albigenses

(Los principales historiadores contemporáneos de la guerra de los Albigenses son: Pedro de Vaulx-Cernay, monje de Citeaux, y Guillermo de Puy-Laurens, capellán del conde Ramón VII. La “Colección de cartas de Inocencio III” contiene preciosas referencias sobre este asunto. También puede consultarse la “Historia General de Languedoc”, por los Benedictinos de San Mauro y la “Historia del Papa Inocencio III y sus contemporáneos”, por Hurter, presidente del consistorio de Schaffausen).

La guerra es el acto por medio del cual un pueblo resiste la injusticia a precio de su sangre. Allí donde exista la injusticia hay causa legítima de guerra hasta obtener satisfacción. Luego la guerra es, después de la religión, el primero de los oficios humanos: ésta nos enseña el derecho, aquélla lo defiende; la religión es la palabra de Dios, la guerra su brazo. “Santo, Santo, Santo es el Señor, el Dios de los ejércitos”; es decir, el Dios de la justicia, el Dios que envía al fuerte en ayuda del débil oprimido, el Dios que echa por tierra la dominación soberbia, que crea a Ciro en contra de Babilonia, rompe en favor de los pueblos las puertas de bronce, transforma al verdugo en soldado y al soldado en víctima. Pero la guerra, lo mismo que las cosas santas, puede emplearse contra su propio fin, y en este caso se convierte en instrumento de opresión. Por eso, para juzgar su valor en un caso particular, es preciso conocer su objeto. Toda guerra de liberación es sagrada, toda guerra de opresión es maldita.

Hasta la época de las Cruzadas, la defensa del territorio y del gobierno legítimo de cada pueblo fue lo que ocupó casi por entero la santidad de la espada y lo que le servía de temple. El soldado moría en las fronteras de su patria, y éste era el nombre más excelso que inspiraba su corazón en los momentos de la batalla. Pero cuando Gregorio VII despertó en la mente de sus contemporáneos la idea de la república cristiana, el horizonte de abnegación se extendió juntamente con el de fraternidad. Europa, confederada por la fe, comprendió que todo pueblo católico oprimido, fuese quien fuese su opresor, tenía derecho a ser socorrido y podía poner la mano sobre el puño de su espada. De aquí nació la caballería; la guerra llegó a ser no sólo un servicio cristiano, sino un servicio monástico al mismo tiempo, y se vio a batallones de monjes cubiertos por el cilicio y la adarga ocupar los puestos avanzados en Occidente. Todas las almas que habían recibido el bautismo comprendieron claramente que eran siervas del derecho contra la fuerza, y que la obra de Dios, que escucha la menor queja de sus hijos, debía estar pronta al primer grito de apuro. De la misma manera que el cazador, en pie y armado, escucha junto a un árbol de qué lado viene el viento, Europa en aquellos tiempos con la lanza empuñada y el pie en el estribo, escuchaba atentamente de qué lado llegaba el ruido de la injuria. Ya descendiese del trono o de la torre de un simple castillo, ya se precisara pasar los mares para alcanzarlo o simplemente montar a caballo, el tiempo, el lugar, el peligro, la dignidad no detenían a nadie. No se calculaba si había en ello beneficio o pérdida: la sangre, o se da sin calcular su precio, o no se da. La conciencia nos paga en este mundo, y Dios en el otro.

CONTINUARÁ...

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VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP) Empty Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message  Javier Sam 24 Nov 2018, 1:06 pm

Entre los débiles que la caballería cristiana había tomado bajo su amparo había uno sagrado entre todos los demás, y era la Iglesia. Como la Iglesia no disponía de soldados ni baluartes para defenderse, había estado siempre a merced de los perseguidores. Cuando un príncipe no la quería bien, podía hacer cuanto quisiese contra ella. Pero cuando se hubo instalado la caballería, tomó bajo su protección la ciudad de Dios, primeramente, porque la ciudad de Dios era débil, y en segundo lugar, porque la causa de su libertad era la causa misma del género humano. Como oprimida, la Iglesia tenía derecho como los demás a gozar de la ayuda de los caballeros; por su título de institución fundada por Jesucristo para perpetuar la obra de liberación terrestre y la salvación eterna de los hombres, la Iglesia era la madre, la esposa, la hermana de cuantos poseyesen una buena sangre y una buena espada. Estoy persuadido de que no hay nadie hoy día incapaz de apreciar este orden de sentimientos; la gloria de nuestro siglo, entre tantas miserias, es el conocimiento de que hay intereses más elevados, más universales que los intereses de familia y de nación. La simpatía de los pueblos franquea de nuevo sus fronteras, y la voz de los oprimidos encuentra un eco en este mundo. ¿Qué francés dejaría de acompañar con sus votos, si no iba en persona, a un ejército de caballeros que partiese a través de Europa para ir a ayudar a Polonia? ¿Qué francés, aun no siendo creyente, no considerara crimen, entre los muchos de que es objeto aquel ilustre país, la violencia contra su religión, el destierro de sus sacerdotes y obispos, la expoliación de los monasterios, el rapto de las iglesias, la tortura de las conciencias? Si la detención arbitraria y el encarcelamiento del arzobispo de Colonia ha causado en la Europa Moderna tan viva emoción, ¿Cuál no sería la emoción causada en Europa en el siglo XIII al saber que un embajador apostólico acababa de ser asesinado a traición, matándole con una lanza?

No era, ni mucho menos, el primer acto de opresión por el cual la cristiandad tenía que pedir cuentas al conde de Tolosa. Desde hacía mucho tiempo no había seguridad alguna para los católicos en el país que dependía de su dominio. Los monasterios habían sido devastados, las iglesias robadas, y algunas las había convertido en fortaleza; había arrojado de sus sillas a los obispos de Carpentras y de Vaison; un católico no podía alcanzar justicia cuando se las había con un hereje: todas las empresas del error estaban bajo su custodia, y afectaba por la religión un desprecio patente, que al tratarse de un príncipe puede considerarse como tiranía. Un día que el obispo de Orange vino a suplicarle no arruinase los lugares sagrados y se abstuviese, al menos en Domingo y fiestas, de permitir los males con que aniquilaba entonces la provincia de Arles, tomó la mano derecha del prelado y dijo: “Juro por esta mano no tener en cuenta ni los Domingos ni las fiestas y no sentir compasión por las personas ni las cosas eclesiásticas”. (“Cartas de Inocencio III”, lib. X, carta LXIX.) Francia, en aquellos tiempos, estaba infestada por gente guerrera sin ocupación, que, agrupada en bandas numerosas llenaba los caminos robando y asesinando. Perseguidos por Felipe Augusto, encontraron en tierras del conde de Tolosa, su vasallo, una impunidad segura, debida al ardor con que ellos cooperaban a sus deseos con sus predaciones y crueldades sacrílegas. Quitaban los vasos sagrados de los tabernáculos, profanaban el cuerpo de Jesucristo, arrancaban a las imágenes de los santos los ornamentos para cubrir con ellos a las mujeres de vida licenciosa; destruían las iglesias, no dejando piedra sobre piedra; mataban a los sacerdotes, azotándolos con vergajos o apaleándolos; muchos de ellos fueron desollados vivos. Una execrable traición del príncipe dejaba a sus súbditos sin defensa contra las persecuciones de los asesinos. Cuando, después de tantos crímenes de que era autor o cómplice, el conde de Tolosa recibió entre el número de sus amigos al asesino de Pedro de Castelnau, a quien colmó de favores, esto agotó la paciencia y llegó el momento en que la tiranía se desplomó debido a su exceso.

CONTINUARÁ...

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