EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Message  Javier Dim 13 Jan 2019, 9:06 am

CAPÍTULO XXXIII - De algunos avisos importantes para mortificar las pasiones y adquirir nuevas virtudes

Aunque te he dado diferentes documentos y reglas para enseñarte el modo de vencerte a ti misma, y de adornarte de las virtudes, todavía quiero añadir en este lugar algunas advertencias importantes.

Primeramente, si quieres llegar a una sólida piedad, y adquirir un perfecto dominio de ti misma, no te aficiones o inclines a aquellos ejercicios espirituales que tienen determinados los días de la semana, esto es, un día para una virtud, y otro para otra.

El orden que debes observar es, entrar desde luego a combatir las pasiones que te hubieren hecho más cruda guerra, y que más te afligen y te atormentan al presente; y trabajar al mismo tiempo con todas tus fuerzas en adquirir en un grado eminente las virtudes contrarias a estas pasiones predominantes; pues, si llegares a poseer estas virtudes, adquirirás con prontitud y facilidad todas las demás; porque las virtudes se hallan de tal suerte unidas y eslabonadas entre si, que basta poseer una perfectamente para obtenerlas todas.

Lo segundo, no te prescribas ni te propongas jamás tiempo determinado para adquirir una virtud. No digas: yo emplearé tantos días, tantas semanas, tantos años; mas como un nuevo soldado que no ha visto todavía la cara del enemigo, combate y pelea siempre; y con continuas victorias procura abrirse camino a la perfección.

No te detengas ni estés un solo momento sin hacer algún progreso en dicho camino; porque parar en él, no es tomar aliento, fuerza o descanso, sino volver atrás, y quedar más flaco y cansado. Por parar o detenernos en el camino de la virtud, entiendo yo el persuadirnos de que hemos llegado ya al colmo de la perfección, y el hacer poco caso así de las ocasiones que nos convidan y llaman a nuevos actos de virtud, como de las faltas ligeras.

Por esta causa conviene que seas fervorosa, y solicita para no perder la menor ocasión que se te presentare de ejercitar la virtud. Ama, pues, y abraza de todo corazón las ocasiones que inducen a ella, principalmente cuando se hallan acompañadas de alguna dificultad; porque los esfuerzos que hicieres para vencerla, formarán en breve tiempo, y establecerán en tu alma los hábitos virtuosos. Ama también a los que te presentan estas ocasiones, y solamente procurarás huir con velocidad y presteza de las que puedan inducirte a las tentaciones de la carne.

Lo tercero, serás prudente, discreta, y moderada en las virtudes cuyo ejercicio puede causar daño al cuerpo; como son las disciplinas, cilicios, ayunos, vigilias, meditaciones y cosas semejantes; por que estas virtudes se han de adquirir poco a poco y por grados, como luego diremos.

En las demás virtudes que son puramente interiores, y consisten en amar a Dios, en aborrecer el mundo, en menospreciarte a ti misma, en detestar el pecado, en ser dulce y paciente, y en amar a tus enemigos; no es necesario guardar medidas y reglas para adquirirlas, ni subir por grados a su perfección, antes deberás esforzarte a producir y ejercitar los actos en el modo más excelente y perfecto que te sea posible.

Lo cuarto, dirige todos tus pensamientos, todos tus deseos y todos tus cuidados a vencer la pasión que combates, y a adquirir la virtud contraria. Esta victoria ha de ser todo tu amor y todo tu tesoro, mirándola como la cosa más ventajosa para ti, y más agradable a Dios.

Si comes o ayunas, si trabajas o descansas, si velas o duermes, si estás en casa o fuera de ella, si vacas a la vida contemplativa o a la activa; no has de tener otro fin que el de vencer esta principal pasión, y el de adquirir la virtud contraria.

Lo quinto, aborrece generalmente todos los placeres y comodidades del cuerpo; pues de este modo no te combatirán, sino muy flacamente, los vicios, los cuales reciben todo su vigor y fuerza de los atractivos del deleite.

Pero si al mismo tiempo que te ocupas en hacer guerra a algún vicio o deleite particular, buscas otros placeres terrenos, sabe, hija mía, que aunque estos placeres no sean sino culpas ligeras, no obstante será siempre duro y áspero tu combate, y muy incierta y dudosa la victoria.

Procura tener siempre muy presentes estas palabras de la Escritura: Qui amat animam suam perdet eam, et qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam (Joann, X 25). El que ama su alma la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo, la conservará para la vida eterna. Y estas otras: Debitores sumus non carni, ut secundum carnem vivamus: si enim secundum carnem víxeritis, moriemini: si autem spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis (Rom. viii, 12, 13). Nosotros no somos esclavos de la carne para vivir según la carne: porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si por el espíritu hiciereis morir los hechos de la carne, viviréis.

Últimamente, hija mía, será conveniente, y por ventura necesario, que hagas una confesión general con todas las disposiciones que se requieren para asegurarte más una perfecta reconciliación con Dios, que es la fuente de los auxilios y gracias, el autor de las victorias, y el distribuidor de las coronas.

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Message  Javier Mar 15 Jan 2019, 2:29 pm

CAPÍTULO XXXIV - Que las virtudes se han de adquirir poco a poco y por grados, ejercitándose primero en una virtud y después en otra.

Aunque el verdadero soldado de Cristo, que aspira a la más alta perfección, no debe poner límites a su aprovechamiento espiritual; conviene, no obstante, moderar y reprimir con la prudencia algunos indiscretos fervores de espíritu, que abrasados con demasiado calor en los principios, nos abandonan después y nos dejan sin fuerzas en medio de la guerra.

Por esta causa, además de lo que dejo advertido en orden al modo de reglar los ejercicios exteriores, conviene, hija, mía, que sepas que las virtudes interiores también se adquieren poco a poco y por grados. De esta suerte se echan los fundamentos de una piedad sólida y constante, y en poco tiempo se gana mucho.

Por ejemplo: para adquirir la paciencia, no debemos ejercitamos ordinariamente en desear las adversidades, y en alegrarnos o gloriamos en ellas, si primero no hemos pasado por los grados más bajos de esta virtud. Asimismo, no debemos abrazar de una vez todas las virtudes; o aplicarnos a muchas juntamente, sino ejercitamos primero en una y después en otra, si queremos que el hábito virtuoso eche profundas raíces en el alma; porque con el ejercicio continuo de una sola virtud, la memoria, en cualquiera ocasión, recurre a ella con mayor prontitud; el entendimiento busca con mayor industria y delicadeza nuevos motivos para adquirirla, y la voluntad se inclina con mayor actividad y eficacia a conseguirla; lo cual no sucedería si estas tres potencias se hallasen ocupadas a un mismo tiempo en el ejercicio de muchas virtudes.

Además de esto, los actos en orden a una sola virtud, por la conformidad y semejanza que tienen entre sí, vienen a ser con este uniforme ejercicio menos difíciles y laboriosos; porque el uno llama y ayuda al otro, su semejante; y con esta semejanza y conformidad hacen mayor impresión en nosotros, hallando el corazón ya preparado y dispuesto para recibir los que de nuevo se producen.

Estas razones no podrán dejar de parecer eficaces y convincentes, si consideras que el que se ejercita bien en una virtud, aprende insensiblemente a ejercitarse en todas las demás; y que una virtud no puede perfeccionarse sin que al mismo tiempo se perfeccionen las otras, por la inseparable unión que todas tienen entre sí, como rayos que proceden de una misma divina luz.

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Message  Javier Ven 18 Jan 2019, 2:01 pm

CAPÍTULO XXXV - De los medios para adquirir las virtudes, y cómo debemos servirnos de ellos por algún tiempo, para aplicarnos a una sola virtud.

Sobre todo lo que dejo advertido, debes también saber, hija mía, que para llegar a una eminente y sólida virtud, es necesario que tengas un corazón grande y generoso, y una voluntad resuelta, invariable y firme para vencer las contradicciones, penas y dificultades que se hallen en este camino. Es necesario asimismo que tengas una inclinación y afecto particular a la virtud. Esta inclinación se adquiere considerando frecuentemente cuán agradables son a Dios las virtudes, cuán nobles y excelentes son en sí mismas, y cuán útiles y necesarias para nosotros; pues en ellas empieza y acaba toda la perfección cristiana.

Harás todas las mañanas eficaces propósitos de ejercitarte en ellas según las ocasiones que probablemente se te pueden ofrecer en aquel día, y te examinarás muchas veces para reconocer si has ejecutado fielmente estos propósitos y buenas resoluciones, y para renovarlos con mayor eficacia y fervor.

Deberás observar particularmente esta regla con la virtud que te hubieres propuesto, y de que tuvieres mayor necesidad.

Aplicarás a esta virtud todas las reflexiones que hicieres sobre los ejemplos de los Santos, y todas tus meditaciones sobre la vida y pasión de Jesucristo, tan útiles e importantes en todos los ejercicios espirituales; lo mismo harás con las ocasiones que se te ofrecieren a propósito para esto; aunque sean entre sí diversas, como diremos luego.

Procura acostumbrarte a los actos de las virtudes, así exteriores como interiores, de modo que llegues finalmente a ejecutarlos con aquella misma prontitud y facilidad con que antes hacías los que eran conformes a tus apetitos. Acuérdate de lo que te dije en otra parte, que los actos más contrarios a las inclinaciones de la naturaleza son los más propios y eficaces para introducir en el alma el hábito de la virtud.

Las sentencias de la sagrada Escritura pronunciadas con la boca o con el corazón, como se debe, tienen virtud y fuerza maravillosa para ayudarnos en este santo ejercicio; por esta causa conviene que tengas muchas en la memoria, que se ordenen a la virtud que desees adquirir, y que las repitas muchas veces al día, particularmente cuando se excita y mueve la pasión contraria. Como por ejemplo: si deseas adquirir la virtud de la paciencia, podrás servirte de las palabras siguientes o de otras semejantes:

Fuji patienter sustinete iram, quae supervenit (Baruch, IV, 25) : Hijos, llevad con paciencia la ira de Dios, que castiga vuestros desórdenes.

Patientia pauperum non peribit in finem (Ps. VI, 19) : La paciencia de los pobres no será privada para siempre del bien que espera.

Melio est patiens viro forti, et qui dominatur animo suo expugnatore urbium (Prov. XVI, 32) : El hombre paciente es mejor que el fuerte y valeroso; y el que sabe dominarse a sí mismo vale más que un conquistador de ciudades.

In patientia vestra possidebitis animas vestras (Luc. XX 19) : En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.

Per patientiam curramus ad propositum nobis certamen (Hebr. XII,1) : Corramos de suerte en este campo, que por la paciencia ganemos el premio que Dios nos propone.

Para lo mismo podrás también añadir las aspiraciones siguientes:

¿Cuándo, Dios mío, se hallará armado mi corazón con el escudo de la paciencia?

¿Cuándo, Dios mío, por contentaros, sufriré con ánimo alegre y tranquilo cualquiera penalidad y trabajo?

¡Oh dichosas tribulaciones, pues me hacen semejante a mi Redentor, Jesucristo, lleno de penas y de aflicciones!

¡Oh vida de mi alma! ¿Viviré yo alguna vez contenta y gozosa por vuestra gloria, entre las tribulaciones?

Feliz seré yo, si con llamas de tribulaciones me abraso en deseos de sufrir otras mayores.


De estas breves oraciones podrás servirte, y de otras que sean conformes al progreso que hicieres en la virtud, o que te dictare tu devoción.

Estas oraciones se llaman jaculatorias, porque son como flechas encendidas que se tiran al cielo, y tienen la virtud de levantar nuestro corazón y de penetrar en el de Dios, si van acompañadas de dos circunstancias que son como dos alas: la una es el conocimiento del gusto que recibe Dios de vernos ocupados en el ejercicio de las virtudes; la otra un eficaz deseo de adquirirlas por el sólo fin de agradar a su divina Majestad.

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Message  Javier Sam 19 Jan 2019, 4:23 am

CAPÍTULO XXXVI - Que en el ejercicio de la virtud se ha de caminar siempre con continua solicitud

Entre las cosas que sirven para adquirir las virtudes cristianas, que es el blanco que nos hemos propuesto, una de las más importantes y necesarias es procurar siempre adelantarnos en el camino de la perfección; porque no se puede parar en este camino sin volver atrás (D. Greg. part. 3. Past. curae admonit. 35). La razón es porque, desde que cesamos de hacer actos de virtud, la violenta inclinación del apetito sensitivo, y los objetos exteriores, que lisonjean los sentidos, no dejan de excitar en nosotros movimientos desordenados; y estos movimientos destruyen, o a lo menos, enflaquecen los hábitos de las virtudes; fuera de que esta negligencia nos priva de muchas gracias y dones que pudiéramos merecer del Señor, si pusiésemos mayor cuidado y solicitud en nuestro progreso espiritual.

Es muy diferente, hija mía, el camino espiritual y del cielo, del material y de la tierra; porque en éste, aunque pare y se detenga el caminante, nada pierde de lo andado; pero en el camino espiritual, si se detiene y para, aunque sea por poco tiempo, pierde mucho.

Además de esto, la fatiga del peregrino del mundo se aumenta con la continuación del movimiento corporal, pero en el camino del espíritu, cuanto más se adelante y se camina, más fuerzas se cobran, y se siente mayor vigor; porque, con el ejercicio virtuoso, la parte inferior, que con su resistencia hace el camino áspero y penoso, viene a debilitarse y enflaquecerse; y la parte superior, donde reside la virtud, se repara, se restablece y se fortifica más. De donde nace que, al paso que nos adelantamos en el bien, se va disminuyendo nuestra pena y dificultad, y en esta misma proporción crece y aumenta también el gusto y dulzura interior con que Dios templa y suaviza las amarguras de este camino.

De esta suerte, caminando siempre con alegría, de virtud en virtud, llegamos finalmente a la cumbre del monte (Isai. II, 2), al colmo de la perfección, y a aquel estado dichoso y bienaventurado en que el alma empieza a ejercer sus funciones espirituales, no sólo sin amargura y disgusto, sino también con un contento y júbilo inefable; por que como se halla ya victoriosa de todas sus pasiones, y superior a las criaturas y a sí misma, vive dichosamente en el seno de Dios, y goza entre sus penas y trabajos de un dulce y bienaventurado reposo.

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Message  Javier Dim 20 Jan 2019, 6:16 am

CAPÍTULO XXXVII - Que siendo necesario continuar siempre en el ejercicio de las virtudes, no hemos de huir de las ocasiones que se nos ofrecieren para conseguirlas.

Hemos mostrado con claridad que en el camino de la perfección es necesario andar siempre sin parar, para observar bien esta regla: "Conviene que estés siempre advertida y vigilante, para no perder ocasión alguna que se te ofrezca de ejercitar las virtudes". Guárdate, hija mía, de huir de las cosas que son contrarias a las inclinaciones de la naturaleza corrompida, pues por ellas, solamente, se llega a las más heroicas virtudes.

Por no salir del ejemplo que hemos propuesto, si deseas adquirir el hábito de la paciencia, conviene que no huyas o te retires de las personas, acciones y pensamientos que suelen moverte a la impaciencia; conviene que te acostumbres a tratar y conversar con todo género de personas, aunque sean molestas y pesadas; conviene que estés siempre dispuesta y preparada a sufrir todo lo que pudiere causarte mayor pena o disgusto; de otra manera no llegarás jamás a adquirir la virtud de la paciencia.

De la misma suerte, si alguna ocupación te fuere pesada e incómoda, o por sí misma, o por la persona que te la ha encargado, o porque te divierte de otra ocupación que sería más de tu gusto, no dejes por eso de abrazarla con alegría, y de continuarla con perseverancia, aunque sientas alguna inquietud o turbación en tu espíritu, de que pudieras librarte dejándola enteramente; porque de otra manera nunca aprenderías a padecer, ni tu quietud sería verdadera, por no proceder de ánimo purificado de las pasiones y adornado con las virtudes.

Lo mismo te digo de los pensamientos molestos, que a veces turban y afligen el espíritu; porque no debes arrojarlos enteramente de ti, pues con la pena que te causan, te acostumbran a la tolerancia de las cosas contrarias. Y ten por cierto, hija mía, que quien te enseñare lo contrario, te enseñará más a huir de la pena que sientes, que a conseguir la virtud que deseas.

Bien es verdad que al soldado nuevo y poco experimentado le conviene gobernarse con mucha prudencia y destreza en estas ocasiones, peleando con el enemigo, a veces de lejos, y a veces de cerca según fuere mayores o menores las fuerzas de su virtud y de su espíritu; pero nunca debe volver enteramente las espaldas, y abandonar el campo de manera que huya de todo lo que puede causarle inquietud y disgusto. Y si nosotros lo hiciéremos así, aunque por entonces nos preservemos del peligro de caer, no obstante quedaremos después más expuestos a los golpes de la impaciencia, por no habernos armado y fortificado con el ejercicio y uso de la virtud contraria.

Estas advertencias no tienen lugar en el vicio de la carne, de que hemos tratado ya particularmente en otra parte.

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Message  Javier Lun 21 Jan 2019, 2:58 pm

CAPÍTULO XXXVIII - Que debernos abrazar con gusto todas las ocasiones que se nos ofrecieren de combatir, para adquirir las virtudes, y principalmente aquellas que fueren más difíciles y penosas.

No me contento, hija mía, con que no huyas de las ocasiones que se te presentaren, de combatir, para adquirir las virtudes; quiero también que las busques y las abraces con alegría, y que las que te causaren mayor mortificación y pena, te sean más agradables como más provechosas. Nada te parecerá difícil con el socorro de la gracia, principalmente si procuras imprimir bien en tu corazón las consideraciones siguientes:

La primera es que las ocasiones son los medios esenciales y propios para adquirir las virtudes.

De donde nace que cuando pedimos a Dios las virtudes, le pedimos juntamente los medios para obtenerlas; pues de otra manera nuestra oración sería inútil y de ningún fruto; porque vendríamos a contradecirnos manifiestamente a nosotros mismos, y a tentar a Dios, el cual no acostumbra dar la paciencia sin las tribulaciones, ni la humildad sin los oprobios.

Lo mismo sucede con las demás virtudes, las cuales son fruto de las adversidades que Dios nos envía. Estas adversidades deben sernos tanto más preciosas y amables, cuanto fueren más ásperas y penosas; porque los grandes esfuerzos que deben emplearse para sufrirlas, contribuyen y sirven maravillosamente para formar en nosotros los hábitos de las virtudes.

Son también muy estimables y preciosas las ocasiones de mortificar nuestra voluntad, aun en las cosas pequeñas y leves; porque aunque las victorias que conseguimos contra nosotros mismos en las grandes ocasiones sean más gloriosas, no obstante, las que alcanzamos en las pequeñas son incomparablemente más frecuentes.

La segunda consideración que ya hemos tocado, es que todas las cosas que suceden en este mundo, vienen de Dios para nuestro beneficio y provecho; porque, aunque no pueda decirse, hablando propiamente, que algunas de estas cosas, como nuestros pecados o los ajenos, vienen de Dios, que aborrece la iniquidad, es cierto no obstante que vienen de Dios, en cuanto las permite, y pudiendo absolutamente impedirlas, no las impide. Mas por lo que mira a las aflicciones que nos suceden o por culpa nuestra, o por la malicia de nuestros enemigos, no se puede negar que son de Dios, y que vienen de su mano, y que, aunque verdaderamente condene la causa, su voluntad es que las suframos con ánimo paciente, o porque son medios muy propios para santificarnos, o por otros justos motivos que nos son ocultos.

Estando, pues, persuadidos y ciertos de que, para cumplir perfectamente su divina voluntad debemos sufrir con gusto todos los males que nos causan nuestros enemigos, o que nosotros mismos nos causamos con nuestros pecados; el decir (como por excusar y encubrir su impaciencia, suelen muchos), que Dios, siendo infinitamente justo, no puede querer lo que procede de un mal principio, no es otra cosa que querer dorar con un vano pretexto la propia falta, y rehusar la cruz que su divina Majestad nos presenta; y no podemos negar que es voluntad suya que la llevemos con tolerancia.

Además de esto, hija mía, conviene que entiendas y sepas, que Dios se deleita más de vernos sufrir constantemente las persecuciones injustas de los hombres, principalmente de aquellos que nos están obligados con nuestros favores y beneficios, que de vernos tolerar otros penosos accidentes; así porque la soberbia de nuestra naturaleza se reprime mejor con las injurias y malos tratamientos de nuestros enemigos, que con las penas y mortificaciones voluntarias, como porque, sufriéndolas con paciencia, hacemos verdaderamente lo que Dios pide y desea de nosotros, y es de su honor y gloria; pues conformamos nuestra voluntad con la suya en una cosa en que resplandecen igualmente su bondad y su poder; y de un fondo tan malo y tan detestable, como es el pecado, cogemos excelentes frutos de virtud y de santidad. Sabe, pues, hija mía, que apenas nos ve el Señor resueltos y determinados a obrar de veras, y a emplear todos nuestros esfuerzos para adquirir las sólidas virtudes, nos prepara el cáliz de las más fuertes tentaciones y de los más ásperos trabajos; y así, conociendo el amor infinito que nos tiene, y la ardiente y misericordiosa solicitud con que desea nuestro bien espiritual debemos recibirlo con alegría y dando gracias cuando lo ofreciere, y beberlo hasta la última gota; porque la composición de la bebida está hecha de mano de quien no puede errar, y con ingredientes tanto más saludables para el alma, cuanto son más desagradables y amargos a nuestro paladar.

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Message  Javier Mer 23 Jan 2019, 3:10 pm

CAPÍTULO XXXIX - Como se puede practicar una misma virtud en diversas ocasiones

Ya has visto, hija mía, en uno de los capítulos precedentes, que es más útil para nuestro
aprovechamiento aplicarnos por algún tiempo a una sola virtud, que abrazar muchas juntamente;
y que a esta virtud particular debemos inducirnos siempre que se presentare la ocasión.
Atiende ahora y observa la facilidad con que esto se puede ejecutar.

Podrá sucederte en un mismo día, y por ventura en una misma hora, que te reprendan de una acción buena y loable en sí misma, o que por otra causa murmuren de ti, que te nieguen con aspereza una pequeña gracia que hayas pedido, que se conciba una falsa sospecha de ti, que te den alguna comisión odiosa, que te sirvan viandas mal sazonadas, que te sobrevenga alguna enfermedad, o que, finalmente, te halles oprimida de otros males más sensibles y graves de los innumerables que se hallan en esta miserable vida.

Entre tan diversos y penosos accidentes podrás sin duda ejercitar diferentes virtudes; pero, conforme a la regla que te he dado, te será más útil y provechoso aplicarte únicamente al ejercicio de aquella virtud de que entonces tuvieres mayor necesidad.

Si esta virtud de que necesitas fuere la paciencia, no debes pensar sino en sufrir constantemente y con alegría todos los males que te suceden y te pueden suceder. Si fuere la humildad, te imaginarás en todas tus penas que no hay castigo alguno que pueda igualar a tus culpas. Si fuere la obediencia, procurarás rendirte con prontitud a la voluntad de Dios, que te castiga conforme mereces, y sujetarte asimismo por su amor, no solamente a las criaturas racionales, sino también a las que, no teniendo ni razón ni vida, no dejan de ser instrumentos de su justicia. Si fuere la pobreza, te esforzarás por vivir contenta, aunque te halles privada de todos los bienes y de todas las dulzuras de esta vida. Si fuere la caridad, harás todos los actos de amor de Dios y del prójimo que te fueren posibles, considerando que el prójimo te da ocasión de multiplicar tus merecimientos cuando ejercita su paciencia, y que Dios, que te envía o permite todos los males que te afligen, no tiene otro fin que tu mayor bien espiritual.

Todo esto que te digo en orden al modo de ejercitar en diversos accidentes y ocasiones la virtud que te fuere más necesaria, muestra al mismo tiempo el modo de ejercitarla en una sola ocasión, como en una larga enfermedad, o en otra aflicción y pena que te durase mucho tiempo; pues se podrán entonces producir también los actos de aquella virtud de que tuviéremos mayor necesidad.

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Message  Javier Ven 25 Jan 2019, 1:23 pm

CAPÍTULO XL - Del tiempo que debemos emplear en adquirir cada virtud, y de las señales de nuestro aprovechamiento.

No se puede determinar generalmente el tiempo que debemos emplear en el ejercicio de cada virtud, porque esto depende precisamente del estado y disposición en que nos hallamos, del progreso que hacemos en la vida espiritual, y de la dirección del que nos guía y gobierna; pero de ordinario, si nos aplicamos con todo el cuidado, diligencia y solicitud que conviene, aprovecharemos mucho en pocas semanas.

Es señal indudable y cierta de nuestro aprovechamiento, cuando en la sequedad, oscuridad y angustias del alma, y en la privación de las consolaciones y gustos espirituales, continuamos constantemente los ejercicios de la perfección.

Es también señal no menos evidente, cuando la concupiscencia, vencida y sujeta a la razón, no puede impedirnos con sus contradicciones que nos ejercitemos en la virtud; porque en la medida que ella se enflaquece y debilita, se fortifican y se arraigan en el alma las virtudes. Por esta causa, cuando no se siente ya alguna contradicción o rebeldía en la parte inferior, podemos prometernos y asegurarnos que hemos adquirido el hábito de la virtud; y cuanto mayor fuere la facilidad en producir los actos, tanto más perfecto será el hábito.

Pero advierte, hija mía, que no debemos persuadimos jamás que hemos llegado a un grado eminente de virtud, o que hemos triunfado enteramente de alguna pasión, aunque después de duros y prolijos combates no sintamos ya sus asaltos y movimientos; porque aquí también puede tener lugar la astucia del demonio, y el artificio de nuestra naturaleza, que suele disfrazarse por algún tiempo. De donde nace que muchas veces, por una soberbia oculta, tenemos por virtud lo que es verdaderamente vicio. Fuera de que, si consideramos el grado de perfección a que Dios nos llama, aunque hayamos hecho grandes progresos en la virtud, reconoceremos que todavía no hemos entrado en sus confines.

Por esto, conviene que, como nuevos guerreros, continuemos siempre los ejercicios ordinarios, como si empezáramos cada día a practicarlos, sin dejar que llegue a entibiarse el primer fervor.

Considera que es mejor y más útil aprovechar en la virtud, que examinar escrupulosamente si has aprovechado, porque Dios, que es el que solamente conoce lo íntimo de los corazones, descubre a unos este secreto, y lo oculta a otros, según los ve dispuestos a humillarse o ensoberbecerse; y por dicho medio, este Padre infinitamente bueno y sabio quita a los flacos la ocasión de su ruina, y obliga a los otros a que crezcan en las virtudes. Así, aunque un alma no vea o no conozca sus progresos en la perfección, no debe por esto dejar sus ejercicios, porque los conocerá cuando sea del gusto y beneplácito divino dárselos conocer para mayor bien suyo.

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Message  Javier Dim 27 Jan 2019, 5:28 am

CAPÍTULO XLI - Que no debemos desear con ardor librarnos de los trabajos que sufrimos con paciencia, y de qué modo debemos reglar nuestros deseos.

Si te hallares en alguna aflicción o trabajo, y lo sufres con paciencia, guárdate de escuchar las exhortaciones del demonio o de tu amor propio, que procuran excitar en tu corazón deseos de librarte de esta pena; porque tales deseos te causarán dos grandes daños:

El primero, que aunque entonces no pierdas enteramente la virtud de la paciencia, contraerás una disposición para el vicio contrario; el segundo, que tu paciencia, será imperfecta y defectuosa, y no obtendrá de Dios el premio y la recompensa, sino solamente por el tiempo que la hubieres ejercitado; siendo cierto que, si no hubieras deseado el alivio, antes bien te hubieras resignado a la divina voluntad, aunque tu pena no hubiese durado sino un cuarto de hora, el Señor la reconocerá y recompensará como servicio de mucho tiempo.

Toma, pues, por regla general en todas las cosas, el no querer hacer sino solamente lo que Dios quiere, y dirigir a este fin todos tus deseos, como el único blanco a que debes encaminarlos. Por este medio se llega a ser justos y santos; y en cualquier accidente triste o alegre que te suceda, no solamente gozarás de una perfecta y verdadera paz, sino también de un perfecto y verdadero contento; porque como nada sucede en este mundo sino por orden y disposición de la Providencia divina, si tú no quieres sino sólo lo que quiere la divina Providencia, vendrás siempre a tener lo que deseas, pero ninguna cosa sucederá sino según tu voluntad.

Este documento, hija mía, no tiene lugar en los pecados propios o en los ajenos (los cuales siempre detesta y aborrece Dios), sino solamente en las aflicciones y penas de esta vida, por violentas y penetrantes que sean, ora procedan de tus pecados, ora de otro principio; porque ésta es la cruz con que Dios suele favorecer a sus más íntimos amigos.

Esto mismo se debe entender respecto de aquella parte de pena y aflicción que en ti quedare, y que es voluntad de Dios que padezcas después de haber buscado algún lenitivo a tu pena, y aplicado a este fin aquellos medios que de sí son lícitos y buenos, y de que te puedes muy bien servir sin salir de la mano de Dios, ni del orden que tiene puesto, con tal que en el uso de ellos te gobiernes por su divina voluntad, sirviéndote de ellos, no por librarte de tu pena, sino porque Dios quiere que los usemos en nuestras necesidades, y porque a este fin los ha ordenado su Providencia.

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Message  Javier Mar 29 Jan 2019, 12:52 pm

CAPÍTULO XLII - Del modo de defendernos de los artificios del demonio, cuando procura engañarnos con devociones indiscretas.

Cuando la serpiente antigua ve que caminamos derechamente a la perfección, y con vivos y bien ordenados deseos; reconociendo que no puede atraernos a sí con engaños declarados, se transfigura en ángel de luz (II Cor. XI) y entonces con pensamientos devotos, conceptos agradables, sentencias y textos de la sagrada Escritura, y ejemplos de los mayores Santos, nos solicita y persuade importunamente a que con fervor indiscreto procuremos remontarnos sobre la capacidad y medida de nuestro espíritu, para precipitarnos después en un abismo de males.

Por ejemplo: este astuto enemigo nos incita a que castiguemos ásperamente el cuerpo con disciplinas, abstinencias, cilicios y otras mortificaciones semejantes; pero el fin que su malicia se propone es que, persuadiéndonos que hacemos cosas grandes, nos llenemos de vanagloria (lo cual sucede particularmente a las mujeres); o que, quebrantados con penitencias rigurosas y superiores a nuestras fuerzas, quedemos inhábiles para las buenas obras; o que no pudiendo sufrir los trabajos de una vida austera y penitente, cobremos hastío y aburrimiento de los ejercicios espirituales; o finalmente, que resfriándonos en la virtud, busquemos con mayor ardor y apetito que antes los placeres y vanos divertimientos del mundo.

¿Quién podrá contar el sinnúmero de quienes, siguiendo con presunción de espíritu el ímpetu de un fervor indiscreto y precipitado, y excediendo con los rigores exteriores la capacidad y medida de su propia virtud, cayeron infelizmente en el lazo que se habían tendido a sí mismos con sus propias manos, haciéndose así juguete de los demonios? No hay duda, hija mía, que semejantes almas se hubieran preservado de un mal tan grave si hubiesen considerado que estos ejercicios de mortificación, aunque útiles y provechosos a los que tienen fuerza y robustez de cuerpo, y humildad de espíritu, requieren siempre, no obstante, temperamento conforme y proporcionado a la calidad y naturaleza de cada uno.

No todos, hija mía, pueden practicar las mismas austeridades que han practicado algunos grandes Santos; pero todos pueden imitar a los mayores santos en muchas cosas. Podemos formar en nuestro corazón deseos ardientes y eficaces de participar de las gloriosas coronas que obtienen los verdaderos soldados de Jesucristo en los combates espirituales: podemos a su imitación y ejemplo menospreciar el mundo y menospreciarnos a nosotros mismos, amar el retiro y el silencio, ser humildes y caritativos con todos, sufrir pacientemente las injurias, hacer bien a los que nos hacen mal, evitar los menores defectos; cosas de mucho mayor mérito a los ojos de Dios que todas las penitencias y maceraciones del cuerpo.

También te advierto que en el principio siempre es mejor usar de moderación en las penitencias exteriores (a fin de que puedas aumentarlas después, si fuere necesario), que por querer obrar mucho, ponerte en peligro de no poder después obrar nada. Esta enseñanza te doy, hija mía, en el supuesto de que te halles libre del engaño en que incurren algunos que pasan en el mundo por espirituales y devotos, y seducidos de la naturaleza y del amor propio cuidan con tan exacta y escrupulosa puntualidad de la salud del cuerpo, que temen perderla por la más ligera mortificación exterior. No hay cosa en que tanto se ocupen, ni de que hablen con tanta frecuencia, como el régimen de vida que deben guardar; tienen en la elección de los manjares una suma delicadeza, que no sirve sino de enflaquecerlos y debilitarlos; prefieren ordinariamente los que deleitan más el gusto y son más agradables al paladar, a los que son mejores y más provechosos para el estómago; y con todo eso, si hubiésemos de creer lo que dicen, su fin no es otro que tener vigor y fuerzas para servir mejor a Dios.

Este es el pretexto con que disfrazan y cubren su sensualidad; pero verdaderamente su intento no es otro que unir y concordar dos enemigos irreconciliables, que son la carne y el espíritu (Galat. V, 17), de lo cual resulta infaliblemente la ruina de entrambos; pues a un mismo tiempo aquélla pierde la salud, y éste la devoción. Por esta causa un modo de vida menos delicado, menos escrupuloso y menos inquieto es siempre el más fácil, el más útil y el más seguro, como sea regulado por las reglas de la prudencia que te he dado; porque no siendo todas las complexiones igualmente vigorosas y fuertes, no son todas igualmente capaces de sufrir los mismos trabajos. Y añado que conviene usar la discreción y regla, no solamente para moderar los ejercicios exteriores, sino también para adquirir las virtudes interiores, como ya lo mostré anteriormente (Cap. 34), explicando el modo de adquirir estas virtudes por grados.

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Message  Javier Mer 30 Jan 2019, 2:19 pm

CAPÍTULO XLIII - Cuán poderosas son en nosotros nuestra mala inclinación, y la instigación del demonio, para inducirnos a juzgar temerariamente del prójimo y del modo de hacerles resistencia.

La vanidad y propia estimación producen en nosotros un desorden más perjudicial que el juicio temerario, que nos hace concebir y fomentar una baja idea del prójimo. Como este vicio nace de nuestra soberbia, con ella también se sustenta y fomenta, a medida que crece y va aumentando en nosotros, nos hacemos presuntuosos y vanos, y susceptibles de las ilusiones y engaños del demonio; porque venimos a formar insensiblemente tanto más alta opinión de nosotros mismos cuanto es más baja la que concebimos de los otros, persuadiéndonos que nos hallamos libres de las imperfecciones que les atribuimos.

Cuando el enemigo de nuestra salud reconoce en nosotros esta maligna disposición, usa de todos sus artificios para hacernos vigilantes y atentos al cuidado de observar y examinar los defectos ajenos. No es creíble cuánto se esfuerza en ponernos y representarnos a cada instante, delante de los ojos, algunas ligeras imperfecciones de nuestros hermanos, cuando no puede hacer que observemos defectos graves y considerables.

Pues ya que es tan solícito de nuestra ruina este astuto enemigo, y tan aplicado a nuestra perdición, no seamos nosotros menos vigilantes y atentos para descubrir y evitar sus lazos. Apenas te representare algún vicio o defecto del prójimo, procura desechar este pensamiento; y si continuare en persuadirte y solicitarte a formar algún juicio injurioso, guárdate de escuchar sus gestiones malignas. Considera que tú no tienes la autoridad necesaria para juzgar; y que aun cuando la tuvieres, no eres capaz de formar juicio recto, hallándote cercada de infinitas pasiones, y muy inclinada a pensar mal de la vida y de las acciones de los otros sin justa causa.

Para remediar eficazmente un mal tan peligroso, te advierto que tengas un espíritu enteramente ocupado en tus propias miserias; porque hallarás tantas cosas que corregir y reformar dentro de ti misma, que no tendrás tiempo ni gusto para pensar en las de tu prójimo, o no pensarás en ellas sino movida de una santa y discreta caridad. Fuera de que si te ocupas en considerar tus propios defectos, curarás fácilmente los ojos interiores del alma de cierta especie de malignidad, que es la fuente y origen de todos los juicios temerarios; porque quien juzga sin razón que su hermano está sujeto a algún vicio, puede pensar de sí mismo con fundamento, que padece el mismo defecto; pues siempre juzga un hombre vicioso que los demás son como él.

Todas las veces, pues, que te sintieres pronta y dispuesta a condenar ligeramente las acciones de alguna persona, te debes vituperar interiormente a ti misma y darte esta justa reprensión: "¡Oh ciega y presuntuosa! ¿Cómo eres tú tan temeraria, que te atrevas a censurar las acciones de tu prójimo, cuando tienes los mismos y aún más graves defectos." Así, volviendo contra ti misma tus propias armas en lugar de herir y ofender a tus hermanos, curarás tus propias llagas.

Pero si la falta que condenamos es verdadera y pública, excusemos por caridad al que la ha cometido: creamos que tiene algunas virtudes ocultas, que por ventura no hubiera podido conservar si Dios no hubiese permitido en él esta caída; creamos que un pequeño defecto que Dios le deje por algún tiempo, acabará de destruir en él la estimación y buen concepto en que se tiene a sí mismo; que siendo menospreciado se hará más humilde, y que por consiguiente su ganancia será mayor que su pérdida.

Mas si el pecado es, no solamente público, sino enorme, si el pecador es impenitente o está endurecido y obstinado, levantemos nuestro espíritu al cielo; entremos en los secretos juicios de Dios; consideremos que muchos hombres después de haber vivido largo tiempo en la iniquidad, han venido a ser grandes Santos; y que otros, al contrario, habían llegado al grado más sublime de la perfección y han caído infelizmente en un abismo de desórdenes y miserias.

Con estas reflexiones comprenderás, hija mía, que no debes temerte menos a ti misma, que a los demás; y que si sientes en ti inclinación y facilidad a juzgar favorablemente del prójimo, el Espíritu Santo es quien te da esta feliz inclinación; y que al contrario, cualquier desprecio, aversión o juicio temerario contra, el prójimo, nace únicamente de la propia malignidad, y de la sugestión del demonio. Si pues, alguna imperfección, o defecto ajeno hubiere hecho en ti alguna impresión, no descanses ni sosiegues hasta tanto que la hayas desterrado enteramente de tu corazón.

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Message  Javier Ven 01 Fév 2019, 2:03 pm

CAPÍTULO XLIV - De la oración

Si la desconfianza de nosotros mismos, la confianza en Dios, y el buen uso de nuestras potencias son armas necesarias en el combate espiritual, como hasta aquí se ha mostrado; la oración, que es la cuarta arma propuesta, es todavía más necesaria e indispensable. Pues por la oración obtenemos de Dios, no solamente las virtudes, sino generalmente todos los bienes de que estamos faltos. Es como el canal por donde se nos comunican todas las gracias que recibimos del cielo. Con la oración, si la ejercitares como debes, pondrás la espada en manos de Dios para que combata por ti y te alcance la victoria. Para servirnos como conviene de un modo tan esencial e importante, conviene que observemos las reglas siguientes:

En primer lugar debemos tener un verdadero deseo de servir a Dios con fervor, del modo que le sea más agradable. Este deseo se encenderá fácilmente en nuestro corazón, si consideramos tres cosas: la primera, que Dios merece infinitamente ser servido y adorado a causa de la excelencia de su ser soberano, de su bondad, hermosura, sabiduría, poder y todas sus perfecciones inefables; la segunda, que este mismo Dios se hizo hombre, y trabajó continuamente por espacio de treinta y tres años por nuestra salud, y curó con sus propias manos las llagas horribles de nuestros pecados, ungiéndolas y lavándolas, no con aceite y vino, sino con su sangre preciosa (Luc. X, 34.– Apoc. I, 5), y carne purísima, toda despedazada con azotes, espinas y clavos; la tercera, que nada nos importa tanto como el guardar su ley, y cumplir todas nuestras obligaciones; pues éste es el único medio de hacernos señores de nosotros mismos, victoriosos del demonio e hijos de Dios.

Lo segundo, debemos tener una fe viva y una firme confianza de que Dios no nos negará los auxilios necesarios para servirlo con perfección, y para obrar nuestra salud. Un alma llena de esta santa confianza es como un vaso sagrado, donde la divina misericordia derrama los tesoros de su gracia; y cuanto mayor es su confianza, tanto mayor es la abundancia de las bendiciones celestiales que atrae sobre sí con la oración. Porque ¿cómo será posible que un Dios, a quien nada es difícil, deje de comunicarnos sus dones, cuando su Bondad misma nos solicita y persuade que se los pidamos, y nos promete su Santo Espíritu (Luc. XI, 13), como lo imploremos con fe y perseverancia?

Lo tercero, debemos entrar siempre en la oración por sólo el motivo o fin de hacer lo que Dios quiere, y no lo que nosotros queremos. De manera que no hemos de aplicarnos jamás a este santo ejercicio sino solamente porque Dios nos lo manda, ni debemos desear ser oídos, sino en cuanto fuere de su divino beneplácito; en fin, nuestra, intención ha de ser unir y conformar nuestra voluntad con la divina, sin pretender jamás inclinar la divina a la nuestra. La razón es porque nuestra voluntad, como inficionada y pervertida del amor propio, yerra muchas veces, y no sabe lo que pide; pero la voluntad divina no puede errar, siendo esencialmente justa y santa; y así debe ser la regla de cualquiera otra voluntad. Tengamos, pues, particular cuidado de no pedir a Dios sino las cosas que son de su agrado; y hubiere algún motivo o fundamento para temer que lo que deseamos no es conforme a su voluntad, no se lo pidamos sino con una entera sumisión a las órdenes de su Providencia. Pero si las cosas que deseamos alcanzar no pueden dejar de serle agradables, como las virtudes, pidámoslas más por agradarle y servirle que por cualquier otra consideración, aunque sea muy espiritual.

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Message  Javier Dim 03 Fév 2019, 4:44 am

Lo cuarto, si deseamos obtener lo que pedimos, conviene que nuestras obras se conformen con nuestras palabras: conviene que antes y después de la oración procuremos con todas nuestras fuerzas hacernos dignos de la gracia que deseamos alcanzar, porque el ejercicio de la oración debe andar siempre unido y acompañado con el de la mortificación interior; pues sería tentar a Dios pedir una virtud, y no aplicar los medios para conseguirla.

Lo quinto, antes de pedir a Dios cosa alguna, debemos darle muy rendidas gracias por todos los beneficios que hemos recibido de su Bondad. Podremos decirle: 'Señor mío y Dios mío, que después de haberme creado me habéis redimido por vuestra misericordia, y me habéis librado infinitas veces del furor de mis enemigos, ayudadme y socorredme ahora; y olvidando mis ingratitudes pasadas, no me neguéis la gracia que os pido.'

Y si cuando deseamos obtener alguna virtud en particular, fuéremos tentados del vicio contrario, no dejemos de alabar y bendecir a Dios por la ocasión que nos da de ejercitar esta virtud, porqué no es éste, hija mía, un favor pequeño.

Lo sexto, como la oración recibe toda su eficacia y fuerza de la suma bondad de Dios, de los merecimientos de la vida y pasión de su unigénito Hijo, y de las promesas de oírnos que nos ha hecho (Jerem, XXXIII, 3), podremos concluir siempre nuestras peticiones con alguna de las oraciones siguientes: 'Yo os pido, Señor, que por vuestra divina misericordia me otorguéis esta gracia.' 'Concededme por los méritos de vuestro unigénito Hijo lo que os pido.' 'Acordaos, Dios mío, de vuestras promesas, y oíd mis ruegos.'

Algunas veces podremos pedir también las gracias que deseamos por los méritos de la Virgen Santísima y de los Santos; porque es grande el poder que tienen en el cielo, y Dios se deleita de honrarlos en la proporción del honor y gloria que le han dado en el curso de su vida mortal.

Lo séptimo, conviene también perseverar en este ejercicio, porque el Todopoderoso no puede resistir a una humilde perseverancia en la oración; pues si la importunidad de la viuda del Evangelio pudo doblar y vencer la dureza de un juez inicuo (Luc. XVIII, 5), ¿cómo podrán nuestros ruegos dejar de mover a un Dios infinitamente bueno? Y así, aunque el Señor tarde en oírnos, y nos parezca que no quiere escucharnos, no debemos perder la confianza, que tenemos en su divina Bondad, ni dejar de continuar la oración; porque su divina Majestad tiene en un grado infinito todo lo que es necesario para poder y para querer enriquecernos y colmarnos de sus beneficios; y si de nuestra parte no hubiere alguna falta, podremos estar ciertos y seguros de que obtendremos infaliblemente la gracia que le pedimos, u otra que nos sea más útil y provechosa, y por ventura ambas gracias juntamente.

Sobre todo debemos estar siempre advertidos en este punto: que cuanto más nos pareciere que el Señor no nos escucha ni admite nuestros ruegos, tanto más hemos de procurar humillarnos y concebir menosprecio y odio de nosotros mismos. Pero en esto, hija mía, debemos gobernarnos de suerte que, considerando nuestras miserias, no perdamos jamás de vista su divina misericordia, y que en lugar de disminuir nuestra confianza la aumentemos en nuestro corazón, íntimamente persuadidos de que cuanto más viva y constante fuere en nosotros esta virtud, cuando se halla combatida, tanto mayor será nuestro merecimiento.

Finalmente, no dejemos jamás de dar a Dios humildes y rendidas gracias. Alabemos y bendigamos igualmente su sabiduría, su bondad y su caridad, ya nos niegue o ya nos conceda la gracia que le pedimos; y en cualquier suceso procuremos conservarnos siempre tranquilos y contentos, y enteramente rendidos a su providencia.

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Message  Javier Mar 05 Fév 2019, 2:36 pm

CAPÍTULO XLV - Qué cosa es la oración mental

Oración mental es una elevación del espíritu a Dios, con actual o virtual súplica de lo que deseamos.

La actual se hace cuando con palabras mentales se pide a Dios alguna gracia en esta o semejante forma: 'Señor mío y Dios mío, concededme esta gracia para honra y gloria vuestra'; o de este otro modo: 'Dios mío, creo firmemente que será de vuestro agrado y de vuestra gloria, que yo os pida y alcance esta gracia: cúmplase, pues, en mí, vuestra divina voluntad.'

Cuando te hallares combatida por tus enemigos, orarás así: 'Ayudadme presto, Dios mío, para que no me rinda a mis enemigos.' O de este modo: 'Dios mío, refugio mío, fortaleza mía, pues veis mi fragilidad y flaqueza, socorredme prontamente para que no caiga.'

Si continuare la batalla, prosigue orando de la misma forma, resistiendo siempre animosamente al enemigo, que te hace la guerra.

Después que se hubiere pasado lo fuerte del combate, vuélvete al Señor, y pidiéndole que considere de una parte las fuerzas de tu enemigo, y de otra, tu suma flaqueza, le dirás: 'Veis aquí, Señor, a vuestra criatura: veis aquí la obra de vuestras manos: veis aquí el alma que Vos habéis redimido con vuestra preciosa sangre; mirad cómo vuestro enemigo os la procura robar para perderle. A Vos, Dios mío, recurro; en Vos solo pongo mi confianza; porque Vos solo sois infinitamente bueno, e infinitamente poderoso. Vos conocéis mi debilidad y la prontitud con que caerá en manos de mis enemigos sin el socorro de vuestra gracia. Ayudadme, pues, oh dulce esperanza mía, única fortaleza de mi alma.'

La súplica virtual se hace cuando elevamos nuestro espíritu a Dios para obtener alguna gracia, representándole nuestra necesidad, sin decir palabra alguna, ni hacer otra consideración; como cuando yo elevo la mente a Dios, y en su presencia reconozco que de mí mismo no soy capaz de defenderme del mal, ni de obrar el bien, y encendido de un ardiente deseo de servirle, fijo la vista en su Bondad, esperando su socorro con humildad y confianza. Este conocimiento de mi flaqueza, este deseo de servir a Dios, y este acto de fe, producido en su divina presencia, es una oración con que virtualmente pido lo que necesito; cuanto más puro fuere el conocimiento, cuanto más abrasado el deseo, y cuanto más viva la fe, tanto mayor será la eficacia de la oración para obtener la gracia suspirada.

Hay también otra especie de oración virtual más reducida y breve, la cual se hace con una simple vista del alma, que expone a los ojos del Señor su indigencia para que la socorra y esta vista no es otra cosa que un tácito recuerdo y súplica de aquella gracia que anteriormente le hemos pedido.

Es necesario, hija mía, que te acostumbres a esta especie de oración, y que te la hagas muy familiar para servirte de ella en todo lugar y tiempo; porque la experiencia te mostrará que así como no hay cosa más fácil, tampoco la hay más útil ni más excelente.

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Message  Javier Jeu 07 Fév 2019, 2:48 pm

CAPÍTULO XLVI - De la oración por vía de meditación

Si quieres detenerte por algún tiempo en este santo ejercicio de la oración, como por media hora o por una hora entera, añadirás la meditación de la vida y pasión de Jesucristo, aplicando siempre sus santísimas acciones a la virtud que deseas adquirir.

Por ejemplo, si deseares obtener la virtud de la paciencia, medita algunos puntos del misterio de los azotes.

El primero, cómo después de haber dado Pilato la sentencia, fue el Señor arrebatado con violencia por aquellos ministros de iniquidad, llevado con gritos y baldones al lugar destinado para la flagelación.

El segundo, cómo con impaciente y apresurada rabia lo despojaron aquellos crueles verdugos de todos sus vestidos, quedando descubiertas y desnudas a la vista de aquel ingrato pueblo sus purísimas carnes.

El tercero, cómo aquellas inocentes manos, instrumentos de su piedad y misericordia, fueron atadas a una columna con ásperos cordeles.

El cuarto, cómo aquel sagrado y honestísimo cuerpo fue azotado por los verdugos con rigor tan inhumano, que corrió su divina sangre por el suelo, rebalsándose en muchas partes con abundancia.

El quinto, cómo los golpes continuados y repetidos en una misma parte aumentaban y renovaban sus llagas.

Mientras meditares sobre estos puntos u otros semejantes, propios para inspirarte el amor de la paciencia, aplicarás primeramente tus sentidos interiores a sentir con la mayor viveza que pudieres los dolores incomprensibles que sufrió el Señor en todas partes de su sacratísimo cuerpo, y en cada una en particular.

De aquí pasarás a las angustias de su alma santísima, meditando profundamente la paciencia y mansedumbre con que sufría tantas aflicciones, sin que jamás se apagase aquella ardiente sed que tenía de padecer nuevos tormentos por la gloria de su Padre, y por nuestro bien.


Considéralo, después, encendido de un vivo deseo de que tú sufras con gusto tus aflicciones y mira, cómo, vuelto a su eterno Padre, le ruega que te ayude a llevar con paciencia, no solamente la cruz que entonces te aflige, sino todas las demás que quisiere enviarte su providencia.

Movida de estas tiernas y piadosas consideraciones, confirma con nuevos actos la resolución en que estás de sufrir con ánimo paciente cualquiera tribulación.

Después, levantando tu espíritu al Padre eterno, dale rendidas gracias por haber enviado al mundo a su unigénito Hijo, para que padeciese tan crueles tormentos, y para que intercediese por ti: pídele, en fin, que te conceda la virtud de la paciencia por los méritos e intercesión de este divino Redentor.


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Message  Javier Sam 09 Fév 2019, 5:16 am

CAPÍTULO XLVII - Otro modo de orar por vía de meditación

También podrás orar y meditar de esta otra manera:

Después que hubieres considerado atentamente las penas de tu divino Salvador, y la alegría con que las toleraba, pasarás de la consideración de sus dolores y de su paciencia a otras dos consideraciones no menos necesarias.

Una será la de sus méritos infinitos, y la otra del contento y gloria que recibió su eterno Padre por la puntual y perfectísima obediencia con que puso en ejecución sus divinos decretos.

Ambas cosas presentarás humildemente a su divina Majestad, como dos razones poderosas para obtener la gracia que deseas.

Esto mismo podrás practicar, no solamente en todos los misterios de la pasión del Señor, sino también en todos los actos interiores o exteriores que su Majestad hacía en cada misterio.

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Message  Javier Dim 10 Fév 2019, 6:28 am

CAPÍTULO XLVIII - De un modo de orar fundado en la intención de María santísima, nuestra Señora

Fuera de los sobredichos hay otro modo de orar y meditar, que se dirige particularmente a María santísima, levantando el espíritu primeramente a Dios, después al dulcísimo Jesús, y últimamente a su gloriosísima Madre.

Levantando el espíritu a Dios considerarás dos cosas:

La primera, el singular amor que tuvo ab aeterno a esta purísima Virgen, desde antes de haberla sacado de la nada.

La segunda, la eminente santidad de esta Señora, y las heroicas obras que ejercitó desde el instante de su concepción hasta el de su muerte.

Sobre el primer punto meditarás en la forma siguiente:

Remóntate primero con el pensamiento sobre la esfera y jurisdicción de los tiempos, y de todas las criaturas; y entrando en el abismo de la eternidad, y de la misma mente de Dios, pondera la complacencia y satisfacción con que aquel sumo Bien consideraba a la que destinaba para ser Madre de su Unigénito amado: y en virtud de esta satisfacción y contento inefable, pídele confiadamente que te conceda gracia y fortaleza para vencer y destruir a tus enemigos, y particularmente al que entonces te hiciere la guerra.

Después te representarás las virtudes y las acciones heroicas de esta Virgen incomparable; y ofreciéndolas a Dios, o todas juntamente, o cada una en particular, pedirás en virtud de ellas a su Bondad infinita las cosas de que tuvieres necesidad. Vuelve luego el espíritu a su Hijo santísimo y tráele a la memoria el seno virginal que le sirvió de albergue y tálamo purísimo por espacio de nueve meses; la humildad y profunda reverencia con que, apenas salió a luz, lo adoró la Virgen, y reconoció por verdadero hombre y verdadero Dios, Hijo y Creador suyo; la compasión y ternura con que lo vio nacer pobre, despreciado y desconocido en un pesebre; el amor con que lo estrechó en sus brazos; los ósculos suavísimos que le dio; la purísima leche con que lo alimentó, y las fatigas, tribulaciones y penas que en el curso de su vida mortal padeció por su causa.

Presenta a Jesús estas cosas; y no dudes, hija mía, que con tan eficaces y poderosas consideraciones le harás una dulce violencia, para que te oiga y conceda lo que le pides.

Vuélvete, en fin, a la Virgen santísima, y recuérdale que, entre todas las mujeres, fue escogida y predestinada por la Bondad y eterna Providencia de Dios para, ser Madre de gracia y misericordia, y abogada de los pecadores; y que después de su bendito Hijo no tenemos otro más poderoso y seguro asilo que el de su patrocinio. Represéntale también aquella inefable verdad tan constante entre los Doctores, y confirmada con tantos prodigios y maravillas, que ninguno la ha invocado jamás con viva fe, que no haya sido ayudado y socorrido en su necesidad.

Trae a la memoria, a esta Señora, las aflicciones que padeció su santísimo Hijo por nuestra salud, a fin de que te obtenga de su infinita Bondad la gracia de aprovecharte de ellas para gloria suya.

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Message  Javier Lun 11 Fév 2019, 8:42 am

CAPÍTULO XLIX - Algunas consideraciones para acudir con fe y seguridad al patrocinio de la Virgen María

Si deseas recurrir con seguridad y confianza en cualquiera necesidad o trabajo a la protección de la Virgen María, podrás servirte de los motivos y consideraciones siguientes:

1. La experiencia muestra que un vaso que ha tenido dentro de sí algún licor aromático y precioso, conserva su fragancia (aunque se haya sacado el licor del vaso), principalmente si lo ha tenido dentro de sí por mucho tiempo, y si ha quedado en el vaso alguna parte del licor precioso. Asimismo, el que ha estado cerca de un gran fuego conserva por mucho tiempo el calor después de haberse retirado de él.

Pues si esto, hija mía, sucede con cualquier licor precioso, y con cualquiera grande incendio, que no son sino de virtud corta y limitada, ¿qué diremos nosotros de la caridad y de la misericordia de esta purísima Virgen, que por espacio de nueve meses llevó en sus entrañas, y lleva siempre en su corazón al Hijo único de Dios, la Caridad increada, cuya virtud no tiene límites?

Si es imposible que el que se acerca a una grande hoguera no participe del calor de sus llamas, ¿cómo podremos persuadirnos de que quien se acerca al fuego de la caridad, que arde en el corazón purísimo de esta Madre de misericordia, no sienta sus admirables y divinos efectos; y que no reciba más favores, beneficios y gracias de su piedad, cuanto con más frecuencia, fe y confianza acudiere a su patrocinio?

2. Ninguna pura criatura jamás amó tanto a Jesucristo, ni fue tan conforme a su voluntad como su Madre santísima. Pues si este divino Salvador, que se sacrificó por la salud y remedio de los pecadores, nos ha dado su propia Madre para que fuese nuestra madre como nuestra abogada y nuestra medianera, ¿cómo podrá esta Señora dejar de entrar en sus sentimientos, y olvidarse de socorrernos?

Recurre, pues, hija mía, con seguridad a esta piadosísima Madre en todas tus necesidades, e implora con confianza su misericordia; porque es una fuente inagotable de bondad, y un manantial perenne de gracias, y suele medir sus favores y beneficios por nuestra fe y confianza.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mar 12 Fév 2019, 9:37 am

CAPÍTULO L - Del modo de meditar y orar valiéndose de los Ángeles y de los Bienaventurados

Para merecer la protección de los Ángeles y Santos del cielo, usarás de dos medios.

El primero será levantar tu espíritu al Padre eterno y presentarle las alabanzas que le da toda la corte celestial, y los trabajos, persecuciones y tormentos que han padecido los Santos en la tierra por su amor; y pedirle después, en virtud de las pruebas ilustres de fidelidad, amor y constancia que le dieron estos gloriosos predestinados, que te conceda la gracia que necesitas.

El segundo será invocar a los bienaventurados espíritus, pidiéndoles que te ayuden a corregir tus vicios, y a vencer todos los enemigos de tu salud, particularmente que te asistan en el artículo de la muerte

Algunas veces admirarás las gracias singulares que los Santos han recibido del Señor, alegrándote de sus excelencias y dones como si fuesen propios tuyos, y complaciéndote con un santo júbilo de que Dios les haya comunicado mayores ventajas y privilegios que a ti, porque así ha sido de su beneplácito y agrado; y tomarás de aquí ocasión y motivo para alabarlo y bendecirlo.

Mas para que puedas hacer este santo ejercicio con buen orden y poco trabajo, dividirás según los días de la semana los diversos órdenes de los Bienaventurados en esta forma:

El domingo invocaras a los nueve Coros de los Ángeles.

El lunes a san Juan Bautista.

El martes a los Patriarcas y Profetas.

El miércoles a los Apóstoles.

El jueves a los Mártires.

El viernes a los Pontífices y demás Confesores.

El sábado a las Vírgenes y demás Santas.

Pero sobre todo, hija mía, no te olvides jamás de implorar frecuentemente el patrocinio y socorro de María santísima, que es la Reina de todos los Santos y nuestra principal abogada; y el de tu Ángel custodio, del arcángel san Miguel, y de los demás Santos a quienes tuvieres particular devoción.

No dejes pasar día alguno sin que pidas a María, a Jesús y al Padre eterno que te concedan como principal abogado y protector tuyo, al bienaventurado san José, esposo dignísimo de la más pura de las Vírgenes, y recurrirás después a este glorioso Santo con mucha fe y confianza, pidiéndole humildemente que te reciba bajo su protección y amparo.

Son, hija mía, infinitas las maravillas que se cuentan de este gran Santo, y muchos los favores y gracias que han recibido de Dios los que en sus necesidades, así espirituales como corporales, lo han invocado, principalmente cuando han necesitado la luz del cielo, y un director invisible para aprender a orar y meditar bien.

Si Dios, hija mía, considera y atiende tanto a los demás Santos por haberle servido y glorificado en el mundo, y tanto favorece a los hombres por su intercesión, ¿no será muy condescendiente con este admirable Patriarca, a quien el mismo Dios honró de tal manera en la tierra que quiso sujetarse a él, y como padre obedecerle y servirle? (Luc. II, 51).

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Mer 13 Fév 2019, 6:04 am

CAPÍTULO LI - De los diversos sentimientos afectuosos que se pueden sacar de la meditación de la pasión de Jesucristo

Todo lo que he dicho arriba en orden al modo de orar y meditar sobre la pasión del Señor, no se dirige sino a pedir favores y gracias; ahora, hija mía, quiero enseñarte el modo de sacar de la misma pasión diversos afectos.

Por ejemplo, si te propones por objeto de tu meditación la crucifixión de Jesucristo, podrás, entre otras maravillosas circunstancias de este misterio, considerar las siguientes:

1. El modo inhumano con que en el monte Calvario lo desnudaron de sus vestiduras las impías y crueles manos de los judíos, que le arrebataron con tanto furor la túnica, que por hallarse pegada a las llagas, se produjo un nuevo y muy acerbo dolor a su sacratísimo Cuerpo.

2. La sacrílega violencia con que le arrancaron la corona de espinas, rasgándole las heridas; y la desmedida crueldad con que se la volvieron a fijar en la cabeza, abriéndole llagas sobre llagas.

3. Cómo, para fijarlo en el árbol de la cruz, cual si fuera el más facineroso de los hombres, penetraron, a martillazos, con duros y agudos clavos, sus sagradas manos y pies, rompiendo con impiedad las venas y nervios de aquellos miembros divinos, formados por el Espíritu Santo.

4. Cómo no alcanzando a los agujeros que habían formado en la cruz, aquellas sacratísimas manos que fabricaron los cielos, tiraron de ellas con inaudita crueldad para hacerlas llegar; quedando aquel santísimo cuerpo, a quien estaba unida la Divinidad, tan descoyuntado y desconcertado, que se le pudieron contar todos los huesos (Psalm. XXI, 18).

5. Cómo estando pendiente de aquel duro leño, y sin otro apoyo que el de los clavos, se dilataron con un dolor indecible las heridas de su sagrado cuerpo con su misma gravedad y peso.

Si con estas consideraciones, o con otras semejantes, deseas excitar en tu corazón afectos del divino amor, procura, hija mía, pasar con la meditación a un sublime conocimiento de la bondad infinita de tu Salvador, que por tu amor quiso padecer tantas penas; pues a medida que se fuere aumentando en ti este conocimiento, crecerá tu amor.

De este mismo conocimiento de la suma bondad y amor infinito de Dios, sacarás una admirable disposición para formar actos fervientes de contrición y dolor de haber ofendido tantas veces, y con tanta ingratitud, a un Señor que, con excesos tan grandes de caridad y misericordia, se sacrificó por la satisfacción de tus ofensas.

Para formar y producir actos de esperanza, considera que el Señor, al sujetarse al rigor de tantos tormentos, y a la ignominia y oprobio de la cruz, no tuvo otro fin que exterminar el pecado del mundo, librarte de la tiranía del demonio, expiar tus culpas particulares, y reconciliarte con su eterno Padre (1 Joann. II), para que pudieras recurrir con confianza a su misericordia en todas tus necesidades.

Si después de haber considerado sus penas, consideras sus grandes y maravillosos efectos, si observas y adviertes que con su muerte quitó los pecados de todo el mundo (Hebr. II), satisfizo la deuda de la posteridad de Adán (Rom. V), aplacó la ira de su eterno Padre (Ephes. VI. – Coloss. I). confundió las potestades del infierno, triunfó de la muerte misma (Os. XIII), y llenó en el cielo las sillas de los ángeles rebeldes (Psalm. CIX), tu dolor se convertirá en alegría, y esta alegría se aumentará en tu corazón con la memoria de la que causó a toda la santísima Trinidad, a la bienaventurada Virgen María, a la Iglesia triunfante y a la militante, con la grande obra de la Redención del mundo.

Pero si quieres concebir un vivo dolor de tus pecados, aplica todos los puntos de tu meditación al único fin de persuadirte que Jesucristo no tuvo para padecer tantos tormentos, otro motivo que el de inspirarte un odio saludable de ti misma y de tus pasiones desordenadas, principalmente de la que te induce a mayores faltas, y desagrada más a su infinita Bondad.

CONTINUARÁ...

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Message  Javier Jeu 14 Fév 2019, 7:55 am

Si quieres entrar en sentimientos y afectos de admiración, considera qué cosa puede haber más digna de maravilla y de asombro, que ver al Creador del universo, al Autor de la vida, morir a manos de sus criaturas; ver la Majestad suprema, ultrajada y envilecida; la justicia, condenada; la hermosura en que se miran los cielos, escupida y desfigurada; el objeto del amor y de la complacencia del eterno Padre, hecho el objeto del odio de los pecadores; la luz inaccesible (I Tim. VI, 16) abandonada al poder de las tinieblas; la gloria, la felicidad increada, sepultada en el oprobio y la miseria.

Para moverte a la compasión de este Salvador divino y ejercitarte en ella, penetra por las llagas exteriores del cuerpo hasta las interiores de su alma santísima; y si por aquéllas sintiere tu corazón grandísima pena, maravilla será que por éstas no se haga pedazos de dolor.

Esta grande alma veía claramente la divina Esencia como ahora la ve en el cielo; conocía con altísima luz de amor la adoración y culto que merece de todas las criaturas; representábansele al mismo tiempo los pecados de todas las naciones, de todos los siglos, de todos los estados, de todas las condiciones, y distinguía con la vivacidad de su divina penetración el número, el peso, la calidad y las circunstancias de todos y de cada uno de ellos; y como amaba a Dios cuanto podía amarle un alma unida al Verbo, en la proporción a este amor era el odio que tenía a los pecados; y en la medida de este amor y de este odio era el dolor que causaban en su alma santísima las ofensas contra aquella Majestad infinita; y como ni la bondad de Dios ni la malicia del pecado nadie las puede conocer bien sino Dios, ningún entendimiento humano ni angélico puede formar una justa idea de cuán grande, cuán intenso y cuán incomprensible fuese el dolor que afligía la mente, el espíritu y el alma de Jesucristo.

A más de esto, hija mía, como este adorable Salvador amaba sin tasa ni medida a todos los hombres, en proporción a este excesivo amor era su dolor y amargura por los pecados que habían de separarlos de su alma santísima. Sabía que ningún hombre podía cometer algún pecado mortal sin destruir la caridad y la gracia; que es el vínculo con que están unidos espiritualmente con Él todos los justos; y esta separación era en el alma de Jesucristo mucho más sensible y dolorosa que lo es al cuerpo la de sus miembros cuando se apartan de su lugar propio y natural; porque como el alma es toda espiritual, y de una naturaleza más excelente y perfecta que el cuerpo, es más capaz de sentimiento y dolor. Pero la más sensible de todas sus aflicciones fue la que le ocasionaron los pecados de todos los réprobos, que no pudiendo de nuevo unirse con Él por la penitencia, habían de padecer en el infierno eternos tormentos.

Si a la vista de tantas penas sientes que tu corazón se mueve a la compasión de tu amado Jesús, entra más profundamente en la consideración de sus aflicciones, y hallarás que padeció dolores y penas incomprensibles, no solamente por los pecados que efectivamente has cometido, sino también por los que no has cometido jamás; porque nos mereció y alcanzó de su eterno Padre el perdón de unos y la preservación de los otros, con el precio infinito de su sangre.

No te faltarán, hija mía, otros motivos y consideraciones para condolerte con tu afligido Redentor; porque no ha habido ni habrá jamás algún dolor en criatura racional que no lo haya sentido en sí mismo; pues las injurias, las tentaciones, las ignorancias, las penitencias, las angustias y tribulaciones de todos los hombres afligieron más vivamente a Cristo, que a los mismos que las padecieron; porque vio perfectamente las infinitas aflicciones, espirituales y corporales de los hombres, hasta el mínimo dolor de cabeza; y con su inmensa, caridad quiso padecerlas e imprimirlas todas en su piadosísimo corazón.

Pero ¿quién podrá encarecer o ponderar dignamente cuán sensibles le fueron las penas y dolores de su Madre santísima? Porque en todos los modos y por todos los respectos que padeció Cristo, padeció igualmente, y fue afligida esta Señora; y aun que no tan intensamente, y en aquel grado fueron no obstante acerbísimas sus penas, y sobre toda comprensión (Luc. II, 35).

Estas penas renovaron las llagas internas de Jesús, penetrando, como otras tantas flechas encendidas de amor, su dulcísimo corazón. Por esta causa solía decir con santa simplicidad un alma muy favorecida de Dios, que el corazón de Jesús le parecía un infierno de penas voluntarias, donde no ardía otro fuego que el de la caridad.

Mas en fin, ¿cuál fue la causa y origen de tantos tormentos? Nuestros pecados. Por esto, hija mía, el mejor modo de compadecemos de Jesucristo crucificado, y demostrarle la gratitud y reconocimiento que le debemos, es dolernos de nuestras infidelidades puramente por su amor, aborrecer y detestar el pecado sobre todas las cosas, y hacer guerra continua a nuestros vicios como a sus más mortales enemigos; a fin de que, desnudándonos del hombre viejo, y vistiéndonos del nuevo, adornemos nuestras almas con las virtudes cristianas, que son las que forman su belleza y perfección.


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Message  Javier Ven 15 Fév 2019, 5:07 am

CAPÍTULO LII - De los frutos que podemos sacar de la meditación de Cristo crucificado, y de la imitación de sus virtudes

Los frutos que debes sacar, hija mía, de la meditación de Cristo crucificado, son:

El primero, que te duelas con amargura de tus pecados pasados, y te aflijas de que aún vivan y reinen en ti las pasiones desordenadas, que ocasionaron la dolorosa muerte de tu Señor.

El segundo, que le pidas perdón de las ofensas que le has hecho, y la gracia de un odio saludable de ti misma para que no lo ofendas más; antes bien lo ames y lo sirvas de todo corazón en reconocimiento de tantos dolores y penas como ha sufrido por tu amor.

El tercero, que trabajes con continua solicitud en desarraigar de tu corazón todas tus viciosas inclinaciones, por pequeñas y leves que sean.

El cuarto, que con todo el esfuerzo que pudieres, procures imitar las virtudes de este divino Maestro, que murió no solamente por expiar nuestras culpas, sino también por darnos el ejemplo de una vida santa y perfecta (I Petr. II, 21).

Quiero, hija mía, enseñarte un modo de meditar, de que podrás servirte con mucho fruto y provecho para este fin. Por ejemplo, si deseas, entre las virtudes de Jesucristo imitar particularmente su paciencia heroica en los males y tribulaciones que te suceden, considerarás los puntos siguientes:

El primero, lo que hace el alma afligida de Cristo mirando a Dios.

El segundo, lo que hace Dios mirando al alma de Cristo.

El tercero, lo que hace el alma de Cristo mirándose a sí misma, y a su sacratísimo cuerpo.

El cuarto, lo que hace Cristo mirándonos a nosotros.

El quinto, lo que nosotros debemos hacer mirando a Cristo.

Considera, pues, lo primero, cómo el alma de Jesús, absorta y transformada en Dios, contempla con admiración aquella Esencia infinita e incomprensible, en cuya presencia son nada las más nobles y excelentes criaturas (Isai. XL, 13 et seqs.); contempla, digo, con admiración y asombro aquella Esencia infinita en un estado en que, sin perder nada de su grandeza y de su gloria esencial, se humilla y se sujeta a sufrir en la tierra los más indignos ultrajes por el hombre, de quien no ha recibido sino infidelidades, injurias y menosprecios; y cómo adora a aquella suprema Majestad, le tributa mil alabanzas, bendiciones y gracias, y se sacrifica enteramente a su divino beneplácito.

Lo segundo, mira después lo que hace Dios con el alma de Jesucristo; considera cómo quiere que este único Hijo, que es el objeto de su amor, sufra por nosotros y por nuestra salud las bofetadas, las contumelias, los azotes, las espinas y la cruz: considera la complacencia y satisfacción con que lo mira colmado de oprobios y de dolores por tan alta y tan gloriosa causa.

Lo tercero, represéntate cómo el alma de Jesucristo conociendo en Dios con luz altísima esta complacencia y satisfacción divina, ardientemente la ama; y este amor la obliga a sujetarse enteramente, con prontitud y alegría, a la voluntad de Dios (Phil. II). ¿Qué lengua podrá ponderar el ardor con que desea las aflicciones y penas? Esta grande alma no se ocupa sino en buscar nuevos modos y caminos de padecer; y no hallando todos los que desea y busca, se entrega libremente (Joann. X, 19) con su inocentísima carne al arbitrio de los hombres más crueles y de los demonios.

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Message  Javier Sam 16 Fév 2019, 5:15 am

Lo cuarto, mira después a tu amado Jesús, que volviéndose a ti con ojos llenos de misericordia, te dice dulcemente: "Mira, hija el estado a que me han reducido tus desordenadas inclinaciones y apetitos; mira el exceso de mis dolores y penas, y la alegría con que los sufro, sin otro fin que el de enseñarte la paciencia. Yo te exhorto y te pido por todas mis penas que abraces con gusto la cruz que te presento, y todas las demás que te vinieren de mi mano. Abandona tu honor a la calumnia, y tu cuerpo al furor y rabia de los perseguidores que yo eligiere para ejercitarte y probarte, ya sean despreciables y viles, ya inhumanos y formidables. ¡Oh si supieses, hija, el placer y contento que me dará tu resignación y tu paciencia! Pero ¿cómo puedes ignorarlo, viendo estas llagas que yo he recibido a fin de adquirirte con el precio de mi sangre las virtudes con que quiero adornar y enriquecer tu alma, que amo entrañablemente? Si yo quise reducirme a tan triste y penoso estado por tu amor, ¿por qué no querrás tú sufrir un leve dolor por aliviar los míos, que son extremos? ¿Por qué no querrás curar las llagas que me ha ocasionado tu impaciencia, que es para mí un tormento más sensible y doloroso que todas las llagas de mi cuerpo?"

Lo quinto, piensa después bien quién es el que te habla de esta suerte; y verás que es el mismo Rey de la gloria, Cristo Señor nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre. Considera la grandeza de sus tormentos y de sus oprobios, que serían penas muy rigurosas para los más facinerosos delincuentes. Admírate de verlo en medio de tantas aflicciones, no solamente inmóvil y paciente, sino lleno de alegría, como si el día de su pasión fuese para Él un día de triunfo; y como el fuego, si se le echa un poco de agua se enciende más, así con los grandes trabajos y tormentos, que a su caridad inmensa le parecían pequeños, se le aumentaba el deseo de padecerlos mayores.

Pondera en tu interior que todo esto lo ha obrado padecido, no por fuerza (Joann. X, 18), ni por interés, sino por puro amor, como el mismo Señor lo dijo, y a fin de que a su imitación y ejemplo (I Petr. II, 21), te ejercites en la virtud de la paciencia. Procura, pues, comprender bien lo que pide y desea de ti, y la complacencia y gusto que le darás con el ejercicio de esta virtud. Concibe después deseos ardientes de llevar, no sólo con paciencia, sino también con alegría, la cruz que te envía, y otras más graves y pesadas, a fin de imitarle más perfectamente, y de hacerte más agradable a sus ojos.

Represéntate todos los dolores e ignominias de su pasión, y admirándote de la invariable constancia con que los sufría, avergüénzate de tu flaqueza: mira tus penas como imaginarias, en comparación de las que Él padecía por ti, persuadiéndote de que tu paciencia ni aun es sombra de la suya. Nada temas tanto como el no querer sufrir y padecer algo por tu Salvador, y desecha luego, como una sugestión del demonio, la repugnancia al padecimiento.

Considera a Jesucristo en la cruz como un libro espiritual (Galat. III) que debes leer continuamente para aprender la práctica de las más excelentes virtudes. Este es un libro, hija mía, que se puede justamente llamar libro de la vida, (Eccli. XXIV, 32. — Apoc. III, 5), que a un mismo tiempo ilumina el espíritu con los preceptos, y enciende la voluntad con los ejemplos. El mundo está lleno de innumerables libros; mas aun cuando se pudiesen leer todos, nunca se aprendería tan perfectamente a aborrecer el vicio y amar la virtud, como considerando a un Dios crucificado.

Pero advierte, hija mía, que los que se ocupan horas enteras en llorar la pasión de nuestro Redentor, y en admirar su paciencia; y después cuando les sucede alguna tribulación o trabajo se muestran tan impacientes como si no hubiesen pensado jamás en la cruz del Señor, son semejantes a los soldados poco experimentados, que mientras están en sus tiendas se prometen con arrogancia la victoria, y después a la primera vista del enemigo dejan las armas, y se entregan ignominiosamente a la fuga.

¿Qué cosa puede haber más torpe y miserable que mirar, como en claro espejo, las virtudes del Salvador, amarlas y admirarlas, y después, cuando se nos presenta la ocasión de imitarlas, olvidarnos de ellas totalmente?

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Message  Javier Dim 17 Fév 2019, 6:15 am

CAPÍTULO LIII - Del Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Hasta ahora, hija mía, he trabajado en proveerte, como has visto, de cuatro armas espirituales, y enseñarte el modo de servirte de ellas para vencer a los enemigos de tu salud y de tu perfección.

Ahora quiero mostrarte el uso de otra arma, más excelente, que es el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Este augusto Sacramento, así como excede en la dignidad y en la virtud a todos los de más Sacramentos, así de todas las armas espirituales es la más terrible para los demonios. Las cuatro primeras reciben toda su fuerza y virtud de los méritos de Cristo, y de la gracia que nos ha adquirido con el precio de su sangre; pero esta última contiene al mismo Jesucristo, su carne, su sangre, su alma y su divinidad. Con aquellas combatimos a nuestros enemigos con la virtud de Jesucristo; con esta los combatimos con el mismo Jesucristo, y el mismo Jesucristo los combate en nosotros y con nosotros; porque quien come la carne de Cristo y bebe su sangre, está en Cristo y Cristo en él (Joann. VI, 57).

Mas como puede comerse esta carne y beberse esta sangre en dos maneras, esto es, realmente, una vez cada día, y espiritualmente; cada hora y cada momento, que son dos modos de comulgar muy provechosos y santos, usarás del segundo con la mayor frecuencia que pudieres, y del primero todas las veces que te sea dado.

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Message  Javier Lun 18 Fév 2019, 11:07 am

CAPÍTULO LIV - Del modo de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Por diversos motivos y fines podemos recibir este divino Sacramento; pero para recibirlo con fruto se deben observar algunas cosas, antes de la comunión, cuando estamos para comulgar y después de haber comulgado.

Antes de la comunión (por cualquier fin o motivo que se reciba), debemos siempre purificar el alma con el Sacramento de la Penitencia, si reconocemos en nosotros algún pecado mortal. Después debemos ofrecernos de todo corazón y sin alguna reserva a Jesucristo, y consagrarle toda el alma con sus potencias, ya que en este Sacramento se da todo entero a nosotros este divino Redentor: su sangre, su carne, su divinidad, con el tesoro infinito de sus merecimientos; y como lo que nosotros le ofrecemos es poco o nada, en comparación de lo que a nosotros nos da, debemos desear tener cuanto le han ofrecido todas las criaturas del cielo y de la tierra, para hacer de todo a su divina Majestad una oblación agradable a sus ojos.

Si quieres recibir este Sacramento con el fin de obtener alguna victoria contra tus enemigos,
empezarás desde la noche del día precedente, o cuanto antes pudieres, a considerar cuánto desea el Hijo de Dios entrar por este Sacramento en nuestro corazón, a fin de unirse con nosotros, y de ayudarnos a vencer nuestros apetitos desordenados. Este deseo es tan ardiente en nuestro Salvador, que no hay espíritu humano capaz de comprenderlo.

Pero si quisieras formar alguna idea de este deseo, procura imprimir bien en tu alma estas dos cosas: la primera, la complacencia inefable que tiene la Sabiduría encarnada de estar con nosotros; pues a esto llama sus mayores delicias (Prov. VIII, 31); la segunda, el odio infinito que tiene al pecado mortal, tanto por ser impedimento de la íntima unión que desea tener con nosotros, cuanto por ser directamente opuesto a sus divinas perfecciones; porque siendo Dios sumo bien, luz pura y belleza infinita, no puede dejar de aborrecer infinitamente el pecado, que no es otra cosa que malicia, tinieblas, horror y corrupción.

Este odio del Señor contra el pecado es tan ardiente, que a sola su destrucción se ordenaron la obras del Antiguo y Nuevo Testamento, y particularmente las de la sacratísima pasión de su unigénito Hijo. Los Santos más iluminados aseguran que consentiría que su único Hijo volviese a padecer, si fuere necesario, mil muertes, por destruir en nosotros las menores culpas.

Después que con estas dos consideraciones hayas reconocido, bien que imperfectamente, cuánto desea nuestro Salvador entrar en nuestros corazones, a fin de exterminar enteramente nuestros enemigos y los suyos, excitarás en ti fervientes deseos de recibirle por este mismo fin; y cobrando ánimo y esfuerzo con la esperanza de la venida de tu divino Capitán, llamarás muchas veces con generosa resolución a la batalla la pasión dominante que deseas vencer, y harás cuantos actos pudieres de la virtud contraria. Esta, hija mía, ha de ser tu principal ocupación por la tarde y por la mañana, antes de la sagrada comunión.

Cuando estuvieres ya para recibir el cuerpo de tu Redentor, te representarás por un breve instante las faltas que hubieres cometido desde la última comunión; y a fin de concebir un vivo dolor de todas, considerarás que las has cometido contra tu Dios, muerto en una cruz por nuestra salud, y que has preferido un pequeño placer, una ligera satisfacción de tu propia voluntad a la obediencia que le debes y al honor y gloria de su Majestad, confundiéndote dentro de ti misma, reconociendo tu ceguera y detestando tu ingratitud; pero viniendo después a considerar que, aunque seamos muy ingratos, infieles y rebeldes, no obstante este inmenso abismo de caridad quiere darse a nosotros y nos convida a que lo recibamos, te acercaras a El con confianza, y le abrirás tu corazón para que entre en él, y lo posea como Señor absoluto, cerrando después todas sus puertas para que no se introduzca algún afecto impuro.

Después que hayas recibido la Comunión, te recogerás en seguida dentro de ti misma (Matth. VI, 6), y adorando con profunda humildad y reverencia al Señor, le dirás: 'Bien veis, único bien mío, con cuánta facilidad os ofendo, bien veis el imperio que tienen sobre mí las pasiones, y cuán flacas y débiles son mis fuerzas para resistirlas y sujetarlas. Vuestro es, Señor, el principal empeño de combatirlas; y si bien yo debo tener alguna parte en la pelea, no obstante de Vos solo espero la victoria.'

Volviéndote después al Padre eterno, le ofrecerás en acción de gracias, y para obtener alguna victoria de ti misma, el inestimable tesoro que te ha dado en su mismo unigénito Hijo, que tienes dentro de ti; y tomarás, en fin, la resolución de combatir generosamente contra el enemigo que te hiciere más cruda guerra, esperando con fe la victoria; porque haciendo de tu parte lo que pudieres, Dios no dejará de socorrerte.

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